Temerario II - El Trono de Jade

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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El capitán Will Laurence selló su destino al capturar de una fragata francesa el huevo de dragón imperial del que nacería Temerario. Juntos demostraron su valor combatiendo contra las fuerzas invasoras de Napoleón Bonaparte. Ahora China ha descubierto que el dragón está en manos británicas, y ha enviado a unos emisarios para recuperar al fantástico animal. Cuando Laurence se niegue a entregarlo, su desafío sólo tendrá dos salidas: la horca, o un arriesgado viaje junto a Temerario hasta el Lejano Oriente… Comienza entonces una largo viaje sembrado de trampas, peligros e intrigas que sólo reforzarán la magnífica amistad que hay entre Will y Temerario.

Naomi Novik

Temerario II

El Trono de Jade

ePUB v1.0

crispin93
08.02.2012

Título: Temerario II. El Trono de Jade

Autor: Naomi Novik

Tema: Histórica / Fantasía / Épica

Editorial: Alfaguara

ISBN:978-84-204-9485-2

Páginas: 480

Edición original: 2007

En recuerdo de Chawa Nowik,

con la esperanza de que algún día

estaré preparada para escribir su libro.

Primera Parte
Capítulo 1

Hacía mucho calor para ser noviembre, pero en una desacertada muestra de deferencia para con la embajada china, el fuego de la sala de juntas del Almirantazgo estaba demasiado fuerte, y Laurence se encontraba justo frente a él. Se había vestido con especial esmero, escogiendo su mejor uniforme, y durante toda aquella prolongada e insoportable entrevista notó cómo se iba empapando de sudor el forro de paño de su casaca verde botella.

Sobre la puerta, por detrás de Lord Barham, la flecha del indicador oficial mostraba la dirección del viento sobre el Canal: hoy soplaba nornoreste, directo hacia Francia. Probablemente en aquel mismo momento algunas naves de la flota del Canal estaban acercándose a echar un vistazo a los puertos de Napoleón. Con los hombros cuadrados en posición de firmes, Laurence fijó los ojos en el ancho disco de metal y trató de distraerse con tales conjeturas; no sentía suficiente confianza en sí mismo para afrontar la mirada fría y hostil que tenía clavada sobre él.

Barham dejó de hablar y volvió a toserse en el puño. El elaborado discurso que se había preparado no pegaba nada en una boca más acostumbrada al rudo lenguaje del mar, y se interrumpía con torpeza al final de cada frase para dirigir una mirada nerviosa y casi servil al chino. Su actuación no estaba siendo memorable, pero en circunstancias normales Laurence habría experimentado cierto grado de simpatía por la posición de Barham: todos esperaban alguna especie de mensaje formal, quizás incluso un embajador, pero a nadie se le habría ocurrido imaginar que el emperador de China enviara a su propio hermanastro a la otra punta del mundo.

Una sola palabra del príncipe Yongxing podía bastar para declarar la guerra entre ambas naciones. Además, había algo intrínsecamente temible en su presencia: el silencio impenetrable con que recibía cada comentario de Barham; el apabullante esplendor de su atavío amarillo oscuro, bordado con un denso entramado de dragones; el lento e inexorable tabaleo de su uña larga y enjoyada sobre el brazo del sillón. Ni siquiera observaba a Barham: con gesto adusto y labios apretados, no dejaba de mirar a Laurence, que estaba al otro lado de la mesa.

El séquito del príncipe era tan numeroso que abarrotaba la sala de juntas. Había una docena de guardias sofocados y aturdidos dentro de sus armaduras acolchadas; y otros tantos sirvientes, la mayoría ociosos, sin nada que hacer, tan sólo asistentes diversos que se alineaban contra la pared más alejada de la estancia y trataban de remover el aire con sus anchos abanicos. Detrás del príncipe había un hombre, obviamente un intérprete, que hablaba en murmullos cada vez que Yongxing levantaba la mano, por lo general después de que Barham terminara de articular alguna frase especialmente enrevesada.

A ambos lados de Yongxing se sentaban otros dos embajadores. A Laurence se los habían presentado de forma muy sucinta, y ninguno de ellos había pronunciado una sílaba, aunque el más joven, un tal Sun Kai, observaba impasible todo el acto y seguía las palabras del traductor con callada atención. El mayor, un hombre grande y tripudo con mechones grises en la barba, se había dejado derrotar por el calor: tenía la cabeza hundida sobre el pecho y la boca entreabierta para tomar aire, y de vez en cuando movía el abanico que sujetaba en la mano para refrescarse la cara. Ambos vestían trajes de seda azul, casi tan elaborados como los del propio príncipe, y los tres juntos ofrecían un espectáculo impresionante: jamás se había visto en Occidente una embajada como aquélla.

Incluso a un diplomático con más tablas que Barham se le habría podido perdonar cierto grado de servilismo, pero Laurence no se encontraba de humor para ser indulgente. En realidad, estaba casi más furioso consigo mismo por haberse esperado algo mejor: había venido con la intención de defender su caso, y en el fondo de su corazón había albergado la esperanza de un indulto. En vez de eso, le habían abroncado en términos que él mismo no se habría atrevido a utilizar con un simple teniente, y todo ello delante de un príncipe extranjero y de su séquito, que se habían reunido como un tribunal para juzgar sus crímenes. Aun así, Laurence refrenó su lengua mientras pudo aguantarlo; pero, al final, a Barham no se le ocurrió otra cosa que decir con aire de condescendencia:

—Como es natural, capitán, tenemos la intención de ofrecerle otro huevo de dragón.

Aquello fue el colmo para Laurence.

—No, señor —interrumpió a Barham—. Lo siento, pero no. No lo haré. Y en cuanto a otro puesto, debo pedir que se me excuse del servicio.

El almirante Powys de la Fuerza Aérea, que se sentaba junto a Barham, había permanecido en silencio durante toda la reunión. Ahora se limitó a menear la cabeza, sin dar muestras de sorpresa, y a cruzar las manos sobre su abultada tripa. Barham le dirigió una furiosa mirada de reojo y después dijo a Laurence:

—Quizá no he hablado claro, capitán. Esto no es una petición. Se le han dado unas órdenes, y usted las cumplirá.

—Antes tendrán que colgarme —replicó Laurence en tono rotundo, sin importarle hablar en tales términos al primer lord del Almirantazgo. De haber seguido siendo oficial de la Armada, aquello habría supuesto el fin de su carrera, y como aviador no podía acarrearle nada bueno, pero, en cualquier caso, si pretendían enviar a Temerario de vuelta a China, ya no tenía futuro en la Fuerza Aérea: jamás aceptaría servir con otro dragón. Para Laurence, ningún otro podía compararse con Temerario. Se negaba a someterse otra vez al ritual de la rotura de un huevo de dragón para convertirse en un oficial de segunda, cuando en la Fuerza Aérea había filas y filas de voluntarios a la espera de esa oportunidad.

Yongxing no dijo nada, pero apretó aún más los labios. Sus asistentes se movieron e intercambiaron murmullos en su propio idioma. Laurence pensó que el atisbo de desdén que se percibía en sus voces, dirigido más a Barham que a él mismo, no era cosa de su imaginación. Era obvio que el primer lord compartía esta impresión, y el esfuerzo necesario para conservar una apariencia de calma estaba haciendo que le brotaran arreboles en la cara.

—Por Dios, Laurence, está muy equivocado si cree que puede amotinarse aquí, en pleno Whitehall. Creo que tal vez se está olvidando de que su primer deber es para con su país y su rey, no para con ese dragón suyo.

—No, señor. Es usted quien se olvida. Fue por deber por lo que le puse el arnés a Temerario, sacrificando así mi carrera naval cuando aún ignoraba que pertenecía a una raza tan fuera de lo común, y mucho menos que era un Celestial —respondió Laurence—. Y también por deber le sometí a un duro adiestramiento y a un servicio muy peligroso. Por deber le he llevado a la batalla y le he pedido que arriesgue su vida y su felicidad. No pienso corresponder a tanta lealtad con mentiras y engaños.

—¡Menos alharacas! —le atajó Barham—. Cualquiera creería que le estamos pidiendo que renuncie a su hijo primogénito. Siento mucho si ha mimado demasiado a esa mascota y ahora no soporta perderla.

—Temerario no es mi mascota ni mi propiedad, señor —le espetó Laurence—. Ha servido a Inglaterra tan bien como yo o como usted mismo. Ahora, como no quiere volver a China, me piden ustedes que le mienta. No consigo imaginar la forma de decirles que sí y a la vez conservar mi honor. De hecho —añadió, incapaz de contenerse—, me asombra cómo han podido siquiera hacerme semejante propuesta. Sí, de veras que me asombra.

—¡Oh, váyase al infierno, Laurence! —estalló Barham mientras perdía el último barniz de formalidad. Había servido muchos años como oficial en alta mar antes de incorporarse al gobierno, y cuando perdía la paciencia era de todo menos político—. Él es un dragón chino, así que lo más lógico es que prefiera estar en China. En cualquier caso, les pertenece a ellos, y punto final. La acusación de robo es muy desagradable, y el gobierno de Su Majestad no está dispuesto a dar motivo para ella.

—Creo saber cómo debo tomarme ese comentario —de no estar ya bastante acalorado, Laurence se habría puesto rojo—. Y rechazo rotundamente la acusación, señor. Estos caballeros no niegan que le habían entregado el huevo a Francia. Nosotros lo tomamos de un buque de guerra francés. Como usted bien sabe, en los tribunales del Almirantazgo se sentenció que tanto la nave como el huevo eran legítimo botín de guerra. No hay ninguna interpretación posible a la que agarrarse para decir que Temerario les pertenece. Si tanto les inquietaba la posibilidad de perder el control de un Celestial, no deberían haberlo entregado cuando aún estaba dentro del cascarón.

Yongxing soltó un resoplido e interrumpió su duelo verbal.

—Eso es cierto —dijo. Su inglés tenía un fuerte acento y sonaba lento y formal, pero lo pronunciaba con una cadencia muy medida que añadía más solemnidad a sus palabras—. Desde el principio fue una insensatez dejar que el huevo segundogénito de Lung Tien Qian cruzara el mar. Eso nadie lo discute.

Aquella intervención los acalló a ambos y nadie habló durante unos instantes, salvo el intérprete que en voz queda tradujo las palabras de Yongxing para el resto de la comitiva china. Después, Sun Kai dijo en su idioma algo inesperado que hizo que Yongxing le mirara con gesto severo. Sun agachó la cabeza, respetuoso, y no levantó la mirada; pero para Laurence fue el primer indicio de que quizás aquella embajada no hablara con una sola voz. Yongxing respondió a Sun Kai en un tono que no admitía más comentarios, y el joven no se arriesgó a replicarle. Satisfecho de haber sometido a su subordinado, Yongxing se volvió hacia los demás y añadió:

—Aun así, y pese al malhadado azar que le llevó a sus manos, Lung Tien Xiang estaba destinado a llegar al emperador de Francia, y no a convertirse en la bestia de carga de un soldado raso.

Laurence se envaró. Lo de «soldado raso» le había escocido, y por primera vez se atrevió a mirar directamente al príncipe, respondiendo a aquella mirada fría y desdeñosa con otra no menos firme.

—Estamos en guerra con Francia, señor. Si ustedes han elegido aliarse con nuestros enemigos y enviarles ayuda material, no pueden quejarse cuando nos apoderamos de dicha ayuda en justo combate.

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