—Muy bien, señor Tripp. Zarpamos —le indicó Laurence al guardiamarina.
Partieron pues, y los altos costados de la
Allegiance
quedaron atrás cuando izaron la vela mayor de la lancha y el viento del sur los llevó más allá de Macao, hacia la gran extensión del delta del río de las Perlas.
En vez de seguir la curva del río hasta Whampoa y Cantón, como era habitual, tomaron antes una rama oriental que llevaba a la ciudad de Dongguan. Dejándose llevar a ratos por el viento, y a ratos remando contra la lenta corriente, pasaron junto a los grandes campos cuadrados de arroz que se extendían a ambas orillas; ahora se veían verdes, pues los brotes empezaban a asomar sobre la superficie del agua. El hedor del abono se cernía sobre el río como una nube.
Laurence pasó dormitando casi todo el viaje, vagamente consciente de que la tripulación intentaba guardar silencio en vano. Al decir las instrucciones entre susurros tenían que repetirlas tres veces, lo que aumentaba gradualmente el volumen habitual. Cualquier desliz ocasional, tal como soltar un rollo de cuerda con demasiada brusquedad o tropezar con algún obstáculo, provocaba un torrente de invectivas y órdenes de guardar silencio mucho más ruidoso de lo que habrían sido los sonidos habituales. Aun así durmió, o algo parecido; de vez en cuando abría los ojos y miraba hacia arriba para comprobar que Temerario seguía volando sobre sus cabezas.
Despertó de un sueño más profundo cuando ya había oscurecido. Estaban recogiendo la vela, y momentos después se oyó el suave topetazo de la lancha contra un embarcadero, seguido por las habituales palabrotas de los marineros que la amarraban, aunque en voz baja. Había poca luz a mano, salvo la de las linternas de la barca, que alcanzaban tan sólo a mostrar una escalera ancha que bajaba hacia el agua y cuyos peldaños inferiores desaparecían bajo la superficie del río; a ambos lados de ella se distinguían únicamente las sombras borrosas de los juncos nativos varados en la playa.
Una procesión de linternas venía hacia ellos por la orilla. Era obvio que habían advertido a los lugareños de su llegada. Acudían con grandes globos luminosos fabricados con seda de color entre rojo y naranja y montados sobre armazones de bambú, y se reflejaban en el agua como llamas. Los portadores de las lámparas se alinearon junto a las paredes en un esmerado desfile y luego, de repente, un gran número de chinos subió a la lancha, agarró los equipajes y se los pasaron a los que estaban en la orilla sin molestarse en pedir permiso, llamándose unos a otros con alegres voces al tiempo que trabajaban.
De entrada, Laurence pensó en quejarse, pero no había motivo, ya que toda la operación se había llevado a cabo con una admirable eficiencia. Un funcionario se había sentado al pie de las escaleras con algo parecido a una mesa de dibujo en el regazo, y estaba escribiendo en un rollo de papel una lista con los diferentes paquetes según pasaban a su lado al mismo tiempo que ponía una marca distintiva en cada uno. Así que, en vez de protestar, Laurence se puso en pie y, con discreción, trató de aliviar la rigidez de su cuello con pequeños movimientos a ambos lados sin recurrir a estiramientos poco decorosos. Yongxing ya había bajado de la lancha para dirigirse a un pequeño pabellón levantado en la orilla; en su interior podía oírse la voz retumbante de Liu Bao pidiendo algo que Laurence había aprendido a reconocer como
vino
en su idioma oriental, y Sun Kai estaba en la orilla conversando con el mandarín local.
—Señor —le preguntó a Hammond—, ¿tendría la bondad de preguntarles a los funcionarios locales dónde ha aterrizado Temerario?
Hammond hizo algunas preguntas a los hombres de la orilla, frunció el ceño y le dijo a Laurence en voz baja:
—Dicen que se lo han llevado al Pabellón de las Aguas Tranquilas y que nosotros vamos a pasar la noche en otro lado. Por favor, proteste enseguida y en voz alta de modo que yo tenga una excusa para discutir con ellos. No debemos sentar un precedente permitiendo que nos separen de él.
Laurence, que si no le hubieran urgido a ello hubiera organizado un buen escándalo, se quedó perplejo cuando Hammond le sugirió actuar. Tartamudeó un poco y dijo en voz muy alta, pero más bien torpe e indecisa:
—¡Debo ver a Temerario enseguida y comprobar que está bien!
Hammond se dirigió a los sirvientes, abriendo los brazos para pedirles disculpas, y habló con ellos en tono apremiante. Sometido a sus miradas ceñudas, Laurence hizo todo lo que pudo por parecer severo e inflexible, aunque en realidad se sentía ridículo y enfadado a la vez; por fin, Hammond volvió y le dijo con satisfacción:
—¡Excelente! Han aceptado llevarnos con él.
Aliviado, Laurence asintió y se volvió hacia la tripulación de la lancha.
—Señor Tripp, estos caballeros les enseñarán a usted y sus hombres dónde dormir. Hablaré con usted por la mañana antes de que regresen a la
Allegiance
—le dijo al guardiamarina, que le saludó llevándose la mano al sombrero y después subió por las escaleras.
Sin discutirlo con él, Granby hizo que los hombres rodearan a Laurence en una formación más bien suelta mientras recorrían las calles anchas y pavimentadas, siguiendo la bamboleante linterna del guía. A Laurence le pareció ver que a ambos lados había muchas casas pequeñas, y en las losas del suelo había profundas roderas, con los bordes curvados y desgastados por el tráfico de muchos años. Tras pasar el día dormitando ahora se sentía completamente despierto, y sin embargo tenía la curiosa sensación de hallarse en un sueño mientras atravesaba esa oscuridad desconocida: las suaves botas negras del guía que sonaban amortiguadas sobre los adoquines, el fuego de las cocinas que salía de las casas cercanas, la tenue luz que se filtraba a través de ventanas y cortinas, incluso una vez un fragmento de una canción desconocida en la voz de una mujer.
Llegaron por fin al final de aquella calle ancha y recta, y el guía los condujo hasta la amplia escalinata de un pabellón rodeado por enormes columnas redondas de madera pintada; el tejado era tan alto que su forma se perdía en la oscuridad. En aquel espacio semicerrado se oían los ecos de la respiración grave y retumbante de varios dragones, y en todas direcciones se veían los reflejos de la luz tostada de la linterna en sus escamas, como si a ambos lados del estrecho pasillo que atravesaba el centro se apilaran montañas de riquezas. Hammond se refugió de forma inconsciente en el centro del grupo y contuvo el aliento cuando la linterna se reflejó en el ojo abierto a medias de un dragón, convirtiéndolo en un disco de oro brillante.
Atravesaron otra columnata y llegaron a un jardín al aire libre; en la oscuridad se oía el rumor del agua y también el susurro de hojas rozándose sobre sus cabezas. Allí dormían algunos dragones más, y uno de ellos estaba tumbado en mitad del camino. El guía le dio con el palo de la linterna hasta que el dragón se apartó a regañadientes, sin abrir los ojos en ningún momento. Subieron más escaleras y entraron en otro pabellón más pequeño que el primero. Allí, por fin, encontraron a Temerario, enroscado solo en aquella estancia enorme y vacía y llena de ecos.
—¿Laurence? —preguntó Temerario, que levantó la cabeza al verlos entrar y acarició a Laurence con el hocico en señal de alegría—. ¿Os vais a quedar? Es muy raro dormir en tierra firme otra vez. Casi me da la impresión de que el suelo se mueve.
—Claro que sí —respondió Laurence. Los miembros de la tripulación se tumbaron sin quejarse. La noche era cálida y agradable y el suelo, de placas cuadradas de madera, estaba pulido por el paso de los años y no resultaba demasiado duro. Laurence ocupó su lugar habitual junto al antebrazo de Temerario. Como había dormido todo el viaje y no tenía ningún sueño le dijo a Granby que él haría la primera guardia.
—¿Te han dado de comer? —le preguntó a Temerario una vez instalados.
—Oh, sí —respondió Temerario, adormilado—. Un cerdo asado, muy grande, y un guiso de setas. No tengo nada de hambre. No ha sido un vuelo difícil, al fin y al cabo, y no había nada interesante que ver hasta que se ha puesto el sol. Excepto esos campos tan raros que hemos pasado, llenos de agua.
—Los campos de arroz —le explicó Laurence, pero Temerario ya estaba dormido y poco después empezó a roncar. El ruido era definitivamente más fuerte dentro de los confines del pabellón, aunque no tuviese paredes.
La noche era muy tranquila y, por suerte, los mosquitos no suponían una tortura insoportable, ya que no les gustaba demasiado el calor seco que emanaba el cuerpo del dragón. Con el techo ocultando el cielo era difícil calcular el paso del tiempo, y Laurence perdió la noción de las horas. No hubo nada que perturbara la quietud de la noche, salvo un ruido en el patio que atrajo su atención. Un dragón aterrizó y volvió hacia ellos unos ojos lechosos y opalescentes que reflejaban la luz de la luna como los de un gato, pero en vez de acercarse al pabellón, desapareció en la oscuridad con su andar acolchado.
Granby se despertó y le relevó en la guardia. Laurence se acomodó para dormir. Él también sentía la ilusión, ya vieja y familiar en su caso, de que la tierra se movía, pues su cuerpo recordaba el balanceo del mar incluso ahora que lo había dejado atrás.
Se despertó desconcertado. Había una extraña algarabía de colores sobre su cabeza, hasta que comprendió que estaba mirando la decoración del techo. Cada pulgada de madera estaba pintada y esmaltada con tonalidades brillantes y pan de oro. Se incorporó y miró a su alrededor con renovado interés. Las columnas redondas, pintadas de un rojo compacto, descansaban sobre pedestales cuadrados de mármol blanco, y el techo estaba por lo menos a diez metros de altura. Temerario no debía de haber tenido ninguna dificultad para entrar.
La parte delantera del pabellón se abría mostrando un panorama que encontró más interesante que bonito: el patio estaba pavimentado con piedras grises que rodeaban un sinuoso sendero de losas rojas, y lleno de piedras y árboles de formas pintorescas y, por supuesto, de dragones. Había cinco tumbados en el suelo en diversas actitudes de descanso; otro ya se había despertado y estaba acicalándose de forma un tanto quisquillosa junto al enorme estanque que ocupaba el rincón noreste de los jardines. El dragón era de un color azul grisáceo no muy diferente del cielo a aquellas horas, y curiosamente las puntas de sus cuatro garras estaban pintadas de un rojo brillante. Terminó sus abluciones matinales y emprendió el vuelo mientras Laurence lo observaba.
La mayoría de los dragones del patio parecían de una raza similar, aunque diferían bastante en tamaño y en el matiz preciso de su color, así como en el número y emplazamiento de los cuernos: algunos tenían la espalda lisa y otros tenían crestas con púas. Poco después, un dragón de una clase muy distinta salió del gran pabellón situado al sur. Era más grande y de color rojo carmesí, con garras teñidas de oro y una cresta amarilla que salía desde la cabeza erizada de cuernos y recorría la espina dorsal. Bebió de la piscina y dio un enorme bostezo, mostrando una doble hilera de dientes pequeños pero amenazadores entre los que sobresalían cuatro colmillos más largos y curvados. Había varios pórticos más estrechos en los que se alternaban paredes y arcos, y que corrían de este a oeste y unían los dos pabellones. El dragón rojo se acercó a uno de los arcos y gritó algo hacia dentro.
Unos segundos después una mujer salió a trompicones de la arcada, frotándose la cara entre gruñidos sin palabras. Laurence se quedó mirando, pero enseguida apartó la vista, avergonzado, ya que estaba desnuda de la cintura para arriba. El dragón la empujó con fuerza y la tiró de espaldas al estanque. Aquello la resucitó de golpe: la mujer salió resoplando y con los ojos abiertos de par en par, y se dedicó a dar gritos al dragón fuera de sí antes de volver adentro. Unos minutos después salió de nuevo, ya vestida con lo que parecía una especie de blusa acolchada de algodón azul oscuro, de mangas anchas y ribeteada de bandas rojas. Traía unos arreos de tela; seda, supuso Laurence. Se los colocó al dragón ella misma, sin dejar de hablar en voz alta y muy enfadada todo el rato. Laurence no pudo evitar pensar en Berkley y Maximus, aunque Berkley no debía de haber pronunciado tantas palabras juntas en toda su vida. Había algo irreverente en aquella relación que le recordaba la de ellos.
La aviadora china se encaramó a lo alto una vez asegurados los aparejos y los dos emprendieron el vuelo sin más preámbulos y se alejaron del pabellón para cumplir sus tareas cotidianas, cualesquiera que fuesen. Los demás dragones estaban empezando ya a despertarse; otras tres grandes bestias escarlata salieron del pabellón, y también asomaron más personas de las estancias que había dentro de los pórticos laterales: varones de la parte este y unas cuantas mujeres más de la parte oeste.
El propio Temerario rebulló bajo Laurence y después abrió los ojos.
—Buenos días —dijo con un bostezo y después añadió un «¡Oh!» mientras miraba a su alrededor con ojos como platos, tratando de asimilar la lujosa decoración del recinto y el ajetreo que tenía lugar en el patio—. No me había dado cuenta de que aquí había tantos dragones ni de que esto era tan grande —admitió, algo nervioso—. Espero que sean amistosos.
—Estoy seguro de que cuando sepan que has venido desde tan lejos tendrán que ser amables contigo —dijo Laurence mientras bajaba al suelo para que Temerario se pudiera incorporar. El aire era denso y pegajoso por la humedad, y el cielo seguía viéndose gris y borroso. Pensó que iba a hacer calor otra vez—. Será mejor que bebas todo lo que puedas —dijo—. No tengo la menor idea de cuántas paradas para descansar querrán hacer hoy.
—Me lo imagino —dijo Temerario a regañadientes, y salió del pabellón para bajar al patio.
El creciente bullicio cesó de repente y por completo. Los dragones y sus cuidadores se le quedaron mirando de hito en hito, y después retrocedieron y se apartaron de él. Durante unos segundos Laurence se sintió a la vez asombrado y ofendido; después vio que todos, hombres y dragones, se estaban inclinando hasta casi tocar el suelo. Lo único que pasaba era que le estaban despejando el camino hasta el estanque.
El silencio era total. Titubeante, Temerario caminó hasta el estanque pasando entre ambas filas de dragones, bebió con ciertas prisas hasta llenarse y se retiró de vuelta al pabellón. Sólo cuando salió del patio se reanudó la actividad general, aunque con mucho menos ruido que antes y con muchas miradas al interior del pabellón, aunque todos fingían no hacerlo.