—¡Tonterías! —le cortó Barham en voz alta—. China no es aliada de Francia, en absoluto. Desde luego, nosotros no consideramos a China como aliada de los franceses. Usted no ha venido aquí para dirigirse a Su Alteza Imperial, Laurence. ¡Compórtese! —añadió con violencia.
Pero Yongxing hizo caso omiso del intento de interrupción de Barham.
—¿Ahora convierte la piratería en argumento de su defensa? —preguntó, displicente—. A nosotros no nos importan las costumbres de las naciones bárbaras. Al Trono Celestial le es indiferente que mercaderes y ladrones se pongan de acuerdo para robarse unos a otros, excepto cuando deciden insultar al emperador de la forma en que ustedes lo han hecho.
—¡No, Alteza, eso no es así, en absoluto! —se apresuró a decir Barham, mientras dirigía una mirada venenosa a Laurence—. Su Majestad y su gobierno sienten la más profunda estima por el emperador. Le aseguro que jamás le insultarían de forma consciente. Si hubiéramos tenido la menor idea sobre la extraordinaria naturaleza de ese huevo por el que ustedes protestan, esta situación jamás se habría suscitado…
—Ahora, sin embargo, son perfectamente conscientes de ello —prosiguió Yongxing—, y aun así persisten en el insulto. Lung Tien Xiang sigue enjaezado con un arnés, le tratan apenas mejor que a un caballo, le destinan a acarrear cargas y le exponen a todas las brutalidades de la guerra. Y todo ello teniendo como compañero a un vulgar capitán. ¡Mejor habría sido que su huevo se hundiera en el fondo del océano!
Aunque estas palabras le horrorizaron, Laurence se alegró al menos al comprobar que Barham y Powys se quedaban tan mudos y estupefactos como él ante tamaña crueldad. En el propio séquito de Yongxing, incluso el intérprete dio un respingo y, por una vez, no tradujo al chino las palabras del príncipe.
—Señor, le aseguro que al dragón no se le ha vuelto a poner el arnés desde que tuvimos noticia de sus protestas —contestó Barham, recobrándose—. Nos hemos tomado todas las molestias posibles para asegurarnos de que Temerario… quiero decir, Lung Tien Xiang, se encuentra cómodo, y para desagraviarle por cualquier tratamiento inadecuado que haya podido recibir. Ya no sigue asignado al capitán Laurence, puedo corroborárselo: ni siquiera han hablado en estas dos últimas semanas.
Era cruel recordarle aquello. Laurence perdió el poco control que le quedaba.
—¡Si alguno de ustedes se preocupara realmente por su comodidad, habrían tenido en cuenta sus sentimientos, y no sus propios deseos! —dijo levantando la voz, que había sido adiestrada para rugir órdenes en plena tempestad—. Se quejan de que Temerario lleve arnés, y a la vez me piden que le engañe para que se deje encadenar y se lo puedan llevar de aquí en contra de su voluntad. No pienso hacerlo. ¡Jamás lo haré, y pueden irse todos al infierno!
A juzgar por su expresión, a Barham le habría encantado cargar de cadenas al propio Laurence: los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía las manos apoyadas en la mesa como si estuviera a punto de saltar sobre él. Por primera vez, el almirante Powys habló, y al hacerlo evitó que Barham actuara.
—Basta, Laurence. Refrene su lengua. Barham, ya no sirve de nada retenerle aquí. Salga, Laurence. Por el momento, eso es todo.
Llevado por el viejo hábito de la disciplina, Laurence salió de la estancia. La intervención de Powys probablemente le había salvado de un arresto por insubordinación, pero Laurence se fue sin ninguna sensación de gratitud: mil palabras se agolpaban en su garganta, y cuando la puerta se cerró tras él con un pesado vaivén, aún se volvió hacia ella. Los marinos apostados a ambos lados le estaban mirando con descarada curiosidad, como si se tratara de un bicho raro exhibido para entretenerles. Bajo sus miradas directas e inquisidoras, Laurence consiguió dominar un poco su temperamento y se alejó de allí antes de traicionarse aún más.
La gruesa madera de las puertas se tragó las palabras de Barham, pero el runrún inarticulado de su voz, aún exaltada, persiguió a Laurence por el corredor. Se sentía ebrio de ira, respiraba en alientos entrecortados y abruptos y tenía la visión nublada; no por las lágrimas, no podían ser lágrimas, a no ser que fuesen de ira. La antesala del Almirantazgo estaba plagada de oficiales de la Armada, empleados, funcionarios políticos e incluso un aviador vestido con una casaca verde y cargado de despachos que caminaba a toda prisa. Laurence llegó hasta las puertas abriéndose paso con los hombros, ya que había tenido la precaución de enterrar las manos en los bolsillos de la chaqueta para que nadie pudiera ver cómo le temblaban.
Se sumergió de golpe en el estrepitoso barullo de Londres al atardecer. Whitehall estaba abarrotado de trabajadores que volvían a casa para cenar, y los conductores de las calesas y las sillas de mano gritaban «¡Hagan paso!» para abrirse hueco entre la muchedumbre. Los sentimientos de Laurence eran tan caóticos como lo que le rodeaba, y recorrió la calle guiado tan sólo por el instinto. Tuvieron que llamarle tres veces hasta que reconoció su propio nombre.
Se dio la vuelta de mala gana; no tenía el menor deseo de verse obligado a devolver gestos ni cumplidos con antiguos colegas de la Armada. Pero, con cierto alivio, comprobó que no se trataba de algún conocido que no sabía nada del asunto, sino de la capitana Roland. Al verla allí se sintió sorprendido; muy sorprendido, de hecho, pues su dragón Excidium era jefe de escuadrilla en la base de Dover. No era fácil para ella quedar franca de servicio, y en cualquier caso no podía acudir abiertamente al Almirantazgo, pues se trataba de una mujer: la existencia de las mujeres oficiales se debía a que los Largarios insistían en que sus capitanas debían ser hembras humanas. Aquel secreto apenas era conocido fuera de las filas de los aviadores, y se guardaba celosamente para evitar la desaprobación pública. Al principio, al propio Laurence le había resultado difícil aceptar la idea, pero se había acostumbrado tanto que se le hacía muy raro ver a Roland sin uniforme: la capitana se había puesto una falda y una gruesa capa a guisa de camuflaje, pero no le quedaban nada bien.
—Llevo cinco minutos perdiendo el resuello detrás de ti —dijo Roland, tomándole del brazo en cuanto llegó a su lado—. Estaba dando una vuelta por ese edificio que más parece una cueva gigante mientras esperaba a que salieras, y entonces has pasado a mi lado tan deprisa que a duras penas he conseguido alcanzarte. Estas ropas son un puñetero incordio, así que espero que tengas en cuenta las molestias que me estoy tomando por ti, Laurence. Bueno, no importa —añadió en tono más dulce—. Puedo ver por tu cara que la cosa no ha ido bien. Vamos a cenar algo, y así me lo cuentas todo.
—Gracias, Jane. Me alegro de verte —dijo Laurence, y se dejó llevar hacia la posada donde se alojaba ella, aunque estaba convencido de que no iba a tragar bocado—. ¿Cómo es que estás aquí, por cierto? ¿No le habrá pasado algo malo a Excidium?…
—Como no sea una indigestión, no creo que le pase nada —respondió ella—. No, lo que ocurre es que Lily y la capitana Harcourt están dando un resultado magnífico, así que Lenton les ha asignado una patrulla doble y me ha concedido unos días libres. Excidium se lo ha tomado como excusa para zamparse tres vacas gordas de una sentada, el muy tragón. Apenas abrió un párpado cuando le propuse que se quedara con Sanders, mi nuevo teniente primero, mientras yo venía a Londres a hacerte compañía. Así que me he agenciado un traje de calle y he venido con el correo. ¡Demonios! Espera un momento, si no te importa —Roland se detuvo y empezó a dar patadas para desenredarse las faldas: eran demasiado largas y se las había pisado con los tacones.
Laurence la sostuvo por el codo para que no se cayera, y después siguieron paseando por las calles de Londres a un ritmo más reposado. Los andares masculinos de la capitana y las cicatrices de su cara le atrajeron bastantes miradas groseras, que Laurence devolvía cuando veía que algún transeúnte clavaba demasiado tiempo los ojos en Roland, aunque ella no les prestaba atención. No obstante, al reparar en la conducta de Laurence, la capitana le dijo:
—Estás de muy malas pulgas. No asustes a esas pobres chicas de ahí. ¿Qué te han dicho esos tipos del Almirantazgo?
—Supongo que ya te habrás enterado de que ha llegado una embajada de China. Pretenden llevarse a Temerario, y el gobierno no se ha molestado en ponerles ninguna pega. Pero evidentemente él no quiere, y les ha dicho que se vayan todos al diablo, aunque ya llevan varias semanas insistiéndole en que se vaya —dijo Laurence. Mientras hablaba notó un intenso dolor, como si algo le oprimiera justo debajo del esternón. Podía imaginarse con bastante nitidez la imagen de Temerario en la vieja base de Londres, que estaba casi en ruinas porque llevaban cien años prácticamente sin usarla: solo, sin la compañía de Laurence ni de su tripulación, sin nadie que le leyera libros. De su propia especie no habría más que unas cuantas bestias pequeñas, correos de paso que iban y venían en misiones de mensajería.
—Claro que no se irá —dijo Roland—. Es inconcebible que hayan llegado a creer que podrían convencerlo para que te abandonara. Deberían tener más idea de esas cosas. Siempre he oído que los chinos presumen de ser el no va más en la cría de dragones.
—Su príncipe no disimula nada que me tiene en muy baja estima, así que probablemente esperaba que Temerario compartiría la misma opinión y estaría encantado de volver a China —dijo Laurence—. En cualquier caso, se han cansado de intentar convencerlo. Por eso el miserable de Barham me ha ordenado que engañe a Temerario y le diga que nos han asignado a Gibraltar: todo para montarle en una nave de transporte, llevarle a alta mar y dejar que se entere de lo que traman cuando ya esté demasiado lejos para volar de vuelta a tierra.
—¡Qué canallada! —Roland le apretó el brazo hasta casi hacerle daño—. ¿Es que Powys no tiene nada que decir? No puedo creer que les haya permitido sugerirte algo así. Ya sé que los oficiales de la Marina no entienden esas cosas, pero Powys debería haberles explicado la situación.
—Tengo la impresión de que no puede hacer nada. No es más que un oficial de carrera, mientras que a Barham le ha nombrado el Ministerio —repuso Laurence—. Al menos, Powys me ha salvado de poner mi propio cuello en la horca: estaba tan furioso que he perdido el control, pero él me ha mandado fuera de la sala.
Habían llegado al Strand
[1]
. El aumento del tráfico hacía difícil la conversación, y tenían que prestar atención para evitar que les salpicara la nieve sucia y gris que se acumulaba en las cunetas y que saltaba al pavimento arrojada por las ruedas de las calesas y de los pesados carretones. Conforme amainaba su ira, Laurence se sentía cada vez más deprimido.
Desde el principio se había consolado a diario con la esperanza de que aquella separación terminaría pronto: o bien los chinos se darían cuenta de que Temerario no quería irse, o el Almirantazgo renunciaría a sus intentos de aplacarlos. Aun así le había parecido una sentencia muy cruel. Durante los meses transcurridos desde que Temerario salió del huevo, no habían estado separados ni un día entero, y ahora Laurence no sabía qué hacer con su tiempo ni cómo rellenar las horas. Pero incluso aquellas dos largas semanas no eran nada comparadas con la espantosa certeza de que acababa de perder todas sus opciones. Los chinos no pensaban ceder y el Ministerio acabaría encontrando alguna forma de enviar a Temerario a Oriente: era evidente que no tenían el menor reparo en contarle una sarta de mentiras si con ello conseguían sus propósitos. Lo más probable era que Barham no le permitiera ver más a Temerario, ni siquiera para darle un último adiós.
Laurence no se había atrevido a imaginar cómo sería su propia vida sin Temerario. Le resultaba imposible pensar en otro dragón, desde luego, y ya no le permitirían volver a la Armada. Seguramente podía enrolarse en una nave de la flota mercante o en un buque corsario, pero no se veía con ánimos para intentar algo semejante, y además gracias a los botines de guerra había ahorrado dinero suficiente para vivir. Incluso podía casarse e instalarse como un noble terrateniente; pero esa perspectiva, que en tiempos había imaginado tan idílica, ahora se le antojaba gris y monótona.
Peor aún, no podía esperar simpatías entre los demás: todos sus viejos conocidos considerarían que aquélla era una vía de escape que le ofrecía la Fortuna, su familia se alegraría, y el resto del mundo ni siquiera pensaría en su pérdida. Desde cualquier punto de vista, era un poco ridículo que se sintiera tan a la deriva: se había convertido en aviador en contra de su voluntad, empujado tan sólo por su poderoso sentido del deber, y había pasado menos de un año desde aquel cambio de situación. Sin embargo, ya era prácticamente incapaz de tomar en consideración otras posibilidades. Las únicas personas capaces de entender sus sentimientos eran otros aviadores, y sobre todo otros capitanes, pero, sin Temerario, Laurence estaría tan apartado de su compañía como los propios aviadores lo estaban del resto del mundo.
El salón del Ancla y Corona no era tranquilo, aunque según las costumbres de la ciudad aún era pronto para cenar. No se trataba de un local de moda, ni siquiera distinguido, y su clientela consistía sobre todo en gente del campo acostumbrada a horas más razonables para comer y beber. No era la clase de lugar al que acudiría una mujer respetable, ni siquiera la clase de lugar que el propio Laurence habría frecuentado en otros tiempos, al menos por propia elección. Roland atrajo algunas miradas insolentes y otras de mera curiosidad, pero nadie se atrevió a tomarse más libertades con ella, pues la acompañaba Laurence, cuya figura, con sus anchos hombros y la espada de gala colgada al cinto, imponía respeto.
Roland subió a Laurence a sus habitaciones, le hizo sentarse en un sillón feísimo y le dio una copa de vino. Laurence dio un largo trago, ocultándose tras el cuenco de la copa para rehuir su mirada de compasión, ya que temía perder la compostura apropiada para un hombre.
—Yo creo que el hambre te ha debilitado —dijo ella—. Ésa es la mitad del problema.
Roland hizo sonar la campanilla para llamar a la doncella. Poco después dos criados subieron las escaleras con una cena bien surtida compuesta de platos sencillos: ave asada con verduras y trozos de carne de buey, salsa de carne, pastelillos de queso con mermelada, pastel de pezuña de ternera, un plato de lombarda estofada y una pequeña tarta de bizcocho de postre. Roland hizo que los camareros pusieran toda la comida junta en la mesa para que luego no tuvieran que andar entrando y saliendo para retirar platos, y después los despachó.