Antes ya se había producido un gran alboroto a la hora de embarcar. Los ayudantes de Yongxing habían exigido, de entrada, una pasarela desde el embarcadero hasta la nave: aun en el remoto caso de que hubiesen podido acercar lo suficiente al muelle la
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como para fabricar una plancha de tamaño practicable, la altura de sus cubiertas lo hacía del todo imposible. El pobre Hammond se había pasado casi una hora intentando convencerlos de que ser izados hasta la nave no suponía ningún peligro ni deshonor, y señalando hacia el propio barco en sus intervalos de frustración a modo de argumento mudo.
Desesperado, Hammond había terminado diciéndole:
—Capitán, ¿esto es mar abierto? ¿Hay algún peligro?
Una pregunta absurda, con una marejada de menos de metro y medio, aunque cuando hacía más viento la barcaza de espera se balanceaba de vez en cuando contra las sogas que la amarraban al muelle; sin embargo, ni siquiera la estupefacta negativa de Laurence había satisfecho a los ayudantes. Habían llegado a creer que nunca embarcarían, pero al final el propio Yongxing se había cansado de esperar y había finalizado la discusión saliendo de entre los pesados cortinajes de su sedán y montando en la lancha, sin hacer caso ni del nervioso ajetreo de su comitiva ni de las manos que se apresuraron a tenderle los tripulantes de la barcaza.
Los pasajeros chinos que habían tenido que esperar a la segunda lancha aún estaban embarcando por estribor, para ser recibidos por una docena de infantes de marina estirados y elegantes, amén de los marineros que tenían un aspecto algo más respetable, intercalados en una hilera a lo largo del lado interior de la crujía, muy decorativos los primeros con sus brillantes casacas rojas, y los segundos con sus pantalones blancos y sus chaquetillas azules.
Sun Kai, el más joven de los embajadores, saltó con facilidad desde la guindola y se quedó unos instantes contemplando con aire pensativo el trajín de la cubierta. Laurence se preguntó si tal vez desaprobaba el bullicio y el desorden que reinaban allí, pero no; al parecer sólo estaba intentando mantener el equilibrio. Probó dando unos cuantos pasos adelante y atrás, y después decidió arriesgarse un poco más recorriendo toda la longitud de la galería ida y vuelta con paso más seguro, mientras llevaba las manos entrelazadas detrás de la espalda y contemplaba con ceño fruncido y gesto de concentración el aparejo. Era obvio que trataba de seguir aquel laberinto de cuerdas desde su origen hasta su conclusión.
Esto complació mucho a los hombres que estaban de exposición, ya que al fin podían observar a los demás a cambio de ser observados. El príncipe Yongxing los había decepcionado a todos, pues casi al instante se había esfumado a los alojamientos privados que le habían preparado a popa. Sun Kai, alto e impasible con su larga coleta negra y su frente afeitada, vestido con un espléndido traje azul bordado en rojo y naranja, era un espectáculo casi igual de bueno, y no mostraba ningún interés por buscar sus propios aposentos.
Enseguida pudieron gozar de una diversión mejor. De abajo empezaron a llegar exclamaciones y gritos, y Sun Kai se acercó a la barandilla para asomarse. Laurence se incorporó y vio que Hammond corría hacia la borda, pálido de terror, ya que se había oído un sonoro chapoteo, pero momentos después, el embajador más veterano apareció finalmente sobre la borda, chorreando agua por la parte inferior de sus ropas. Pese a su desventura, el hombre de barba gris bajó a cubierta riéndose a carcajadas de lo que le había pasado y desechando con un gesto lo que parecían ser las urgentes disculpas de Hammond. Se palmeó la abultada panza con expresión afligida y después se alejó para reunirse con Sun Kai.
—Ha escapado por poco —comentó Laurence, recostándose de nuevo en su asiento—. Si se hubiera caído de verdad, esas ropas le habrían arrastrado hasta el fondo en cuestión de segundos.
—Lo que siento es que no se hayan caído todos —murmuró Temerario con voz discreta para un dragón de veinte toneladas. Es decir, no muy discreta. Hubo risitas en cubierta, y Hammond miró a su alrededor con gesto nervioso.
El resto de la comitiva fue izado a bordo sin más incidentes y distribuido por el barco casi con tanta rapidez como su equipaje. Cuando la operación quedó ultimada por fin, Hammond pareció muy aliviado, usó el dorso de la mano para secarse la frente, que estaba empapada pese a que el aire era frío y cortante, y se dejó caer sobre una taquilla que había en la galería, para enojo de la tripulación. Con él en medio no podían subir de nuevo la lancha a bordo, y sin embargo también era un pasajero y miembro de la embajada, demasiado importante para decirle sin más que se apartara.
Compadecido de todos ellos, Laurence buscó a sus mensajeros. Les habían dicho a Roland, Morgan y Dyer que se quedaran tranquilos en la cubierta de dragones y no estorbaran, de modo que estaban sentados en fila al borde de la plataforma, balanceando los pies en el vacío.
—¡Morgan! —dijo Laurence, y el chaval de pelo oscuro se puso en pie y corrió hacia él—. Ve a ver al señor Hammond e invítale a que se siente aquí conmigo, si no le importa.
El rostro de Hammond se iluminó al recibir la invitación, y acudió a la cubierta al instante. Ni siquiera se percató de que detrás de él los hombres empezaban inmediatamente a aparejar las poleas para izar a bordo la lancha.
—Gracias, señor. Gracias, es muy amable —dijo. Se sentó en otro cajón que Morgan y Roland le trajeron empujándolo por el suelo y aceptó con más gratitud aún la oferta de una copa de brandy—. Si Liu Bao llega a ahogarse, no tengo ni idea de cómo habría arreglado la situación.
—¿Es así como se llama ese caballero? —preguntó Laurence. Todo lo que recordaba del embajador más viejo en la reunión del Almirantazgo eran sus ronquidos más bien silbantes—. Habría sido un inicio poco propicio para el viaje, pero no creo que Yongxing pudiera echarle la culpa a usted por el traspiés del otro.
—No, en eso se equivoca usted —dijo Hammond—. Es un príncipe: puede culpar a cualquiera y por cualquier cosa.
Laurence pensó al principio que aquello era un chiste, pero Hammond lo dijo en tono serio y abatido. Tras beberse la mayor parte del brandy en lo que a Laurence, pese a que lo conocía de hacía poco, le pareció un silencio poco habitual en él, Hammond añadió de repente:
—Y, perdóneme, por favor… Debo mencionar lo perjudiciales que pueden ser ciertos comentarios… Las consecuencias de una ofensa pronunciada en un momento y sin pensar…
Laurence tardó un rato en darse cuenta de que Hammond se refería al rencoroso comentario pronunciado por Temerario. El dragón fue más rápido y contestó por sí mismo:
—No me importa si no les caigo bien —repuso—. A lo mejor así me dejan en paz, y no tengo que quedarme en China —al ocurrírsele aquella idea, enderezó la cabeza con repentino entusiasmo—. Si fuera muy grosero con ellos, ¿cree usted que se irían ahora mismo? —y añadió—: Laurence, ¿qué puede ser especialmente ofensivo?
Hammond parecía Pandora cuando abrió la caja y dejó que todos los males se diseminaran por el mundo. Laurence estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo por simpatía. Hammond era joven para su trabajo y, por muy brillante que fuese su talento, sin duda era consciente de su falta de experiencia. En nada ayudaría volverle aún más aprensivo.
—No, amigo mío, eso no sirve —dijo Laurence—. Seguro que nos culpan por enseñarte malos modales y se deciden aún más a quedarse contigo.
—Oh… —desconsolado, Temerario hundió la cabeza entre las patas delanteras—. Bueno, supongo que tampoco está tan mal ir, excepto porque todos los demás van a combatir sin mí —dijo con resignación—. No obstante, el viaje será muy interesante, y creo que me va a gustar ver China, pero van a intentar quitarme a Laurence otra vez, de eso estoy seguro, y no pienso consentirlo.
Prudentemente, Hammond no opinó sobre aquel asunto. En vez de eso se apresuró a decir:
—Todo esto del embarque ha tardado mucho. Me imagino que no suele ocurrir, ¿verdad? Estaba convencido de que a mediodía habríamos recorrido ya la mitad del Canal, y aquí estamos, ni siquiera nos hemos hecho a la mar.
—Creo que ya casi han terminado —dijo Laurence.
El último de aquellos inmensos baúles ya estaba siendo izado con la ayuda de cuerdas y poleas hasta las manos de los marineros que lo esperaban a bordo. Los hombres parecían cansados e irritables, lo que era comprensible, ya que para subir a un solo hombre y todo su vestuario habían tardado tanto como para embarcar a diez dragones; además, su turno de cena llevaba ya media hora de retraso.
Cuando el baúl desapareció de la vista, el capitán Riley subió las escaleras del alcázar para unirse a ellos y se quitó el sombrero un momento para secarse el sudor de la frente.
—No tengo la menor idea de cómo consiguieron llegar a Inglaterra con todas esas cosas. Supongo que no lo hicieron en un transporte…
—No, o seguramente volveríamos en su barco —respondió Laurence. Hasta ese momento no había pensado en ello, y sólo ahora se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo había viajado la embajada china—. Tal vez vinieron por tierra.
Hammond frunció el ceño y no dijo nada: obviamente, se estaba haciendo la misma pregunta.
—Debe de ser un viaje muy interesante, con muchos lugares diferentes que visitar —comentó Temerario—. No quiero decir que no me guste ir por mar, para nada —se apresuró a añadir, bajando la mirada para comprobar que no había ofendido a Riley—. ¿Es más rápido ir en barco?
—No, en absoluto —le contestó Laurence—. He oído hablar de un correo que llegó de Londres a Bombay en dos meses, y nosotros con suerte llegaremos a Cantón en siete, pero no hay ninguna ruta terrestre que sea segura. Francia está en medio, por desgracia, y además hay muchos bandoleros, por no hablar de las montañas o de cruzar el desierto de Taklamakán.
—Yo apostaría por lo menos por ocho meses —dijo Riley—. A juzgar por el cuaderno de bitácora, si conseguimos hacer seis nudos con viento que no sea directo de popa, será más de lo que espero —abajo y arriba había mucho ajetreo; todos se aprestaban a levar anclas y hacerse a la mar. La marea baja acariciaba suavemente el costado de barlovento—. Bien, es hora de ponerse en marcha. Laurence, esta noche la pasaré en cubierta para acostumbrarme a la nave, pero espero que cene conmigo mañana. Y, por supuesto, usted también, señor Hammond.
—Capitán —dijo Hammond—, no estoy familiarizado con la vida cotidiana de un barco. Espero que sea indulgente conmigo, pero ¿sería apropiado invitar a los miembros de la embajada?
—¿Cómo ha…? —dijo Riley, atónito. Laurence no pudo culparle por esa reacción, ya que invitar a gente a la mesa de otra persona era pasarse, pero Riley recobró la compostura y añadió en tono más educado—: Seguramente, señor, deba ser el príncipe Yongxing el primero en plantear esa invitación.
—Dado el estado presente de nuestras relaciones, estaremos en Cantón antes de que eso suceda —dijo Hammond—. No, debemos hacer cambios para ganárnoslos de alguna forma.
Riley ofreció algo más de resistencia, pero Hammond ya tenía la presa entre los dientes y se las arregló, mediante una hábil mezcla de persuasión y oídos sordos a las indirectas, para llevarse el gato al agua. Riley podría haber peleado más tiempo, pero los hombres esperaban impacientes la orden de levar anclas, la marea bajaba por momentos, y finalmente Hammond acabó diciendo:
—Gracias por su comprensión, señor. Ahora, caballeros, les ruego que me disculpen. En tierra tengo buena caligrafía con la escritura china, pero me imagino que a bordo de la nave voy a necesitar más tiempo para redactar una invitación aceptable.
Con esto, se levantó y escapó antes de que Riley pudiera retractarse de una rendición que no había llegado a presentar.
—Bien —dijo en tono lúgubre—, antes de que ése termine de escribir la nota, voy a ver si consigo que nos adentremos todo lo posible en alta mar. Si los chinos se indignan por mi insolencia, al menos con este viento les puedo decir sin faltar a la verdad que ya no podemos volver a puerto para que me echen del barco a patadas, y quizá se les haya pasado el enfado para cuando lleguemos a Madeira.
Bajó al alcázar y dio la orden. Al momento, los hombres que operaban los enormes cabrestantes cuádruples pusieron manos a la obra, y sus gritos y gruñidos llegaron desde las cubiertas inferiores mientras el cable subía por la serviola de hierro. El anclote más pequeño de la
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era tan grande como el ancla mayor de proa de cualquier otro barco, y la envergadura de sus brazos superaba la altura de un hombre.
Para alivio de los marineros, Riley no dio orden de tirar de la nave con la soga del anclote. Un puñado de hombres la apartó de los pilotes empujando con pértigas de hierro, y ni siquiera esto hacía falta: el viento soplaba del noroeste, perpendicular a estribor, y con eso y la marea el barco se alejaba fácilmente del puerto. Llevaba sólo las gavias, pero Riley dio orden de desplegar los juanetes y los foques tan pronto como soltaron amarras. Pese a sus comentarios pesimistas, pronto se deslizaban por las aguas a un ritmo respetable. La nave no tenía mucha deriva con aquella quilla tan larga y profunda, y empezó a descender por el Canal de forma majestuosa.
Temerario había girado la cabeza hacia delante para disfrutar del viento de su avance: parecía el mascarón de un antiguo barco vikingo. Laurence sonrió ante la idea. Al ver su expresión, Temerario le dio un empujón afectuoso.
—¿Me lees? —le preguntó ilusionado—. Sólo nos quedan dos horas de luz.
—Será un placer —repuso Laurence, y se incorporó en el asiento para buscar a uno de sus mensajeros—. ¡Morgan! —llamó—. ¿Serías tan amable de ir abajo y traer el libro que hay encima de mi arcón? El de Gibbon. Vamos por el segundo volumen.
Habían reconvertido a toda prisa el camarote del gran almirante, a popa, en una especie de
suite
para el príncipe Yongxing; mientras que el del capitán, que estaba bajo la cubierta de popa, había sido dividido para los otros dos embajadores principales. Junto a ellos había otros dormitorios más pequeños que se habían distribuido entre la multitud de guardias y sirvientes, desplazando no sólo al propio Riley, sino también al primer oficial del barco, Lord Purbeck, al cirujano, al sobrecargo y a varios oficiales más. Por suerte, los alojamientos de proa, que habitualmente se reservaban para los aviadores de más alta graduación, estaban casi vacíos, ya que Temerario era el único dragón a bordo. Aun después de repartirlos entre todos no había escasez de sitio; y, para la ocasión, los carpinteros de la nave habían derribado los mamparos de sus camarotes creando así un gran comedor.