Cuando Temerario repitió la presentación en chino, la pequeña dragona se sentó en cuclillas y saludó a Laurence con una reverencia. Él hizo lo propio, divertido de saludar a un dragón en plano de igualdad. Cumplido el protocolo, ella adelantó la cabeza para examinarle más de cerca y le miró de arriba abajo por ambos lados con sumo interés; sus ojos eran grandes y húmedos, de color ámbar y provistos de gruesos párpados.
Hammond estaba conversando con Sun Kai y Liu Bao, quienes a su vez inspeccionaban una curiosa carta, muy gruesa y sembrada de sellos, con tinta negra generosamente repartida entre marcas de color bermellón. Algo apartado de ellos, Yongxing leía una segunda misiva escrita en unos caracteres extrañamente grandes sobre un largo rollo de papel. Sin compartir su carta con nadie, el príncipe la enrolló de nuevo, se la guardó y después se reunió con los otros tres.
Hammond les hizo una reverencia y se acercó a Laurence para traducirle las noticias.
—Nos han dado instrucciones para que el barco siga hasta Tientsing, mientras nosotros continuamos viaje por aire —dijo—, e insisten en que debemos partir enseguida.
—¿Instrucciones? —preguntó Laurence, perplejo—. No lo entiendo. ¿De dónde vienen esas órdenes? No podemos haber recibido un mensaje de Pekín: el príncipe Yongxing envió su carta sólo hace tres días.
Temerario le hizo una pregunta a Ping, que ladeó la cabeza y respondió con una voz grave y poco femenina que retumbaba en su pecho de barril.
—Dice que ha traído las cartas desde una estación de postas en Heyuan, que está a cuatrocientos
li
de aquí, sea lo que sea eso, y que el vuelo es de poco más de dos horas —dijo—, pero no sé qué distancia representa.
—Un kilómetro son unos dos
li
—dijo Hammond, frunciendo el ceño mientras calculaba.
Laurence, más rápido, se quedó mirando a la dragona. Si no había exagerado, eso quería decir que Yu Ping había volado doscientos kilómetros. A tal velocidad, y con correos volando en relevos, el mensaje podía venir realmente desde Pekín, que estaba a más de tres mil kilómetros. La idea resultaba casi inconcebible.
Yongxing, que les había escuchado, dijo en tono impaciente:
—Nuestro mensaje es de máxima prioridad y ha viajado toda la ruta transportado por dragones Jade. Por supuesto que hemos recibido respuesta. No podemos perder el tiempo de este modo cuando el emperador ha hablado ya. ¿En cuánto tiempo estará listo para partir?
Laurence, que aún no salía de su asombro, recobró la compostura y alegó que no podía dejar la
Allegiance
aún, ya que tenía que esperar a que Riley estuviera lo bastante bien para levantarse de la cama. Fue en vano. Yongxing ni siquiera tuvo que protestar, ya que Hammond se opuso a Laurence a voz en cuello:
—¡No podemos empezar ofendiendo al emperador! La
Allegiance
se puede quedar en este mismo puerto hasta que se recupere el capitán Riley.
—¡Por el amor de Dios, eso sólo empeorará la situación! —dijo Laurence, impaciente—. La mitad de la tripulación está enferma de malaria; la otra mitad puede desertar.
Pero el argumento era convincente, sobre todo desde el momento en que lo secundó Staunton, que como habían acordado antes había subido al barco para desayunar con Laurence y Hammond.
—Le puedo prometer que el mayor Heretford y sus hombres ayudarán al capitán Riley en todo lo que esté en sus manos —dijo Staunton—, pero estoy de acuerdo con Hammond: aquí son muy escrupulosos con el protocolo, y descuidar las formas equivale para ellos a un insulto deliberado. Le ruego que no se retrase.
Animado por estas palabras y tras consultar con Franks y Beckett, quienes con más valor que sinceridad afirmaron que estaban preparados para hacerse cargo de todas las tareas ellos solos, y tras una visita al camarote de Riley, Laurence cedió por fin.
—Al fin y al cabo —le señaló Riley—, no estamos en el muelle por culpa del calado de la nave y en este momento tenemos suficientes provisiones frescas, así que Franks puede izar dentro los botes y mantener a todos los hombres a bordo. Por desgracia, nos vamos a retrasar con respecto a usted pase lo que pase, pero yo estoy mucho mejor, y Purbeck también. Nos pondremos en marcha en cuanto podamos y nos encontraremos con usted en Pekín.
Esto sólo provocó una nueva serie de contratiempos. Cuando ya estaban preparando el equipaje, las cautelosas indagaciones de Hammond determinaron que la invitación de los chinos no era colectiva. Al propio Laurence le aceptaban por necesidad como compañero de Temerario, y a Hammond, como representante del rey, le permitían ir también, aunque a regañadientes, pero la sugerencia de que la tripulación de Temerario pudiese acompañarle cabalgando al dragón con un arnés fue rechazada con espanto.
—No iré a ninguna parte si no viene también la tripulación para proteger a Laurence —dijo Temerario al enterarse del problema, y se lo comunicó directamente a Yongxing en tono receloso. Para añadir más énfasis, se acomodó en la cubierta con la cola enroscada para demostrar que no se iba a mover de allí. Poco después se le ofreció un compromiso. Laurence escogería a diez miembros de su tripulación que viajarían a lomos de otros dragones chinos cuya dignidad no sufriría tanto menoscabo por llevar a cabo ese servicio.
—Me gustaría saber para qué sirven diez hombres en el corazón de Pekín —comentó con acritud Granby cuando Hammond les llevó esta oferta al camarote; no había perdonado al diplomático por negarse a investigar el atentado contra la vida de Laurence.
—Y a mí me gustaría saber para qué cree usted que podrían servir cien hombres en el caso de una amenaza real del ejército imperial —le respondió Hammond en tono no menos áspero—. En cualquier caso, es lo mejor que podemos conseguir. Me ha costado mucho trabajo lograr que dieran su autorización para tanta gente.
—Entonces tendremos que apañarnos así —Laurence apenas levantó la mirada al decir esto. Estaba ordenando su ropa y desechando las prendas más gastadas por el viaje y que ya no eran presentables—. El punto más importante en lo que concierne a la seguridad es cerciorarse de que la
Allegiance
echa el ancla a una distancia que Temerario pueda alcanzar sin dificultad en un solo vuelo. Señor —añadió dirigiéndose a Staunton, al que había invitado a que bajara a sentarse con ellos—, ¿puedo convencerle de que acompañe al capitán Riley si sus deberes se lo permiten? Nuestra partida los va a dejar de golpe sin intérpretes y sin la autoridad de los embajadores. Estoy preocupado por las dificultades que puedan encontrar en su viaje al norte.
—Estoy enteramente a su servicio y al de ellos —respondió Staunton, inclinando la cabeza. Hammond no parecía del todo satisfecho, pero dadas las circunstancias no podía oponerse, y Laurence se alegró en su fuero interno de haber hallado esta forma tan diplomática de tener a Staunton cerca como asesor, aunque su llegada se retrasara.
Como era natural, Granby iba a acompañarle, así que Ferris tendría que quedarse para controlar a los miembros de la tripulación que no podían ir con ellos. Elegir al resto fue más doloroso. A Laurence no le gustaba dar la impresión de favoritismo, y tampoco quería dejar a Ferris sin los mejores hombres. Del equipo de tierra se decantó finalmente por Keynes y Willoughby; había llegado a confiar en las opiniones del cirujano, y a pesar de que tendría que dejar el arnés en el barco, creía que era necesario llevar con él al menos a uno de los hombres encargados de dicho arnés por si surgía alguna emergencia y Willoughby tenía que dirigir a los otros para que improvisaran algún tipo de guarnición.
El teniente Riggs interrumpió sus deliberaciones y las de Granby para pedirles con gran vehemencia que los llevaran a él y a sus cuatro mejores tiradores.
—Aquí no nos necesitan. Tienen a bordo a los infantes de marina, y si algo va mal a usted le vendrán mucho mejor los fusiles —dijo.
Desde el punto de vista táctico era verdad, pero también era cierto que los fusileros como grupo eran los más pendencieros de entre sus jóvenes oficiales. Laurence dudaba de que fuera conveniente llevarse a tantos juntos a la corte después de haber pasado casi siete meses en altamar. Cualquier ofensa a una dama china podía acarrear graves consecuencias, y la atención del propio Laurence iba a estar demasiado ocupada en otras cosas como para tenerlos controlados.
—Nos llevaremos al señor Dunne y al señor Hackley —dijo finalmente—. No. Comprendo sus argumentos, señor Riggs, pero para este trabajo quiero gente seria y que no se descarríe. Supongo que sabe a qué me refiero. Muy bien. John, también nos llevaremos a Blythe, y de los lomeros a Martin.
—Aún quedan dos —dijo Granby, añadiendo los nombres a la lista.
—No me puedo llevar a Baylesworth. Ferris necesita un segundo que sea de fiar —repuso Laurence tras sopesar brevemente la posibilidad del último de sus tenientes—. En su lugar, nos llevaremos a Therrows, de los ventreros. Y, por último, a Digby. Es algo joven, pero está funcionando bastante bien y la experiencia le será muy útil.
—Los tendré en cubierta dentro de quince minutos, señor —contestó Granby poniéndose en pie.
—Sí, y mándeme abajo a Ferris —le pidió Laurence, que ya estaba escribiendo las órdenes—. Señor Ferris, confío en su buen juicio —prosiguió cuando el segundo teniente en funciones se presentó ante él—. En las circunstancias actuales, es imposible prever ni una décima parte de las contingencias que pueden surgir. He escrito para usted una serie de órdenes por si nos pasara algo al señor Granby o a mí mismo. Si eso ocurre, su primera preocupación debe ser la seguridad de Temerario, y en segundo lugar velar por la tripulación y conseguir que vuelvan a Inglaterra sanos y salvos.
—Sí, señor —dijo Ferris, alicaído, y aceptó el paquete sellado. Aunque no intentó discutir para que lo incluyeran en el grupo, salió del camarote con los hombros encorvados.
Laurence terminó de embalar su arcón. Por suerte, al principio del viaje había apartado el sombrero y la casaca mejores que tenía y los había envuelto en papel y en hule al fondo del baúl con la idea de reservarlos para la embajada. Ahora se puso la chaqueta de cuero y los pantalones de paño grueso que usaba para volar: no estaban demasiado viejos, ya que eran más resistentes y no los había utilizado demasiado durante el viaje. De lo demás, sólo merecían la pena dos camisas y unos cuantos pañuelos de lazo. El resto lo lió en un pequeño bulto y lo guardó en la taquilla del camarote.
—Boyne —dijo, asomando la cabeza por la puerta y viendo a un marinero que se dedicaba a empalmar cabos sin demasiado afán—. Suba esto a cubierta, si no le importa —una vez despachado el arcón, escribió unas breves líneas para su madre y para Jane y se las dio a Riley. Aquel pequeño ritual sólo agudizó la sensación creciente de que estaba en vísperas de una batalla.
Cuando subió al puente, los hombres ya estaban reunidos en cubierta y habían cargado en la lancha sus bolsas y baúles. La mayor parte del equipaje de los embajadores se quedaría a bordo, ya que Laurence había comentado que necesitarían casi un día entero para desembalarlo. Aun así, los objetos de primera necesidad que llevaban superaban en peso a los pertrechos de toda la tripulación. Yongxing estaba en la cubierta de dragones entregándole una carta sellada a Lung Yu Ping. Al parecer no veía nada extraño en confiárselo directamente a la dragona aunque ésta no tuviera jinete. Ella la cogió con la habilidad que da la práctica, sosteniéndola entre sus largas garras con tanta delicadeza como si la sujetara entre el índice y el pulgar. A continuación la metió con mucho cuidado entre la malla dorada que llevaba y su propio vientre.
Después de esto, se despidió con sendas reverencias de él y de Temerario y anadeó hacia delante, pues las alas la entorpecían para caminar. Pero cuando llegó al borde de la cubierta las desplegó de golpe, las sacudió un par de veces y luego dio un tremendo salto en el aire, casi tan largo como ella misma, batió las alas con furia y al poco se convirtió en una mancha diminuta sobre sus cabezas.
—¡Oh! —exclamó Temerario con asombro mientras la veía alejarse—. Vuela muy alto. Yo nunca he subido tanto.
Laurence también estaba impresionado y se quedó mirándola por el catalejo unos cuantos minutos; por fin, la dragona desapareció de la vista, aunque el día estaba muy despejado.
Staunton le llevó aparte.
—¿Puedo hacerle una sugerencia? Llévese a los niños. Por mi propia experiencia cuando era crío, le pueden resultar muy útiles. No hay nada como tener niños presentes para transmitir intenciones pacíficas, y los chinos sienten un respeto especial por las relaciones filiales, ya sean por adopción o por sangre. Puede usted alegar con toda naturalidad que es su tutor. Estoy casi seguro de que puedo convencer a los chinos de que no los cuenten en la lista.
Roland captó la conversación, y al momento Dyer y ella se pusieron firmes ante Laurence, con ojos brillantes y esperanzados. Ante aquella silenciosa súplica dijo, aunque con ciertas dudas:
—Está bien. Si los chinos no ponen pegas a que se sumen al grupo…
Sin necesidad de más acicate, desaparecieron bajo cubierta para buscar sus bolsas y volvieron corriendo incluso antes de que Staunton hubiera terminado de negociar su inclusión.
—Me sigue pareciendo una tontería —dijo Temerario en lo que pretendía ser un murmullo—. Podría llevaros a todos sin ningún problema y también la carga que va en esa barca. Si tengo que volar al lado, seguro que tardamos mucho más.
—No es que esté en desacuerdo contigo, pero será mejor que no lo discutamos de nuevo —contestó Laurence con voz cansada, mientras se apoyaba en Temerario y le acariciaba la nariz—. Si lo hacemos, tardaremos más tiempo del que podamos ahorrar con cualquier otro medio de transporte.
Temerario le empujó cariñosamente y Laurence cerró los ojos unos segundos. Aquel momento de tranquilidad tras las tres horas de preparativos frenéticos sacaron de nuevo a flote todo el cansancio acumulado tras una noche sin dormir.
—Sí, estoy listo —dijo enderezándose. Granby estaba a su lado. Laurence se colocó el sombrero y saludó con la barbilla mientras pasaba junto a los miembros de la tripulación que se quedaban a bordo. Ellos respondieron llevándose la mano a la frente, y unos cuantos incluso murmuraron: «Buena suerte, señor», y «Vaya con Dios, señor».
Laurence le estrechó la mano a Franks y pisó la borda, acompañado por música de flautas y tambores. El resto de sus hombres ya estaban a bordo de la lancha. Yongxing y los otros embajadores habían bajado ya por la guindola y se habían refugiado a popa bajo un toldo para resguardarse del sol.