Habló con gran autoridad, y Riley asintió rápidamente. Laurence escuchó en silencio mientras ambos discutían cómo aligerar el viaje, y no tardó en excusarse para volver a la cubierta de dragones. No podía discutir, ya que no era imparcial, y los argumentos de Hammond tenían un gran peso; pero aun así no estaba satisfecho y se sentía desazonado por la falta de armonía entre la forma de pensar de Hammond y Riley y la suya.
—No puedo entender cómo han dejado que los derrote Napoleón —se maravilló Temerario, que erizó la gorguera cuando Laurence compartió las lamentables novedades con él y los oficiales más antiguos—. En Trafalgar y Dover tenía más barcos y dragones que nosotros, y aun así le ganamos. Y esta vez los austriacos y los rusos le superaban en número.
—Trafalgar fue una batalla naval —dijo Laurence—. Bonaparte se formó en la artillería y nunca ha llegado a comprender cómo funciona la Marina. Y en la batalla de Dover vencimos sólo gracias a ti. Si no hubiera sido así, me atrevería a decir que Bonaparte se habría coronado directamente en Westminster. No olvides cómo consiguió engañarnos para que enviáramos la mayor parte de las fuerzas del Canal al sur y cómo nos ocultó las maniobras de sus propios dragones antes de la invasión. El resultado habría sido muy diferente si el viento divino no le hubiera cogido por sorpresa.
—Aun así me sigue pareciendo que no han dirigido esa batalla con inteligencia —dijo Temerario, insatisfecho—. Seguro que si hubiéramos estado allí con nuestros amigos no habríamos perdido, y no entiendo por qué vamos a China cuando otra gente está luchando.
—Ésa es una buena pregunta —intervino Granby—. Para empezar, es una gigantesca estupidez renunciar a uno de nuestros mejores dragones en mitad de una guerra y cuando estamos en una situación tan apurada. Laurence, ¿no deberíamos volver a casa?
Éste se limitó a menear la cabeza. Su conformidad con la opinión de Granby era tan completa como su impotencia para alterar la situación. Temerario y el viento divino habían cambiado el curso de la guerra en Dover. Por más que al Ministerio le molestase reconocerlo y otorgar el crédito por la victoria a una causa tan concreta, Laurence recordaba demasiado bien que la lucha de aquel día había sido desesperada y desigual hasta que Temerario hizo volverse las tornas. En su opinión, renunciar con tanta docilidad a Temerario y sus extraordinarias habilidades era una muestra de premeditada ceguera, y ni siquiera creía que los chinos cedieran a ninguna de las peticiones de Hammond.
—Tenemos órdenes —fue lo único que dijo. Aun en el caso de que Riley y Hammond estuviesen de acuerdo con él, Laurence sabía perfectamente que el Ministerio no lo aceptaría como excusa para desobedecer sus órdenes—. Lo siento —añadió, al ver que Temerario seguía propenso a entristecerse—. Mira: aquí viene el señor Keynes para ver si puedes hacer un poco de ejercicio en la playa. Vamos a dejarle sitio libre para que pueda examinarte.
—De verdad que no me duele nada —aseguró Temerario, mirándose a sí mismo con ansiedad cuando Keynes se apartó por fin de su pecho—. Estoy seguro de que ya puedo volver a volar, y además sólo va a ser un trayecto corto.
Keynes meneó la cabeza.
—A lo mejor dentro de una semana. No, no empieces ahora con aullidos —dijo en tono severo cuando Temerario se enderezó para protestar—. No se trata de la longitud del vuelo: la dificultad está en el despegue —explicó a regañadientes dirigiéndose a Laurence—. El momento más peligroso es la tensión de levantarse en el aire, y no confío en que sus músculos estén preparados aún para soportarlo.
—Pero estoy harto de pasar el día tumbado en cubierta —dijo Temerario, tan apenado que casi lloriqueaba—. Ni siquiera puedo darme la vuelta bien.
—Sólo será otra semana, tal vez menos —dijo Laurence, tratando de consolarlo. Se estaba arrepintiendo ya de haberle hecho esa propuesta y crearle esperanzas únicamente para echarlas por tierra—. Lo siento mucho, pero las opiniones del señor Keynes sobre el tema pesan más que las nuestras, y es mejor que le hagamos caso.
Temerario no se dejó apaciguar con tanta facilidad.
—No veo por qué su opinión tiene que valer más que la mía. Es mi músculo, después de todo.
Keynes se cruzó de brazos y repuso con frialdad:
—No pienso discutir con un paciente. Si quieres hacerte daño y pasarte otros dos meses tumbado, haz lo que te dé la gana y salta todo lo que quieras.
Temerario soltó un bufido al oír esta respuesta. Laurence, enojado, se apresuró a despedir a Keynes antes de que el cirujano provocara aún más al dragón. Tenía la máxima confianza en sus habilidades, pero le faltaba mucho que mejorar en cuanto al tacto, y aunque Temerario no era testarudo por naturaleza, era difícil soportar una decepción tan grande.
—Al menos tengo alguna noticia mejor —le dijo al dragón, tratando de levantarle el ánimo—. El señor Pollitt ha sido tan amable de traerme unos cuantos libros nuevos tras bajar a tierra. ¿Quieres que te traiga uno ahora?
Temerario emitió tan sólo un gruñido por respuesta, dejó colgar la cabeza sobre la borda y miró con tristeza hacia la costa que se le negaba. Laurence bajó por el libro, esperando que el interés del material le animara; pero cuando aún estaba en el camarote, la nave se balanceó de repente, y una enorme zambullida en el exterior levantó un chorro de agua que entró por las claraboyas abiertas y empapó el suelo. Laurence corrió a asomarse por la portilla más cercana, tras rescatar a toda prisa las cartas que se habían mojado, y vio cómo Temerario se columpiaba arriba y abajo en el agua con gesto a la vez culpable y satisfecho.
Laurence corrió a cubierta. Granby y Ferris se habían asomado por la borda con gesto de alarma, y los botes que merodeaban por los costados de la nave, cargados de prostitutas y pescadores que hacían negocio con los marineros, volvían con una prisa frenética a la seguridad del puerto entre gritos y chapoteo de remos. Temerario los miró entre avergonzado y afligido.
—No pretendía asustarlos —dijo—. ¡No tenéis por qué huir! —gritó, pero los botes no se detuvieron ni por un instante.
Los marineros, privados de su entretenimiento, lo miraron con desaprobación, pero Laurence estaba más preocupado por la salud de Temerario.
—Bueno, es lo más ridículo que he visto en mi vida, pero no creo que le pase nada. Las bolsas de aire le mantendrán a flote, y el agua salada nunca viene mal para las heridas —dijo Keynes cuando le hicieron subir a cubierta—. Pero no tengo la menor idea de cómo vamos a conseguir que vuelva a embarcar.
Temerario se sumergió un momento bajo la superficie y volvió a salir casi disparado, propulsado por su flotabilidad.
—¡Es muy divertido! —gritó—. El agua no está nada fría, Laurence. ¿Por qué no te metes?
Éste no era un gran nadador, y la idea de zambullirse en mar abierto no le tranquilizaba demasiado: había casi dos kilómetros hasta la orilla. Aun así, subió en uno de los botes del barco y él mismo remó para hacerle compañía a Temerario y asegurarse de que el dragón no se cansaba demasiado tras tanto tiempo de inactividad forzosa en cubierta. El esquife se balanceaba un poco con las olas que levantaban los retozos de Temerario y a ratos se anegaba, pero él había tenido la prudencia de ponerse un par de pantalones viejos y la camisa más gastada que tenía.
Su propio ánimo estaba muy decaído. La derrota de Austerlitz no era una vulgar perdida sin más, sino que suponía la ruina de los meticulosos planes del primer ministro Pitt y la destrucción de la alianza que se había formado para detener a Napoleón. Inglaterra en solitario no podía movilizar un ejército la mitad de numeroso que la
Grande Armée
de Napoleón ni transportarlo al Continente con facilidad, y la situación era muy grave ahora que austriacos y rusos habían sido barridos del campo de batalla; pero a pesar de sus preocupaciones, no pudo dejar de sonreír al ver a Temerario rebosante de energías y divirtiéndose de una forma tan simple, y pasado un rato terminó por ceder a la insistencia del dragón y se tiró al agua. Tras nadar sólo unos metros, se encaramó al lomo de Temerario, mientras éste chapoteaba entusiasmado y se dedicaba a empujar el bote con la nariz como si fuera de juguete.
Laurence cerró los ojos y se imaginó que estaban de vuelta en Dover, o en Loch Laggan, pensando tan sólo en las preocupaciones ordinarias de la guerra y ocupados en misiones que él podía comprender, apoyados por la confianza de la amistad y de una nación unida tras ellos. En esa situación incluso el desastre actual podía superarse. La
Allegiance
sólo era un barco más en el puerto, su propio claro estaba a un corto vuelo de distancia y no había políticos ni príncipes de los que preocuparse. Laurence se tumbó de espaldas y extendió la mano abierta sobre el cálido costado de Temerario, acariciando las escamas negras caldeadas por el sol, y durante un rato se permitió el lujo de quedarse adormilado.
—¿Crees que serás capaz de subir de nuevo a la
Allegiance?
—preguntó de repente, ya que llevaba un rato dándole vueltas al problema.
Temerario giró el cuello para mirarle.
—¿No podemos esperar aquí en la orilla hasta que me ponga bien, y después nos reunimos con la flota? —sugirió. Una súbita emoción hizo que su gorguera se estremeciera, y añadió—: Podemos atravesar el Continente volando y encontrarnos con ellos al otro lado. Por lo que recuerdo de tus mapas, no hay gente en el centro de África, así que no puede haber franceses que nos derriben con sus disparos.
—No, pero según los informes hay muchos dragones salvajes, por no mencionar otras criaturas peligrosas, y además podríamos contraer enfermedades —dijo Laurence—. No podemos sobrevolar tierras del interior que no figuran en los mapas, Temerario. Ese riesgo no está justificado, sobre todo ahora.
Temerario renunció con un suspiro a su ambicioso proyecto, y accedió a subir a cubierta, o al menos a intentarlo. Después de jugar un rato más, nadó de regreso al barco, y dejó pasmados a los marineros que lo esperaban cuando les dio el esquife para que no tuvieran que izarlo a bordo. Laurence, que había trepado por la borda desde el hombro de Temerario, mantuvo una rápida conferencia en privado con Riley.
—¿Y si bajamos el ancla de salvación de estribor como contrapeso? —sugirió—. Eso, junto con el ancla de proa, debería mantener la nave estable, y además está cargada hasta la popa.
—Laurence, no me gustaría pensar qué me diría el Almirantazgo si hundo un barco de transporte en las aguas de un puerto y en un día despejado —repuso Riley, al que la idea no le hacía ninguna gracia—. Apuesto a que me llevarían a la horca, y me lo tendría merecido.
—Si hay peligro de zozobrar, siempre puede soltarse en un instante —argumentó Laurence—. De lo contrario, tendremos que quedarnos al menos una semana en el puerto, hasta que Keynes le dé permiso para volver a volar.
—No voy a hundir el barco —aseguró Temerario indignado, asomando la cabeza sobre la regala del alcázar y entrando en la conversación para sobresalto de Riley—. Tendré mucho cuidado.
Aunque aún tenía sus dudas, Riley acabó dándole permiso. El dragón consiguió levantarse sobre las patas traseras y agarrarse con las zarpas al costado del barco. La
Allegiance
se inclinó hacia él, pero no se escoró demasiado gracias a las dos anclas, y Temerario, tras sacar las alas fuera del agua, las batió un par de veces y subió por la borda a medias saltando y a medias gateando.
Cayó sin demasiada elegancia sobre la cubierta, arañando la borda con las patas traseras durante un momento un tanto embarazoso, pero al final consiguió subir a bordo y la
Allegiance
sólo se balanceó un poco bajo su peso. Se apresuró a esconder las patas bajo su cuerpo y se dedicó a sacudirse el agua de la gorguera y los tirabuzones que rodeaban sus mandíbulas para disimular su anterior torpeza.
—No ha sido nada difícil volver a subir —le dijo a Laurence, complacido—. Ahora puedo nadar todos los días hasta que me dejen volar de nuevo.
Laurence se preguntó cómo recibirían estas noticias Riley y sus marineros, pero no se preocupó demasiado. Sufrir miradas hostiles le parecía un precio muy bajo con tal de ver que el dragón recuperaba el ánimo. Y cuando poco después le sugirió que comiera algo, Temerario asintió alegremente y devoró dos vacas y una oveja hasta las pezuñas.
Cuando a la mañana siguiente Yongxing volvió a aventurarse en cubierta, encontró a Temerario de un humor excelente: fresco tras otro chapuzón, bien alimentado y muy contento consigo mismo. Esta segunda vez había subido a bordo con mucha más elegancia, aunque Lord Purbeck había encontrado un motivo para quejarse en los arañazos de la pintura del barco y los marineros seguían molestos porque el dragón ahuyentaba los botes que les traían provisiones. El propio Yongxing se benefició de su buen humor, ya que Temerario se sentía magnánimo y poco propenso a guardarle un rencor que Laurence juzgaba bien merecido. Aun así, el príncipe no parecía nada contento, y se pasó toda la visita matutina observándolos con el ceño fruncido mientras Laurence le leía a Temerario pasajes de los libros nuevos que el señor Pollitt había traído tras su visita a tierra firme.
Yongxing no tardó en marcharse. Poco después, su sirviente Feng Li subió a cubierta para pedirle a Laurence que bajara, haciéndose entender mediante gestos y mímica y aprovechando que Temerario se había tumbado para echar la siesta durante las horas más calurosas del día. Laurence, cauteloso y más bien reacio, insistió en pasar primero por su camarote para vestirse. Había vuelto a ponerse ropas viejas para darse un baño con Temerario, y no se sentía preparado para enfrentarse a Yongxing en sus austeros y elegantes aposentos sin blindarse antes con su casaca de gala, sus mejores pantalones y un pañuelo de lazo con el nudo recién hecho.
Esta vez le recibieron sin ningún teatro y le hicieron pasar enseguida. Yongxing incluso despidió a Feng Li para que pudieran conversar en privado; pero al principio, en vez de hablar, se quedó en silencio con las manos entrelazadas detrás de la espalda y mirando por las ventanas de popa con el ceño fruncido. Luego, cuando Laurence estaba a punto de comentar algo, se dio la vuelta de repente y dijo:
—Usted siente un afecto sincero por Lung Tien Xiang, y él por usted. Eso he llegado a comprenderlo. Sin embargo, en su país se le trata como a un animal y se le expone a todos los peligros de la guerra. ¿Desea usted un destino así para él?