Suyo, etc.,
William Laurence
Dejó la pluma y plegó la carta. Resultaba patéticamente torpe e inadecuada, pero era incapaz de hacerlo mejor. Había perdido a amigos más o menos de su edad cuando era guardiamarina y teniente bisoño, y a un chico de trece años durante su primer mando, pero nunca había tenido que escribir una carta por un niño de diez años que en buena lógica debería haber estado en la escuela jugando con soldaditos de plomo.
Era la última de las cartas de pésame, y la más breve: no había mucho que contar sobre actos de heroísmo anteriores. Laurence la dejó a un lado y escribió unas cuantas líneas de naturaleza más personal, para su madre. Seguramente la
Gazette
habría publicado noticias de la batalla, y sabía que ella estaría inquieta. Era difícil escribir con fluidez después de la tarea que acababa de realizar. Se limitó a asegurarle que Temerario y él estaban sanos, omitiendo sus heridas colectivas como algo sin importancia. Había redactado una descripción larga y meticulosa de la batalla en su informe para el Almirantazgo: ahora no tenía ánimos para pintar una imagen más ligera de ella destinada a su madre.
Una vez terminó, cerró el pequeño escritorio y recogió las cartas, cada una sellada y envuelta en hule para protegerla de la lluvia y el agua del mar, pero no se levantó todavía, sino que se demoró junto a las ventanas contemplando en silencio el vasto océano.
Llegar hasta la cubierta de dragones era una misión lenta compuesta de etapas sencillas. Tras alcanzar el castillo de proa, cojeó hasta la regala de babor para descansar un rato, fingiendo que lo hacía para examinar su presa, la
Chanteuse.
Las velas de la fragata colgaban sueltas y ondeaban hinchadas por el viento. Había hombres encaramados a los mástiles para reparar sus aparejos; desde allí parecían más bien hormigas atareadas.
La escena en la cubierta de dragones era muy diferente ahora: casi toda la formación la abarrotaba. A Temerario le habían asignado toda la sección de estribor para que pudiera recuperarse mejor de su herida, pero el resto de los dragones se aglomeraban en un complicado montón multicolor de miembros entrelazados que apenas se movían de cuando en cuando. Sólo Maximus ya ocupaba prácticamente todo el sitio que quedaba, y estaba tumbado debajo del todo. Lily, que por lo general consideraba indigno para ella acurrucarse con otros dragones, se había visto obligada a echar la cola y las alas sobre Maximus, mientras que Messoria e Immortalis, que eran más viejos y más pequeños, sin fingir tales escrúpulos, se habían tumbado directamente sobre el enorme lomo del Cobre Regio, dejando colgar las patas a un lado y otro.
Todos estaban dormitando y, dadas las circunstancias, parecían contentos. El único que era demasiado inquieto para quedarse tumbado tanto tiempo era Nitidus, que en aquel momento estaba en el aire y, movido por la curiosidad, sobrevolaba la fragata. Lo hacía en círculos demasiado bajos para la tranquilidad de los marineros, a juzgar por la forma rápida y nerviosa en que las cabezas de la
Chanteuse
se volvían a mirar al cielo. A Dulcia no se la veía por ninguna parte. Tal vez ya estaba de camino a Inglaterra para llevar noticias sobre el enfrentamiento.
Cruzar la cubierta se había convertido en una especie de aventura, sobre todo por culpa de la pierna, que se negaba a colaborar y resultaba un estorbo. Casi de milagro, Laurence consiguió no caer sobre la cola de Messoria cuando ésta se removió en sueños. Temerario también estaba profundamente dormido; pero cuando Laurence se acercó a examinarle, abrió un párpado a medias, le miró con su ojo azul oscuro y volvió a cerrarlo enseguida. Laurence, muy contento de verlo tan cómodo, no intentó despertarlo. Esa mañana Temerario había comido bien, dos vacas y un enorme atún, y Keynes había declarado que estaba satisfecho con el proceso de curación de su herida.
—Es un tipo de arma indecente —le había dicho, enseñándole a Laurence la bala extraída con macabro placer. Mientras examinaba con desagrado las numerosas púas aplastadas, Laurence se sintió agradecido de que al menos la hubiera limpiado antes de obligarle a verla—. No había visto nada igual hasta ahora, aunque tengo entendido que los rusos utilizan algo parecido. Si llega a penetrar más, le aseguro que no habría disfrutado nada sacándola.
Pero, por suerte, la bala se había estrellado contra el esternón y había quedado alojada a unos quince centímetros por debajo de la piel. Aun así, el propio proyectil y el proceso de extracción habían desgarrado de forma dolorosa los músculos del cuello, y Keynes le había dicho a Temerario que debía estar sin volar al menos dos semanas, y tal vez incluso un mes. Ahora, Laurence puso una mano sobre el hombro ancho y cálido del dragón: estaba contento de que ése fuera todo el precio que debían pagar.
Los demás capitanes estaban jugando a las cartas en una pequeña mesa plegable apoyada contra la chimenea de la cocina, muy cerca del único espacio libre disponible en la cubierta. Laurence se unió a ellos y le dio a Harcourt el manojo de cartas.
—Gracias por cogerlas —dijo, y se desplomó en un asiento para recuperar el resuello.
Todos hicieron una pausa en la partida para mirar el tamaño del paquete.
—Lo siento mucho, Laurence —Harcourt metió todas las cartas en su cartera—. Te han apaleado de mala manera.
—Malditos cobardes —Berkley meneó la cabeza—. Acechar así de noche… Es más espionaje que un combate como Dios manda.
Laurence guardó silencio. Les agradecía su simpatía, pero por el momento estaba demasiado apesadumbrado para mantener una conversación. Los funerales ya habían sido una ordalía: una hora en pie a pesar de las quejas de su pierna, mientras iban arrojando los cuerpos por la borda uno detrás de otro, cosidos dentro de sus hamacas y los pies atados a balas redondas en el caso de los marineros y a casquillos de hierro en el de los aviadores, mientras Riley leía lentamente durante la ceremonia.
Había pasado el resto de la mañana encerrado con el teniente Ferris, ahora su segundo en funciones, hablando sobre la lista de bajas, que por desgracia era muy larga. Granby había recibido una bala de mosquete en el pecho; por suerte, se había topado con una costilla y había salido limpiamente por la espalda, pero había perdido mucha sangre y tenía fiebre. Evans, su teniente segundo, tenía una fractura grave en la pierna y habían tenido que enviarle de vuelta a Londres. Al menos, Martin se recuperaría, pero tenía la mandíbula tan hinchada que sólo podía farfullar entre dientes, y aún no podía ver por el ojo izquierdo.
Había dos lomeros heridos, aunque no de gravedad. Uno de los fusileros, Dunne, estaba herido, mientras que otro, Donnell, había muerto. De los ventreros, Miggsy también había fallecido. Los peor parados habían sido los hombres del arnés: cuatro habían perecido por culpa de una sola bala de cañón que les había alcanzado bajo la cubierta principal cuando traían un arnés extra. Morgan estaba con ellos, llevando la caja de mosquetones de repuesto: un terrible despilfarro de vidas.
Tal vez viendo algo de aquella cuenta mortal en su cara, Berkley le dijo:
—Puedo dejarte por lo menos a Portis y Macdonaugh —se refería a dos de los lomeros de Laurence, que habían sido asignados a Maximus durante los días de confusión que siguieron a la llegada del embajador.
—¿Y tú no estás corto de personal también? —le preguntó Laurence—. No quiero dejar a Maximus sin tripulación: vais a estar de servicio activo.
—El transporte que viene de Halifax, el
Guillermo de Orange,
trae a una docena de hombres que probablemente asignarán a Maximus —respondió Berkley—. No hay razón para que no te devuelva a los tuyos.
—Mejor no discutiré contigo. Sabe Dios que ando desesperadamente corto de tripulación —dijo Laurence—. Pero puede que ese transporte no llegue antes de un mes, si su travesía ha sido lenta.
—Ah, claro, antes estabas bajo cubierta. Por eso no has oído cuando se lo contábamos al capitán Riley —dijo Warren—. El
Guillermo
fue avistado hace sólo unos días, no muy lejos de aquí; así que hemos enviado a Chenery y Dulcia en su busca, para que nos lleve a nosotros y a los heridos a casa. Además, creo que según Riley esta barca necesita algo. ¿Qué ha dicho, Riley? ¿Vargas?
—Vergas —dijo Laurence, alzando la mirada hacia los aparejos. A la luz del día, podía verse que los palos transversales que sostenían las velas tenían muy mal aspecto, y muchos estaban astillados o con agujeros de bala—. Desde luego, será un alivio si puede prestarnos algunos suministros. Pero debes saber, Warren, que esto es un buque, no una barca.
—¿Es que no es igual? —preguntó Warren despreocupado, lo que escandalizó a Laurence—. Pensaba que simplemente eran dos palabras que valían para lo mismo. ¿Es cuestión de tamaño? Desde luego, esto es un monstruo, aunque Maximus puede caerse por la borda de un momento a otro.
—No voy a caerme —dijo Maximus. Aun así, abrió los ojos y echó un vistazo a sus cuartos traseros, y no volvió a dormirse hasta que se convenció de que no estaba en peligro de caerse al agua.
Laurence abrió la boca y la cerró de nuevo sin aventurar ninguna explicación. Se daba cuenta de que era una batalla perdida.
—Entonces, ¿os vais a quedar unos días con nosotros?
—Sólo hasta mañana —contestó Harcourt—. Si parece que la cosa se puede prolongar, creo que tendremos que emprender el vuelo. No me gusta forzar a los dragones sin necesidad, pero aún me gusta menos dejar a Lenton en Dover corto de personal, y se estará preguntando dónde demonios estamos. Se supone que tan sólo íbamos a hacer maniobras nocturnas con la flota de Brest cuando os vimos disparando fuegos como el día de la Conspiración de la Pólvora.
Riley les había invitado a todos a cenar, por supuesto, y también a los oficiales franceses capturados. Harcourt se vio obligada a alegar el mareo como excusa para evitar aquel contacto cercano en el que podría descubrirse su sexo, y Berkley era un tipo taciturno y poco proclive a hablar con frases de más de cinco palabras, pero Warren era un hombre de conversación fácil y libre a la vez, y más aún después de un par de copas de vino fuerte; mientras que Store, que había servido en la Fuerza Aérea casi treinta años, tenía una buena colección de anécdotas. Juntos llevaron el peso de la conversación con energía, aunque también con cierto caos.
Los franceses, aún conmocionados, guardaron silencio, mientras que los marinos británicos hicieron poco más o menos lo mismo. Lord Purbeck estuvo rígido y formal, y Macready lúgubre. Incluso Riley se mostró callado y propenso a largos periodos de silencio, algo raro en él; era evidente que no estaba a gusto.
Después, en la cubierta de dragones, mientras tomaban café, Warren comentó:
—Laurence, no pretendo insultar a tu antiguo Cuerpo ni a tus compañeros de barco, ¡pero Dios santo!, es difícil aguantarlos. Esta noche me ha dado la impresión de que los hemos ofendido mortalmente en vez de ahorrarles un largo combate y Dios sabe cuánta sangre.
—Sospecho que creen que llegamos más bien tarde y no les ahorramos demasiado —Sutton se apoyó en su dragona Messoria con camaradería y encendió un puro—. Así que lo único que hemos hecho es robarles toda la gloria, por no mencionar que tenemos una parte del botín: ya sabéis, llegamos antes de que el buque francés atacara. ¿Quieres una calada, querida? —preguntó, sujetando el puro donde Messoria pudiera aspirar el humo.
—No, os habéis equivocado de medio a medio con ellos, os lo aseguro —dijo Laurence—. Nunca habríamos capturado la fragata si no hubieseis llegado vosotros. Aún no había sufrido demasiados daños, así que podría habernos enseñado la popa y huir en cuanto hubiese querido. Todos los hombres de a bordo se alegraron muchísimo al veros llegar —no tenía muchas ganas de dar explicaciones, pero no quería dejar que se llevaran una impresión tan mala, así que añadió sucintamente—: Es por la otra fragata, la
Valérie,
que hundimos antes de que llegarais. La pérdida de vidas fue muy grande.
Percibieron su propio tormento y no le presionaron más. Cuando Warren hizo ademán de hablar, Sutton le dio un codazo para que se callara y mandó a su mensajero a por una baraja. Empezaron una partida informal. Ahora que ya no estaban con los oficiales de la Armada, Harcourt se había incorporado. Laurence terminó su café y se alejó en silencio.
Temerario estaba sentado y contemplando la inmensidad del mar. Había dormido casi todo el día, y sólo se había despertado para darse otra comilona. Se movió para hacer un sitio a Laurence sobre la pata y con un suave suspiro se enroscó a su alrededor.
—No te lo tomes tan a pecho —Laurence era consciente de que le estaba dando un consejo que él mismo no podía seguir, pero tenía miedo de que Temerario se obsesionara demasiado tiempo con el hundimiento y cayera en un estado de melancolía—. Con la segunda fragata a babor, probablemente nos habrían cogido a sotavento, y es muy difícil que Lily y los demás nos hubiesen encontrado en plena noche si hubieran apagado todas las luces y detenido nuestros fuegos artificiales. Salvaste muchas vidas, y también a la
Allegiance.
—No me siento culpable —repuso Temerario—. Yo no pretendía hundirla, pero no me arrepiento. Querían matar a mucha gente de mi tripulación, y desde luego no se lo iba a permitir. Es por los marineros: ahora me miran muy raro, y no les gusta que me acerque.
Laurence no podía negar la verdad de aquella observación, ni ofrecerle ningún falso consuelo. Los marineros preferían ver a los dragones como máquinas de guerra, una especie de barcos que, casualmente, respiraban y volaban: meros instrumentos de la voluntad del hombre. Podían aceptar sin grandes dificultades su poder y su fuerza bruta, que eran un reflejo natural de su tamaño. Si los temían por ello, era de la misma forma que habrían temido a un hombre grande y peligroso. Pero el viento divino poseía un matiz sobrenatural, y el naufragio de la
Valérie
era demasiado implacable para ser humano y despertaba en ellos el recuerdo de las viejas leyendas que hablaban del fuego y la destrucción de los cielos.
En la propia memoria de Laurence, la batalla parecía una pesadilla: la lluvia interminable y abigarrada de fuegos artificiales, la luz roja del fuego de los cañones, los ojos pálidos como la ceniza del Fleur-de-Nuit en la oscuridad, el humo acre en su lengua, y, sobre todo, el lento descenso de la ola, como el telón bajando al final de la obra de teatro. Acarició la pata de Temerario sin decir nada, y juntos contemplaron cómo la gentil estela del barco quedaba detrás.