Temerario II - El Trono de Jade (40 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—Ella nació con los colores del luto, así que es obvio que trae mala suerte —cuando, con gran cautela, le solicitaron más información, Liu Bao les contestó como si fuera algo patente, y añadió—: El emperador Qianlong se la iba a entregar a un príncipe de Mongolia, de modo que su mala suerte no afectara a ninguno de sus hijos, pero Yongxing insistió en quedársela él mismo para evitar que una Celestial saliera fuera de la familia imperial. Él podría haber sido emperador, pero desde luego nadie querría tener a un emperador con un dragón maldito: sería un desastre para el Estado. Así que ahora su hermano es el emperador Jiaqing. ¡Así es la voluntad del Cielo!

Tras este comentario filosófico, se encogió de hombros y comió otro trozo de pan frito. Hammond se quedó consternado al recibir estas noticias. Laurence compartía su desolación: el orgullo era una cosa, pero unos principios tan implacables como para sacrificar un trono en su nombre eran algo completamente diferente.

Habían cambiado a los dos dragones que los transportaban por uno distinto de la variedad azul grisácea y otro de una raza algo más grande, de color verde oscuro con franjas verdes y cabeza lisa y sin cuernos. Ambos seguían contemplando a Temerario con el mismo temor reverencial y a Lien con nervioso respeto, y se mantenían algo apartados de ellos. Temerario ya se había resignado a aquel estado de majestuosa soledad; en cualquier caso, estaba muy ocupado echando miradas de reojo a Lien, por quien sentía curiosidad y fascinación, hasta que la dragona se volvió y clavó sus ojos en él, lo que hizo que Temerario agachara la cabeza, avergonzado.

Aquella mañana Lien llevaba un extraño tocado, hecho de fina seda drapeada entre barras de oro, que sobresalía por encima de sus ojos como un toldo y les daba sombra. Laurence se preguntó para qué le hacía falta cuando el cielo aún no se había despejado y seguía gris. Pero pasadas las primeras horas de vuelo, aquel tiempo cálido y ceniciento cambió de golpe mientras atravesaban unas gargantas que serpenteaban entre viejas montañas: las laderas que miraban al sur se veían verdes y lujuriantes, y las del norte casi desnudas. Un viento frío sopló en sus rostros cuando salieron de aquellas estribaciones y el sol apareció entre las nubes con un brillo casi doloroso. Ya no volvieron a encontrar campos de arroz: en su lugar había grandes extensiones de trigo maduro, y en una ocasión vieron un gran rebaño de vacas pardas que se movían con lentitud por una pradera, con las cabezas agachadas para pastar.

En una colina que dominaba el rebaño había una cabaña, y junto a ella giraban unos enormes espetones en los que se asaban vacas enteras; el humo aromático se elevaba hacia las alturas.

—Parecen sabrosas —comentó Temerario, casi con añoranza.

No era el único que pensaba así. Mientras se acercaban, uno de los dragones que los escoltaban aceleró de repente y bajó en picado al suelo. Un hombre salió de la cabaña, discutió con el dragón y volvió a entrar. Después surgió con un gran tablón que plantó ante el dragón, quien a su vez usó una garra para grabar en la madera unos cuantos caracteres chinos.

El hombre se llevó la tabla y el dragón cogió una vaca. Era obvio que había hecho una compra. Después levantó el vuelo y se incorporó al grupo, mientras masticaba su vaca con gesto feliz. Por lo visto, no le había parecido necesario dejar que sus pasajeros bajaran a tierra durante todo aquel proceso. A Laurence le pareció ver que Hammond se ponía verde al contemplar cómo el dragón sorbía los intestinos con evidente placer.

—Podríamos comprar uno si aceptan guineas —le ofreció Laurence a Temerario, con ciertas dudas. Había traído oro en vez de papel moneda, pero no tenía ni idea de si el pastor lo aceptaría.

—Oh, la verdad es que no tengo hambre —respondió Temerario, preocupado por otro pensamiento—. Laurence, eso era escritura, ¿verdad? Lo que estaba haciendo en la tabla.

—Eso creo, aunque no me considero ningún experto en escritura china —dijo Laurence—. Es fácil que tú la reconozcas mejor que yo.

—Me pregunto si todos los dragones chinos saben escribir —aventuró Temerario, desanimado ante aquella idea—. Van a tomarme por estúpido si soy el único que no sabe. Tengo que aprender como sea. Siempre había creído que las cartas había que escribirlas con una pluma, pero estoy seguro de que puedo grabar como ese dragón.

Tal vez en deferencia a Lien, a quien parecía molestarle el sol muy brillante, durante las horas más cálidas del día hacían un alto en cualquier pabellón del camino, donde comían y los dragones descansaban, y continuaban volando al anochecer. Las balizas del suelo iluminaban su ruta a intervalos regulares, y en cualquier caso Laurence podía saber qué rumbo seguían observando las estrellas. Ahora habían girado en un ángulo más agudo hacia el noreste y los kilómetros pasaban veloces. Los días seguían siendo calurosos, pero la humedad ya no era tan exagerada, y las noches eran una delicia, frescas y agradables. Sin embargo, eran evidentes las señales del rigor de los inviernos septentrionales: los pabellones tenían paredes en tres lados y se alzaban sobre plataformas de piedra en cuyo interior había estufas que calentaban el suelo.

Pekín se extendía una gran distancia más allá de las murallas de la ciudad, que eran numerosas y grandes, y con sus almenas y sus cubos no se diferenciaban mucho del estilo de los castillos europeos. Anchas calles de piedra gris corrían dibujando líneas rectas hasta las puertas y de éstas al interior; estaban tan atestadas de gente, caballos y carros, todos en movimiento, que desde arriba parecían ríos. También vieron un gran número de dragones, tanto en las calles como en el cielo, que se lanzaban al aire para breves vuelos de un distrito a otro; a veces llevaban colgando de ellos a una multitud de personas: era evidente que se trataba de una forma de viajar. La ciudad estaba dividida con extraordinaria regularidad en sectores cuadrados, salvo por cuatro pequeños lagos curvados que había intramuros. Al este de dichos lagos se hallaba el gran palacio imperial, que no era un simple edificio, sino que constaba de muchos pabellones más reducidos, amurallados y rodeados por un foso de agua oscura. Bajo el sol del crepúsculo, todos los tejados del complejo brillaban como bañados en oro, acurrucados entre los árboles que aún mantenían frescas las hojas de la primavera, entre verdes y amarillas, y que proyectaban largas sombras en las plazas de piedra gris.

Mientras se acercaban, les salió al encuentro en pleno aire un dragón más pequeño. Era negro y con franjas de amarillo canario, llevaba un collar de seda de color verde oscuro y a un jinete cabalgando sobre su lomo, pero habló directamente a los demás dragones. Temerario los siguió hasta una pequeña isla redonda en el lago que estaba más al sur, a menos de un kilómetro de los muros del palacio. Aterrizaron sobre un amplio embarcadero de mármol blanco construido sobre las aguas tan sólo para los dragones, ya que no había barcas a la vista.

El embarcadero terminaba en una enorme puerta, una estructura roja que era más que una pared y, sin embargo, demasiado estrecha para considerarla un edificio, con tres aberturas cuadradas. Las dos más pequeñas superaban varias veces en altura la cabeza de Temerario y eran lo bastante anchas para que pudieran pasar cuatro como él; la del centro era aún más grande. A cada lado montaban guardia sendos dragones Imperiales, enormes y muy parecidos a Temerario, aunque sin la gorguera que distinguía a éste. Uno era negro y el otro azul oscuro, y a su lado había una larga fila de soldados de infantería, equipados con brillantes cascos de acero y uniformes azules y armados con largas lanzas.

Los dos dragones de escolta atravesaron directamente las entradas menores mientras que Lien se dirigía hacia la del centro, pero cuando Temerario iba a seguirla, el dragón de franjas amarillas se interpuso en su camino, le hizo una reverencia y le dijo algo en tono de disculpa a la vez que señalaba con gestos la puerta central. Temerario le respondió con brevedad y después se sentó en cuclillas con aire decidido; tenía la gorguera rígida y aplastada contra el cuello en una muestra evidente de enfado.

—¿Pasa algo malo? —le preguntó Laurence en voz baja. A través del portal alcanzaba a ver una gran multitud de humanos y dragones en el patio que había al otro lado. Era obvio que se iba a celebrar algún tipo de ceremonia.

—Quieren que tú bajes y pases por una de las dos puertas pequeñas, y que yo atraviese la grande —respondió Temerario—, pero no pienso dejarte solo. Además, me parece una tontería tener tres puertas que llevan al mismo sitio.

Laurence, desesperado, habría querido recurrir al consejo de Hammond o al de cualquier otra persona. El dragón de las franjas y su jinete estaban tan desorientados como él por la obstinación de Temerario, y Laurence se descubrió mirando al otro hombre y encontrando en su rostro idéntico gesto de perplejidad. Los dragones y los soldados que formaban bajo el portal seguían tan disciplinados e inmóviles como estatuas, pero conforme pasaron los minutos, la multitud que se había congregado al otro lado se dio cuenta de que algo iba mal. Un hombre vestido con túnica azul de ricos bordados acudió a toda prisa por el corredor lateral y habló con el dragón de las franjas y su jinete; después miró con recelo a Laurence y Temerario y se apresuró a volver al otro lado.

Se desató un murmullo de conversaciones cuyos ecos resonaron bajo el portal. Después se interrumpió de repente, la gente que había al otro lado se movió a ambos lados abriendo un pasillo y una dragona cruzó la puerta central hacia ellos. Su color, un negro lustroso, se parecía mucho al de Temerario, y el azul oscuro de sus ojos y las marcas de sus alas también eran las mismas. Tenía, además, una gran gorguera negra y translúcida que se desplegaba entre los cuernos carmesí. Era otra Celestial. Se detuvo ante ellos y habló con voz grave y retumbante. Laurence sintió que el dragón se ponía rígido y después temblaba, levantando lentamente su propia gorguera. Por fin, le dijo en voz baja e insegura:

—Laurence, ella es Lung Tien Qian, mi madre.

Capítulo 13

Laurence se enteró más tarde por Hammond de que el paso a través de la puerta central estaba reservado para uso exclusivo de la familia imperial, dragones de esa raza y también Celestiales, de ahí su negativa a permitir que el propio Laurence la cruzara. Sin embargo, en aquel momento Qian se limitó a conducir a Temerario sobre la puerta en un corto vuelo que terminó en el patio central, cortando así con limpieza el nudo gordiano.

Resuelto el problema de la etiqueta, los llevaron a todos a un gigantesco banquete que se celebró en el mayor de los pabellones para dragones, donde ya los esperaban dos mesas. La propia Qian se sentó presidiendo la primera, con Temerario a su izquierda y Yongxing y Lien a su derecha. A Laurence le hicieron sentarse a cierta distancia, frente a Hammond, con varios asientos de por medio entre ellos y la cabecera. Al resto de los ingleses los acomodaron en la segunda mesa. Laurence pensó que sería poco diplomático protestar. La separación entre ellos no llegaba siquiera a la longitud de la sala, y en cualquier caso Temerario tenía puesta toda su atención en otra cosa. Estaba hablando con su madre con aire tímido, casi sobrecogido, algo que no era muy propio de él. Qian era más grande y sus escamas translúcidas revelaban una gran edad, así como sus majestuosos modales. No llevaba arnés, pero a cambio tenía la gorguera adornada con enormes topacios amarillos pegados a las espinas, y un collar engañosamente frágil de oro con filigranas, tachonado con más topacios y con grandes perlas.

Ante los dragones pusieron gigantescas bandejas de cobre, cada una con un ciervo asado entero. Los cuernos estaban intactos, y habían clavado en ellos unas naranjas que despedían un aroma nada desagradable para el olfato humano; habían rellenado sus estómagos con una mezcla de nueces y bayas de un color rojo chillón. A los humanos se les sirvió una secuencia de ocho platos, más pequeños aunque no menos elaborados. Después de las deprimentes comidas que habían sufrido a lo largo del viaje, incluso aquel exótico ágape fue bienvenido.

Laurence había asumido que no podría hablar con nadie donde estaba sentado, a no ser que lo hiciera a gritos con Hammond al otro lado de la mesa, ya que, por lo que podía ver, no había ningún traductor presente. A su izquierda se sentaba un mandarín muy anciano que llevaba un sombrero con una joya perlina en lo alto y una pluma de pavo real colgada de su impresionante coleta; ésta seguía siendo negra en su mayor parte pese a la cantidad de arrugas que le surcaban el rostro. Estaba concentrado en comer y beber, y en ningún momento intentó dirigirse a Laurence. Cuando el vecino del otro lado se inclinó para gritarle en la oreja, Laurence se dio cuenta de que el hombre estaba sordo como una tapia, amén de no saber hablar inglés.

Pero poco después de sentarse, se quedó sorprendido cuando por el otro lado le hablaron en su propio idioma con un fuerte acento francés.

—Confío en que haya tenido un viaje cómodo —le dijo el hombre, con voz alegre y sonriente. Era el embajador francés. En vez de vestir un traje europeo llevaba una larga túnica al estilo chino; eso y su cabello oscuro explicaban que de entrada Laurence no le hubiera diferenciado del resto del séquito—. Espero que no le importe que me presente, a pesar del desafortunado estado de cosas que reina entre nuestros dos países —prosiguió De Guignes—. Verá, puedo afirmar que nos conocemos, aunque sea de una manera informal. Mi sobrino me ha contado que le debe la vida a su magnanimidad.

—Le ruego que me perdone, señor, pero ignoro por completo a qué se refiere —dijo Laurence, desconcertado—. ¿Su sobrino?

—Jean-Claude de Guignes es teniente en nuestra
Armée de l’Air
—le explicó el embajador, sin dejar de sonreír—. Se topó con él el pasado noviembre, sobre el Canal, cuando intentó abordarle.

—¡Santo cielo! —exclamó Laurence, acordándose vagamente del joven teniente que había luchado con tanto ardor en la acción contra el convoy. Estrechó de buen grado la mano de De Guignes—. Le recuerdo. Un valor realmente extraordinario. Me alegra mucho saber que se ha recuperado. Bueno, espero que sea así…

—Oh, sí. Me contaba en su carta que esperaba salir del hospital en cualquier momento. Para ir a prisión, desde luego, pero es mejor que ir a la tumba —dijo De Guignes, encogiéndose de hombros en un gesto prosaico—. Me escribió sobre su interesante viaje, sabiendo que me habían destinado al mismo lugar adonde se dirigían ustedes. He estado esperando su llegada con gran placer desde que recibí su carta, y también con la esperanza de expresarle mi admiración por la generosidad que demostró.

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