—Basta ya. Ayudadme a levantarme —dijo Laurence con voz cortante. Era casi imposible que Lenton acudiera con rapidez cuando se acababa de librar la batalla, y Laurence no quería seguir tumbado mientras las cosas empeoraban aún más. Hizo que Digby y Allen le ayudaran a levantarse y salió cojeando de su escondite, mientras los dos alféreces sujetaban su peso con dificultad.
Barham estaba allí con una docena de marinos. Éstos no eran los jóvenes inexpertos que le habían escoltado en Londres, sino soldados duros y veteranos que habían traído consigo un cañón de pólvora. Era pequeño y corto, pero a esta distancia no necesitaban nada mejor. Barham tenía el rostro púrpura y estaba discutiendo con Granby al lado del claro. Sus ojos se convirtieron en dos ranuras cuando vio a Laurence.
—¡Aquí le tenemos! ¿Creía que podía esconderse como un cobarde? Haga que ese animal se aparte ahora mismo. Sargento, acérquese y arréstele.
—No vais a acercaros a Laurence de ninguna manera.
Antes de que Laurence pudiera responder nada, Temerario amenazó a los soldados y levantó las mortíferas garras de su pata delantera, dispuesto a golpear. La sangre que chorreaba por sus hombros y su cuello lo hacían parecer aún más salvaje, y la gran gorguera que rodeaba su cabeza estaba enhiesta.
Los hombres retrocedieron un poco, pero el sargento dijo impertérrito:
—Apunte con el cañón, cabo —y después hizo un gesto a los demás para que prepararan los mosquetes.
Alarmado, Laurence gritó con voz ronca:
—¡Detente, Temerario! ¡Por el amor de Dios, contrólate!
Pero era inútil. Temerario tenía los ojos rojos de ira y ni siquiera le escuchó. Aunque los mosquetes no le infligieran heridas serias, el cañón de pimienta seguramente le dejaría ciego y le enfurecería aún más; podía caer fácilmente en un frenesí incontrolado, terrible tanto para él mismo como para los demás.
Los árboles del lado oeste se estremecieron de pronto, y la enorme cabeza y los hombros de Maximus aparecieron entre la espesura. Estiró la cabeza hacia atrás en un tremendo bostezo, revelando varias hileras de dientes aserrados, y se sacudió todo entero.
—¿Es que no ha terminado la batalla? ¿Qué es todo ese ruido?
—¡Eh, tú! —le gritó Barham al gran Cobre Regio, mientras señalaba a Temerario—. ¡Detén a ese dragón!
Como todos los Cobres Regios, Maximus veía muy mal de cerca. Para ver dentro del claro necesitaba distancia, lo que le obligaba a erguirse sobre los cuartos traseros. Ya doblaba en peso a Temerario y le superaba siete metros en longitud; sus alas, medio desplegadas para mantener el equilibrio, arrojaban una larga sombra ante él, y con el sol a su espalda brillaban rojas, con las venas destacándose bajo la piel traslúcida.
Cerniéndose sobre todos, alejó la cabeza estirando el cuello y se asomó al claro.
—¿Por qué hay que detenerte? —preguntó a Temerario con curiosidad.
—¡No hace ninguna falta que me detengan! —respondió Temerario. Casi escupía de ira y la cresta le temblaba. Ahora los hombros le estaban sangrando más—. Esos hombres quieren quitarme a Laurence, encerrarle en prisión y ejecutarle. ¡No voy a permitir que lo hagan, jamás, y no me importa que Laurence me diga que no los aplaste! —añadió con fiereza dirigiéndose a Lord Barham.
—Santo Dios —musitó Laurence, horrorizado. No se le había ocurrido cuál era la auténtica naturaleza del miedo de Temerario. Pero la única vez que Temerario había presenciado cómo arrestaban a un hombre, había resultado ser un traidor y le habían ejecutado poco después ante la mirada de su propio dragón. La experiencia había hecho sufrir por simpatía a Temerario y a todos los animales jóvenes de la base, que habían pasado varios días deprimidos. No era extraño que ahora sintiera pánico.
Granby se aprovechó de la distracción que Maximus había provocado involuntariamente e hizo un gesto rápido y enérgico a los demás oficiales de la tripulación de Temerario. Ferris y Evans saltaron junto a él, Riggs y sus fusileros los siguieron, y unos instantes después todos ellos formaban una línea defensiva delante de Temerario, empuñando sus pistolas y sus fusiles. Era una bravata, pues habían gastado la munición en la batalla, pero eso no la hacía menos importante. Laurence cerró los ojos, consternado. Aquella desobediencia directa había hecho que Granby y todos sus hombres se metieran en el mismo lío que él; de hecho, cada vez había más razones para considerar aquello un motín.
Sin embargo, los mosquetes que los apuntaban no titubearon. Los infantes de marina siguieron con su tarea de cargar el cañón, aplastando una de las grandes bolas de pimienta con un taco.
—¡Preparados! —ordenó el cabo.
Laurence no sabía qué hacer. Si ordenaba a Temerario que derribara el cañón, estarían atacando a unos camaradas, soldados que sólo estaban cumpliendo con su deber. Era algo imperdonable incluso para él, y únicamente un poco menos inconcebible que quedarse mirando cómo herían a Temerario o a sus propios hombres.
—¿Qué demonios están haciendo todos ustedes aquí?
Keynes, el cirujano de dragones asignado al cuidado de Temerario, acababa de volver al claro, seguido por dos ayudantes que se tambaleaban cargados de vendajes limpios y blancos y fino hilo de seda para coser. Keynes se abrió camino entre los perplejos infantes de marina. El cabello blanquecino y la casaca salpicada de sangre le conferían una autoridad que nadie se atrevió a desafiar, y el cirujano arrancó la mecha de las manos del hombre que estaba junto al cañón de pimienta. La tiró al suelo y la aplastó con el pie, y después miró a su alrededor, sin perdonar ni a Barham y sus marineros ni a Granby y sus hombres, furioso con todos de forma imparcial.
—Acaba de llegar del campo de batalla. ¿Es que se han vuelto todos locos? Después de un combate no se puede provocar a los dragones de esta forma. En medio minuto tendremos al resto de la base aquí, y no sólo a ese enorme entrometido de ahí —añadió, señalando a Maximus.
De hecho, ya había varios dragones más alzando sus cabezas sobre los árboles, estirando el cuello para ver qué estaba pasando y armando un gran estrépito al tronchar las ramas. El suelo tembló bajo sus pies cuando Maximus, avergonzado, se dejó caer en un intento de disimular un poco su curiosidad. Barham miró con inquietud a los muchos espectadores inquisitivos que le rodeaban. Los dragones solían comer justo después de la batalla: muchos de ellos tenían sangre chorreando por las mandíbulas, y se oía perfectamente el crujido de los huesos al romperse mientras los masticaban.
Keynes no le dio tiempo a recuperarse.
—¡Fuera, fuera de aquí todos ustedes! No puedo trabajar en medio de este circo. Y en cuanto a usted —regañó a Laurence—, túmbese ahora mismo. He dado órdenes para que le llevaran directamente con los médicos. Sólo Dios sabe qué daño debe estar haciéndole a esa pierna dando saltitos sobre ella. ¿Dónde está Baylesworth con la camilla?
Barham, vacilante, se sorprendió al oír aquello.
—¡Laurence está bajo arresto, y pienso poner entre rejas también a todos esos perros amotinados! —empezó, pero sólo consiguió que Keynes se volviera contra él.
—Puede arrestarle por la mañana, cuando le hayan examinado esa pierna, y también a su dragón. ¡En mi vida he visto nada más detestable ni menos cristiano que atacar de esta forma a hombres y animales heridos…!
Keynes estaba agitando literalmente el puño frente al rostro de Barham. Una perspectiva alarmante, gracias a las pinzas quirúrgicas en forma de gancho de más de un palmo que sostenía entre los dedos, y además la fuerza moral de su argumento era muy grande. Involuntariamente, Barham retrocedió. De muy buen grado, los infantes de marina se tomaron aquello como una señal y empezaron a retirarse del claro llevándose el cañón. Barham, frustrado y abandonado por sus hombres, no tuvo más remedio que ceder.
El momento de descanso conseguido de esta forma duró muy poco. Los médicos se rascaron las cabezas al ver la pierna de Laurence. No tenía el hueso roto, pese al insoportable dolor que sintió cuando se la palparon sin ninguna delicadeza, y no había heridas visibles, salvo unas grandes magulladuras moteadas que cubrían casi toda su piel. La cabeza también le dolía una barbaridad, pero había poco que pudieran hacer salvo ofrecerle láudano, que él rechazó, y ordenarle que no apoyara el peso en la pierna. Un consejo tan práctico como innecesario, pues no podía aguantarlo ni un instante sin desplomarse.
Mientras, cosieron las heridas del propio Temerario, que, por suerte, eran leves, y a base de mucha persuasión Laurence consiguió convencerlo de que comiera un poco a pesar de los nervios. A la mañana siguiente era obvio que el dragón se estaba curando bien, sin fiebre por infección, y no había excusa ya para más demora. El almirante Lenton había convocado formalmente a Laurence, ordenándole que se presentara a informar en el cuartel general de la base. Tuvieron que llevarle en una silla de ruedas, y tras él quedó un nervioso e inquieto Temerario.
—Si no vuelves mañana por la mañana, iré a buscarte —prometió, y no hubo forma de disuadirlo.
Honradamente, poco podía hacer Laurence para tranquilizarlo. A menos que Lenton hubiera conseguido un milagro de persuasión, tenía todas las probabilidades de ser arrestado, y después de sus múltiples faltas el consejo de guerra bien podía condenarle a muerte. Lo habitual era que no ahorcaran a un aviador por ningún delito más leve que la traición. Pero seguramente Barham le llevaría ante un tribunal de oficiales de la Armada, que serían mucho más severos y no tendrían en cuenta para sus deliberaciones que había que conservar al dragón para el servicio: Inglaterra ya había perdido a Temerario como dragón de combate debido a las exigencias de los chinos.
No era en absoluto una situación fácil ni confortable, y saber que había puesto en peligro a sus hombres la empeoraba aún más. Granby tendría que responder por su rebeldía, y también los demás tenientes, Evans, Ferris y Riggs. Podían expulsar del servicio a algunos de ellos o a todos; un destino terrible para aviadores criados desde niños en la Fuerza Aérea. Ni siquiera solía despedirse a los guardiadragones que no llegaban a tenientes: siempre les encontraban algún trabajo en los campos de cría o en las bases para que pudieran seguir en compañía de sus camaradas.
Aunque su pierna había mejorado un poco durante la noche, Laurence se puso pálido y sudoroso tras el corto paseo que se arriesgó a dar al subir las escaleras principales del edificio. El dolor era cada vez más agudo y le provocaba mareos, y tuvo que detenerse para recuperar el aliento antes de entrar en el pequeño despacho.
—¡Cielo santo, pensé que los cirujanos le habían dado el alta! Siéntese, Laurence, antes de que se caiga. Tenga, tome esto —dijo Lenton, ignorando la mirada ceñuda e impaciente de Barham, y le tendió a Laurence una copa de brandy.
—Gracias, señor. No se equivoca usted, me han soltado —respondió Laurence, y dio un sorbo sólo por cortesía, pues ya tenía la cabeza lo bastante nublada.
—Ya basta, no está aquí para que le den mimos —dijo Barham—. Jamás en mi vida había visto un comportamiento tan intolerable, y menos de un oficial. Por Dios, Laurence, nunca he sentido placer ahorcando a nadie, pero en esta ocasión casi lo estoy deseando. Sin embargo, Lenton me jura y perjura que su bestia será inmanejable si lo hago; aunque, la verdad, no sabría decir cuál es la diferencia.
Su tono desdeñoso hizo que Lenton apretara los labios. Laurence podía imaginar a duras penas a qué alturas de humillación se habría visto obligado para conseguir que Barham entendiera aquello. Aunque Lenton era almirante y acababa de obtener otra gran victoria, eso significaba poco en las más altas esferas. Barham podía insultarle con impunidad, mientras que cualquier almirante de la Armada habría tenido influencia política y amigos de sobra para exigir un trato más respetuoso.
—Se le va a expulsar del servicio, eso ni se cuestiona —prosiguió Barham—. Pero el animal debe ir a China y para eso, siento decirlo, necesitamos su colaboración. Encuentre alguna forma de convencerlo y dejaremos correr el asunto. Si persiste en su actitud recalcitrante, que me aspen si no acabo ahorcándole después de todo. ¡Sí, y además haré que fusilen a ese animal, y que se vayan al diablo también esos chinos!
Aquello último casi hizo saltar a Laurence de la silla, a pesar de su herida. Sólo la mano de Lenton apretando con fuerza su hombro le impidió moverse del sitio.
—Señor, va usted demasiado lejos —dijo Lenton—. En Inglaterra nunca hemos fusilado a dragones a no ser que hayan devorado a seres humanos, y no vamos a empezar ahora. Tendría un motín de verdad entre las manos.
Barham arrugó el entrecejo y masculló algo apenas inteligible sobre la falta de disciplina. Era irónico viniendo de un hombre que, como Laurence sabía de sobra, había servido durante los grandes motines navales del año 97, cuando media flota se había sublevado.
—Bien, esperemos que la cosa no llegue a tanto. Hay un transporte libre de servicio en el puerto de Spithead, el
Allegiance
. Puede estar listo para hacerse a la mar en una semana. ¿Cómo vamos a conseguir que el animal suba a bordo, puesto que ha decidido ser tan testarudo?
Laurence no fue capaz de contestar. Una semana era un tiempo terriblemente corto, y durante unos instantes sus pensamientos se desataron tanto que incluso se permitió considerar la opción de huir. Temerario podía llegar al continente desde Dover sin ningún problema, y había lugares en los bosques de los estados alemanes donde aún vivían dragones salvajes, aunque sólo de razas pequeñas.
—Eso requerirá cierto estudio —dijo Lenton—. No tengo ningún empacho en decir, señor, que todo este asunto se ha llevado mal desde el principio. Ahora Temerario está muy alterado y, para empezar, embaucar a un dragón para que haga algo que no le gusta no es cosa de broma.
—Basta de excusas, Lenton. Ya es suficiente —empezó Barham. En ese momento alguien llamó a la puerta. Todos miraron sorprendidos cuando un guardiadragón más bien pálido la abrió y dijo—: Señor, señor… —sólo para apartarse rápidamente. De no hacerlo, era evidente que habría sido pisoteado por los soldados chinos que entraron abriendo paso entre ellos al príncipe Yongxing.
Todos se quedaron tan asombrados que al principio olvidaron levantarse, y Laurence aún estaba intentando ponerse en pie cuando Yongxing ya había entrado en la estancia. Los asistentes se apresuraron a traer un asiento —el del Lord Barham— para el príncipe. Pero Yongxing lo rechazó con un gesto, obligando a los demás a seguir de pie. Lenton agarró discretamente el brazo de Laurence para darle un poco de apoyo, pero el despacho seguía dándole vueltas, y los colores brillantes del traje de Yongxing le hacían daño en los ojos.