Temerario II - El Trono de Jade (14 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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El repique en la chimenea de la cocina, los gritos y las pisadas de muchos pies resonaban huecos en las cubiertas de artillería: los guardiamarinas y tenientes de Riley ya estaban apremiando a los hombres a ocupar sus puestos en los cañones, y sus voces sonaban agudas e impacientes mientras repetían las instrucciones una y otra vez, tratando a fuerza de repeticiones de meter en las cabezas de hombres confusos y adormilados lo que debería haber ocupado meses de práctica.

—Calloway, guarde las bengalas —ordenó Laurence, aunque odiaba dar esa orden, ya que Temerario sería vulnerable al Fleur-de-Nuit en la oscuridad, pero quedaban tan pocas que había que conservarlas hasta que tuvieran alguna oportunidad mejor de dañar de verdad al dragón francés.

—¡Atentos para repeler el abordaje! —gritó el contramaestre.

Finalmente, la
Allegiance
estaba virando a favor del viento, y reinó un momento de silencio. Abajo, en la oscuridad, los remos seguían chapoteando, y a través de las aguas les llegaba el tenue sonido de una voz contando en francés. En ese momento, Riley ordenó:

—Fuego de través.

Los cañones de abajo rugieron y escupieron humo y llamaradas rojas. Era imposible determinar con seguridad cuánto daño habían hecho, aunque el sonido entremezclado de gritos y madera astillada les hizo saber que al menos algunos disparos habían hecho blanco. Los cañones siguieron disparando en una andanada constante mientras la
Allegiance
continuaba su lento y pesado viraje, pero la inexperiencia de la tripulación empezó a pasar factura cuando los cañones hubieron hablado una vez.

El primer cañón disparó de nuevo al menos cuatro minutos después de la primera andanada. El segundo no disparó en absoluto, ni el tercero. El cuarto y el quinto lo hicieron juntos, causando algunos daños más por lo que se llegó a escuchar. Pero también pudieron oír el chapoteo del sexto proyectil al hundirse en el agua, y lo mismo sucedió con el séptimo. Entonces, Purbeck gritó:

—¡Alto el fuego!

La
Allegiance
ya no podía disparar de nuevo hasta completar el viraje una vez más. Y mientras tanto, el grupo de abordaje seguiría aproximándose a ellos, con los remeros aún más encorajinados para aumentar su velocidad.

Los cañones se callaron. Las espesas nubes de humo gris flotaron sobre el agua. La nave volvía a estar a oscuras, salvo por los pequeños halos de luz de las linternas que se columpiaban en cubierta.

—Tenemos que conseguir que monte sobre Temerario —dijo Granby—. Aún no estamos demasiado lejos de la orilla, así que puede llegar volando, y de todos modos es posible que haya barcos cerca: el transporte de Halifax debe de andar también por estas aguas.

—¡No voy a huir y a dejar que un transporte con cien cañones caiga en manos de los franceses! —repuso Laurence en tono feroz.

—Estoy seguro de que podemos aguantar, y en cualquier caso, si usted consigue avisar a la flota, ésta podrá recuperar la
Allegiance
antes de que se la lleven a puerto —argumentó Granby. Ningún oficial de la Armada habría insistido así en discutir con su superior, pero la disciplina de los aviadores era mucho más laxa, y no se le podía acusar por ello: como teniente primero, era su deber cuidar la seguridad del capitán.

—También se la pueden llevar a las Indias Occidentales o a cualquier puerto de España, lejos del bloqueo. No podemos perderla —dijo Laurence.

—Aun así es mejor que usted esté a bordo del dragón, donde no puedan ponerle las manos encima si nos vemos obligados a rendirnos —repuso Granby—. Tenemos que encontrar la forma de que Temerario quede libre.

—Le pido perdón, señor —dijo Calloway, levantando la mirada de la caja de bengalas—. Si me consiguiera uno de esos cañones de pimienta, podríamos llenar una bala con polvo de bengalas, y tal vez eso le daría un poco de espacio para respirar —añadió, apuntando con la barbilla hacia el cielo.

—Voy a hablar con Macready —dijo Ferris al instante, y salió corriendo a buscar al teniente de infantería de marina.

Trajeron de abajo el cañón de pimienta: dos infantes de marina cargaban con sendas mitades el largo tubo estriado, mientras que Calloway abría con cuidado una bala de pimienta. El artillero quitó más o menos la mitad de ésta y abrió la caja de pólvora de bengala, sacó un solo cartucho de papel y volvió a sellar la caja. Mantuvo el cartucho apartado sobre un lado; dos de sus compañeros le agarraron la muñeca para mantenerla firme mientras desenvolvía el papel y con cuidado vertía el polvo amarillo en la caja, mirando con un solo ojo, mientras guiñaba el otro y apartaba a medias la cara. Tenía el rostro lleno de cicatrices negras, recuerdo de trabajos anteriores con el polvo de bengalas: no necesitaba mecha y se prendía sin querer con cualquier golpe, y la llama que daba era mucho más caliente que la de la pólvora normal, aunque se gastaba más rápido.

Selló la bala y tiró el resto del cartucho de papel en un cubo de agua. Sus compañeros echaron el agua por la borda, mientras que él untaba el sello de la bala con un poco de brea y la recubría toda de grasa antes de cargar el arma. Después atornillaron la segunda mitad del tubo.

—Ya está. No digo que estalle seguro, pero a lo mejor sí —dijo Calloway, limpiándose las manos con no poco alivio.

—Muy bien —dijo Laurence—. Esté preparado y guarde las tres últimas bengalas para iluminar nuestro disparo. Macready, ¿tiene un hombre para el cañón? El mejor, si no le importa. Tiene que darle en la cabeza para que sirva.

—Harris, encárguese usted —dijo Macready, indicándole el cañón a uno de sus hombres, un chico flaco y desgarbado de unos dieciocho años, y añadió dirigiéndose a Laurence—: Para un tiro lejano son mejores unos ojos jóvenes, señor. No se preocupe, no fallará.

Un runrún de voces enojadas les llamó la atención abajo, en el alcázar. El embajador Sun Kai había subido a cubierta seguido por dos criados que traían uno de los enormes baúles de su equipaje. Los marineros y la mayoría de tripulantes del Temerario estaban apiñados en las amuras para rechazar a los atacantes, armados con pistolas y machetes. Pero incluso con las naves francesas recortando distancias, un tipo con una pica se atrevió a dar un paso hacia el embajador, hasta que el contramaestre le puso firme con el extremo anudado de su cuerda, gritando:

—¡Mantened la formación, chicos! ¡Mantened la formación!

En la confusión, Laurence casi había olvidado el desastre de la cena. Parecía que habían pasado semanas, pero Sun Kai seguía vistiendo la misma túnica bordada y llevaba las manos ocultas en las mangas, con toda calma. Para los hombres, que estaban furiosos y asustados, aquello era una provocación.

—¡Que el diablo se lleve su alma! Tenemos que sacarle de aquí. ¡Abajo, señor! ¡Abajo, enseguida! —gritó, señalando hacia el portalón. Pero Sun Kai se limitó a hacer una seña a sus hombres y subió hasta la cubierta de dragones, mientras que los criados le seguían más despacio cargando el baúl.

—¿Dónde está ese maldito traductor? —preguntó Laurence—. Dyer, vaya a ver…

Pero para entonces los sirvientes ya habían subido el baúl, y cuando abrieron el candado y levantaron la tapa, no hizo falta traducción: sobre un relleno de paja había cohetes primorosamente elaborados, pintados de rojo, azul y verde como juguetes sacados de una guardería, y decorados con espirales de oro y plata. Eran inconfundibles.

Al instante, Calloway cogió uno azul que tenía franjas blancas y amarillas. Uno de los criados le explicó con nerviosos gestos de mímica cómo había que prenderlo.

—Sí, sí —dijo Calloway, impaciente, y le acercó la mecha lenta. El cohete prendió al instante y salió silbando hacia arriba, desapareciendo de la vista mucho más arriba de donde habían llegado las bengalas.

Primero se vio un resplandor blanco, después sonó un gran trueno que levantó ecos sobre las aguas, y por fin se abrió un círculo de estrellas doradas que brillaban más tenues y que quedaron un rato colgando en el aire. Cuando estallaron los fuegos artificiales, el Fleur-de-Nuit soltó un aullido bien audible e indigno. Entonces se le pudo ver perfectamente. Estaba a menos de cien metros de altura, y Temerario se lanzó al instante contra él, enseñando los dientes y silbando furioso.

Asustado, el dragón francés se dejó caer en picado. Al hacerlo pasó rozando las garras extendidas de Temerario, pero se puso al alcance del cañón.

—¡Harris, dispara, dispara! —gritó Macready.

El joven marino guiñó un ojo para apuntar por la mira. La bola de pimienta voló recta y certera, aunque un poco alta. Pero como el Fleur-de-Nuit tenía unos cuernos largos y curvados que le salían de la frente, justo encima de los ojos, la bala chocó contra ellos y la pólvora de bengala estalló en una fulgurante llamarada. El dragón volvió a chillar, esta vez de auténtico dolor, y huyó enloquecido apartándose de las naves, hasta perderse en la oscuridad. Al volar sobre el barco realizó una pasada tan baja que el viento de sus alas hizo flamear ruidosamente las velas.

Harris se apartó del cañón y se volvió hacia los demás, enseñando los dientes, que tenía muy separados, en una amplia sonrisa. En ese mismo momento se desplomó con un gesto de sorpresa. Su brazo y su hombro habían desaparecido. Macready cayó derribado por el cuerpo del muchacho y Laurence se arrancó del brazo una esquirla tan larga como un cuchillo y se limpió la sangre que le había salpicado la cara. El cañón de pimienta estaba hecho pedazos: los tripulantes del Fleur-de-Nuit habían dejado caer otra bomba mientras el dragón huía y habían alcanzado el cañón de lleno.

Un par de marineros arrastraron el cuerpo de Harris hasta la borda y lo arrojaron al agua. No había ninguna otra víctima. El mundo parecía extrañamente amortiguado. Calloway había disparado otro par de cohetes, y una gran sombrilla de chispas naranjas se extendía por medio cielo, pero Laurence sólo pudo oír la explosión con el oído izquierdo.

Mientras el Fleur-de-Nuit estaba distraído, Temerario se posó sobre la cubierta, y la nave se estremeció ligeramente.

—¡Rápido, rápido! —dijo, agachando la cabeza para meterla entre las cinchas mientras los encargados del arnés corrían a ponérselo—. Es muy rápido, y no creo que la luz le haya hecho tanto daño como al otro con el que combatimos en otoño. Tiene los ojos diferentes.

Estaba jadeando para recuperar el aliento, y sus alas temblaban un poco: había estado suspendido sobre la nave un buen rato, y no era una maniobra que estuviera acostumbrado a realizar tanto tiempo.

Sun Kai, que se había quedado en el puente observándolo todo, no protestó cuando le pusieron el arnés. Tal vez, pensó Laurence con sarcasmo, no les importaba tanto cuando era su propio pellejo el que corría peligro. Entonces reparó en las gotas de sangre oscura que caían sobre cubierta.

—¿Dónde te han herido?

—No pasa nada. Sólo me ha pillado dos veces —dijo Temerario, retorciendo el cuello para lamerse al flanco derecho. Allí tenía un corte superficial, y otra herida de garras marcada más arriba, en el lomo.

Dos veces ya eran demasiadas para el gusto de Laurence. Avisó a voces a Keynes, al que habían enviado para acompañarlos en el viaje. Los demás le ayudaron a subir y el cirujano empezó a vendar la herida.

—¿No debería coserlas?

—Tonterías —respondió el cirujano—. Con esto vale. Apenas se puede llamar a esto un rasguño. Deje de preocuparse.

Macready se había puesto en pie, y se estaba secando la frente con el dorso de la mano. Al oír la respuesta del cirujano, le dirigió una mirada suspicaz, y después miró de soslayo a Laurence, con más extrañeza aún cuando Keynes prosiguió su tarea rezongando de forma bien audible sobre capitanes nerviosos y protectores como madres.

El propio Laurence sentía demasiado alivio y agradecimiento para protestar.

—¿Están listos, caballeros? —preguntó, comprobando las pistolas y la espada. Esta vez era la buena, un sable pesado forjado en acero español y de empuñadura lisa. Se alegró de sentir su sólido peso bajo la mano.

—¡Listo para usted, señor! —dijo Fellowes, apretando la última correa. Temerario estiró el brazo y subió a Laurence sobre su hombro—. Dele un tirón ahí. ¿Aguanta el arnés? —preguntó cuando Laurence ocupó su puesto y aseguró los cierres.

—Aguanta —le respondió Laurence desde arriba, tras apoyar su peso sobre el arnés reducido al mínimo—. Gracias, Fellowes: buen trabajo. Granby, envíe a los fusileros arriba con los infantes de marina, y a los demás a repeler el abordaje.

—Muy bien, y, Laurence… —empezó Granby, con la evidente intención de convencerle para que alejara al dragón de la batalla. Laurence le interrumpió mediante la táctica de darle a Temerario un rápido empujón con la rodilla. La
Allegiance
volvió a balancearse por la fuerza de su salto, y por fin emprendieron el vuelo.

El aire sobre el barco estaba cargado con el humo acre y sulfuroso de los fuegos artificiales, que era parecido al olor de la chispa de un fusil y se pegaba a la lengua y a la piel a pesar del viento frío.

—Allí está —dijo Temerario, aleteando otra vez para ganar altura.

Laurence siguió su mirada y vio que el Fleur-de-Nuit se acercaba de nuevo desde muy arriba. En efecto, se había recuperado de la luz cegadora con mucha rapidez, a juzgar por su experiencia previa con aquella raza; se preguntó si no se trataría de un nuevo tipo de cruce.

—¿Vamos tras él?

Laurence vaciló. Lo más urgente era dejar fuera de combate al Fleur-de-Nuit para evitar que Temerario cayera en manos del enemigo, pues si la
Allegiance
se veía obligada a rendirse y Temerario tenía que regresar a la orilla, el dragón podría darles caza en la oscuridad durante todo el camino de regreso a casa. Sin embargo, las fragatas francesas podían infligir mucho más daño al transporte, pues disparando en enfilada provocarían una auténtica masacre. Si se apoderaban de la
Allegiance,
sería a la vez un golpe terrible para la Armada y para la Fuerza Aérea: no les sobraban precisamente barcos de transporte de gran tamaño.

—No —dijo al fin—. Nuestro primer deber ha de ser defender la
Allegiance.
Tenemos que hacer algo con esas fragatas.

Hablaba más para convencerse a sí mismo que a Temerario. Presentía que su decisión era correcta, pero aún le carcomía una terrible duda: lo que en un hombre normal era valor, a menudo se consideraba temeridad en un aviador, que tenía en sus manos la responsabilidad de un dragón, un bien muy valioso y escaso. El deber de Granby era pasarse de precavido, pero eso no quería decir que no tuviese razón. Laurence no se había educado en la Fuerza Aérea, y sabía que a su temperamento le repelían muchas de las restricciones impuestas a un capitán de dragón. No pudo evitar preguntarse si estaba dejándose aconsejar demasiado por el orgullo.

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