Temerario II - El Trono de Jade (48 page)

Read Temerario II - El Trono de Jade Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
7.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sun Kai exclamó algo en chino, corrió tras él y le agarró por el brazo antes de que llegara a tocar el costado de Temerario. Después el dragón levantó la cabeza y los observó con curiosidad. Laurence lo miró de hito en hito. No era Temerario.

Sun Kai tiró de él para que se arrodillara en el suelo, mientras él mismo lo hacía. Laurence se lo sacudió de encima y con cierta dificultad consiguió mantener el equilibrio. Sólo entonces reparó en que había un hombre sentado en un banco; era joven, de unos veinte años, vestido con una elegante túnica de seda de color amarillo oscuro y bordada con dragones.

Hammond, que había seguido a Laurence, le agarró ahora de la manga.

—Por el amor de Dios, arrodíllese —susurró—. Éste debe de ser Mianning, el príncipe heredero —añadió, mientras él mismo clavaba ambas rodillas y pegaba la frente al suelo igual que estaba haciendo Sun Kai.

Laurence se les quedó mirando a ambos un tanto embobado, y luego se volvió hacia el hombre joven y dudó. Al fin, hizo una amplia reverencia doblando la cintura. Estaba mortalmente seguro de que no podía doblar una sola rodilla sin caer sobre ambas o, algo aún más ignominioso, sobre su propio rostro; y si aún no estaba dispuesto a realizar el
kowtow
ante el emperador, mucho menos ante el príncipe.

Éste no pareció ofenderse; al contrario, le dijo algo en chino a Sun Kai, que se levantó muy despacio, al igual que Hammond.

—Dice que aquí podemos descansar a salvo —le explicó Hammond a Laurence—. Le ruego que le crea, señor. No tiene ninguna necesidad de engañarnos.

—¿Le importa preguntarle por Temerario? —dijo Laurence. Hammond se quedó mirando al otro dragón sin comprender—. Ése no es él —añadió Laurence—. Es otro Celestial, no es Temerario.

Sun Kai dijo:

—Lung Tien Xiang está en aislamiento en el Pabellón de la Primavera Eterna. Un mensajero está esperando para llevarle recado en cuanto salga.

—¿Está bien? —preguntó Laurence, sin molestarse en entender la lógica de aquello. Su preocupación más urgente era saber qué podía haber retenido a Temerario lejos de él.

—No hay motivo para pensar lo contrario —respondió Sun Kai, que parecía evasivo. Laurence no sabía cómo presionarle para averiguar más; estaba demasiado obtuso por el cansancio. Pero a Sun Kai le dio pena verle tan desconcertado y añadió en tono más gentil—: Está bien. No podemos interrumpir su aislamiento, pero saldrá hoy, en algún momento, y cuando eso ocurra lo traeremos con usted.

Laurence seguía sin entender, pero no se le ocurría qué más podía hacer de momento.

—Gracias —consiguió articular—. Por favor, agradézcale a Su Alteza su hospitalidad y transmítale nuestra más sincera gratitud. Le ruego que disculpe cualquier error en nuestra forma de dirigirnos a él.

El príncipe asintió y los despidió con un gesto de la mano. Sun Kai los guió de vuelta al balcón y a sus habitaciones, y se quedó vigilándolos hasta que se desplomaron sobre las duras plataformas de madera de las camas: tal vez no se fiaba de ellos, creyendo que podían levantarse de un salto y salir a vagabundear de nuevo. Laurence casi se rió ante lo improbable que era aquello y se quedó dormido a mitad del pensamiento.

—¡Laurence! ¡Laurence! —le llamó Temerario, muy nervioso. Él abrió los ojos y vio la cabeza del dragón asomada a través de las puertas del balcón y recortándose sobre un cielo que empezaba a oscurecer—. Laurence, ¿estás herido?

—¡Ay! —Hammond se había despertado y se había caído del lecho sobresaltado al encontrarse de narices con el hocico de Temerario—. Santo Dios —dijo, al tiempo que se levantaba entre dolores y se sentaba en la cama—. Me siento como un viejo de ochenta años con gota en las dos piernas.

Laurence se incorporó con no menos esfuerzo. Se le habían agarrotado todos los músculos del cuerpo durante el sueño.

—No, estoy muy bien —dijo, y estiró agradecido una mano para tocar el hocico de Temerario y tranquilizarse con su sólida presencia—. ¿Es que has estado enfermo?

No quería que sonara como una acusación, pero le resultaba difícil imaginar otra excusa para la aparente deserción de Temerario, y tal vez sus sentimientos se dejaron traslucir en su tono. El dragón dejó bajar la gorguera.

—No —contestó con voz compungida—. No, no estoy enfermo.

No facilitó ninguna información más, y Laurence no le presionó, consciente de la presencia de Hammond. La conducta avergonzada del dragón no presagiaba una explicación demasiado buena para su ausencia, y por poco que le agradase la perspectiva de enfrentarse a él, aún le gustaba menos hacerlo delante de Hammond. Temerario retiró la cabeza para que pudieran salir al jardín. Esta vez no hubo saltos acrobáticos. Laurence hizo palanca para bajarse de la cama y después sorteó la barandilla del balcón despacio y con cuidado. Hammond, que le siguió, fue casi incapaz de levantar el pie para pasar la balaustrada, aunque ésta tenía poco más de medio metro de alto.

El príncipe se había ido, pero el dragón, al que Temerario les presentó como Lung Tien Chuan, aún estaba allí. Les saludó inclinando la cabeza cortésmente, aunque sin demasiado interés, y después siguió trabajando en una gran artesa de arena mojada en la que se dedicaba a grabar símbolos con una garra. Estaba escribiendo poesía, les explicó Temerario.

Tras hacerle una reverencia a Chuan, Hammond se dejó caer en un taburete entre gruñidos, mascullando palabrotas que cuadraban mejor con los marineros, de quienes seguramente había oído por primera vez semejantes dicterios. No se trataba de una actuación muy elegante, pero Laurence estaba dispuesto a perdonarle eso y mucho más después de cómo se había comportado el día anterior. No habría esperado nunca que Hammond, un novato desentrenado que estaba en desacuerdo con toda la empresa, hiciera tanto.

—Si me permite el descaro, señor, le recomiendo que se dé una vuelta por el jardín en vez de sentarse —dijo Laurence—. He comprobado muchas veces que eso funciona.

—Supongo que es lo mejor —masculló Hammond.

Respiró hondo unas cuantas veces, se puso en pie aceptando la mano que le tendía Laurence y comenzó a caminar, muy despacio al principio, pero era un hombre joven y ya andaba con más facilidad cuando estaban a mitad del recorrido. Aliviada la peor parte de su dolor, la curiosidad de Hammond revivió y, mientras paseaban por el jardín, se dedicó a estudiar a los dos dragones con atención, refrenando el paso cuando volvió la mirada por primera vez del uno al otro y viceversa. El patio era más largo que ancho. En los extremos había bambúes altos y unos cuantos pinos más pequeños; el centro quedaba prácticamente despejado, de modo que los dos dragones estaban tendidos uno frente al otro, cara a cara, lo que hacía más fácil compararlos.

En verdad eran como dos gotas de agua, salvo por sus joyas. Chuan llevaba una red de oro salpicada de perlas que caía desde su gorguera y cubría toda la longitud de su cuello; era espléndida, pero debía de ser un estorbo para cualquier actividad violenta. Además, Temerario tenía cicatrices de guerra —estaba aquel bulto redondo en las escamas del pecho que ya tenía varios meses, donde le había alcanzado la bala con púas, y también arañazos menores de otras batallas— mientras que Chuan no, pero resultaban difíciles de ver, y aparte de esto la única diferencia era cierta cualidad indefinible en su postura y en su expresión que Laurence no habría podido describir de forma adecuada para explicárselo a otra persona.

—¿Puede ser una casualidad? —dijo Hammond—. Es posible que todos los Celestiales estén emparentados, ¿pero hasta tal grado de parecido? Soy incapaz de distinguirlos.

—Nacimos de dos huevos gemelos —dijo Temerario, levantando la cabeza al escuchar aquello—. El huevo de Chuan fue el primero en ser incubado, y después el mío.

—Oh, cómo puedo ser tan tardo —dijo Hammond, y se dejó caer en el banco—. Laurence, Laurence… —un brillo interior pareció iluminar su semblante; estiró a tientas el brazo, palpó la mano de Laurence y la sacudió—. Pues claro, pues claro… No querían que otro príncipe pudiera convertirse en un rival para el trono, así que por eso enviaron lejos el huevo. ¡Dios mío, qué alivio!

—Señor, no puedo poner en duda sus conclusiones, pero no veo qué diferencia suponen en nuestra situación actual —dijo Laurence, sorprendido ante tal entusiasmo.

—¿Es que no lo ve? —repuso Hammond—. Napoleón era sólo una excusa. Se trata de un emperador en el otro extremo del mundo, lo más alejado posible de la corte china, y todo este tiempo he estado preguntándome cómo ese diablo de De Guignes había conseguido aproximarse a ellos cuando a mí apenas me dejaban asomar la nariz fuera de la puerta. ¡Ja! Los franceses no tienen ninguna alianza ni entendimiento real con los chinos.

—Eso sin duda es motivo para sentirse aliviado —admitió Laurence—, pero no me parece que el hecho de que no hayan tenido éxito mejore directamente nuestra posición. Es evidente que los chinos ahora han cambiado de opinión y desean que Temerario vuelva.

—¡No!, ¿es que no lo ve? El príncipe Mianning sigue teniendo todas las razones del mundo para querer que Temerario se vaya, ya que por su causa podría haber otro pretendiente con derecho al trono —dijo Hammond—. ¡Oh, esto supone toda la diferencia del mundo! He estado dando palos de ciego en la oscuridad. Ahora tengo cierta idea de cuáles eran sus motivos, y hay muchas cosas más que están claras. ¿Cuánto falta para que llegue la
Allegiance?
—preguntó de golpe sin apartar la vista de Laurence.

—Sé demasiado poco sobre las corrientes y los vientos predominantes en la bahía de Zhitao como para hacer un cálculo aproximado —dijo Laurence, perplejo—. Yo diría que por lo menos una semana.

—Ojalá Staunton estuviera aquí ya. Tengo mil preguntas y apenas respuestas —dijo Hammond—, pero al menos puedo sonsacarle algo más de información a Sun Kai. Espero que ahora sea un poco más franco. Voy a buscarle. Le ruego que me disculpe.

Hammond se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa. Laurence le llamó unos segundos después:

—¡Hammond, sus ropas! —tenía los calzones desabrochados en la rodilla y además estaban empapados de sangre, al igual que su camisa, por no hablar de las carreras de las medias: un espectáculo lamentable; pero era demasiado tarde, ya se había ido.

Laurence imaginó que nadie podía culparle por su aspecto, ya que los habían traído sin equipaje.

—Bueno, al menos se ha ido por un buen motivo. Y es un alivio saber que no existe ninguna alianza con Francia —le dijo a Temerario.

—Sí —respondió el dragón, sin gran entusiasmo. Llevaba todo el rato en silencio, enroscado en el jardín y rumiando sus pensamientos. Seguía agitando la punta de su cola a un lado y otro junto al borde del estanque más cercano, y salpicando las baldosas caldeadas por el sol con gotas gruesas y oscuras que se secaban casi al mismo tiempo que aparecían.

Aunque Hammond se había ido, Laurence, en vez de presionarle de inmediato para que le diera una explicación, se acercó y se sentó junto a su cabeza. En su fuero interno esperaba que Temerario hablara por propia voluntad y no hiciese falta interrogarlo.

—¿El resto de mi tripulación está bien? —preguntó Temerario pasado un momento.

Laurence dijo:

—Siento mucho decírtelo, pero han matado a Willoughby. Aparte de eso, han sufrido unas cuantas heridas más, pero ninguna mortal, gracias a Dios.

Temerario se estremeció y su garganta emitió un sonido grave y quejumbroso.

—Debería haber venido. Si hubiera estado allí, nunca lo habrían hecho.

Laurence estaba callado, pensando en el pobre Willoughby, una inútil y terrible pérdida.

—Has hecho muy mal al no avisarnos —dijo finalmente—. No puedo culparte por la muerte de Willoughby. Le mataron al principio, antes de la hora en que normalmente habrías vuelto; y creo que no habría hecho las cosas de forma diferente si hubiese sabido que no ibas a volver, pero ciertamente has violado tu permiso.

Temerario emitió otro gemido de tristeza y dijo en voz baja:

—He fallado en el cumplimiento de mi deber, ¿verdad? Entonces es culpa mía, y no hay nada más que añadir.

Laurence repuso:

—No. Si nos hubieras avisado, yo no habría tenido ningún problema en darte permiso para que te ausentaras más tiempo. Teníamos todos los motivos para pensar que nuestra situación era por completo segura. Para ser justos, nunca se te ha instruido formalmente en las normas que rigen los permisos en la Fuerza Aérea, ya que a los dragones nunca os han hecho falta, así que era responsabilidad mía asegurarme de que comprendieras la situación.

»No estoy intentado consolarte —añadió, al ver que Temerario meneaba la cabeza—, pero quiero que sepas qué es lo que realmente has hecho mal y que no te distraigas con culpas falsas por algo que no podrías haber controlado.

—Laurence, tú no lo entiendes —dijo Temerario—. Siempre he comprendido bastante bien las normas. Por eso no te mandé recado. No quería quedarme tanto rato, lo que pasa es que no me enteré de cómo pasaba el tiempo.

Laurence no sabía qué decir. La idea de que Temerario no se hubiese dado cuenta de que pasaban una noche y un día enteros, cuando siempre se había acostumbrado a regresar antes de oscurecer, le resultaba difícil o casi imposible de aceptar. Si uno de sus hombres le hubiese dado esa excusa, Laurence habría contestado abiertamente que era una mentira; ahora, su silencio traicionó lo que pensaba.

Temerario encorvó los hombros y arañó un poco el suelo; sus garras hicieron rechinar las piedras con un chirrido que hizo a Chuan levantar la mirada y aplanar la gorguera a la vez que emitía un gruñido de queja. Temerario dejó de hacerlo, y dijo de repente:

—Estaba con Mei.

—¿Con quién? —preguntó Laurence, sin comprender.

—Lung Qin Mei —dijo Temerario—. Es una Imperial.

Comprender aquello le golpeó casi como un impacto físico. En la confesión de Temerario había una mezcla de vergüenza, culpa, desconcierto y orgullo que lo explicaba todo.

—Ya veo —repuso Laurence con un esfuerzo, controlándose como nunca lo había hecho en su vida—. Bueno… —se detuvo y se controló—. Eres joven y… Nunca habías cortejado a una hembra. No podías saber lo que iba a pasar. Me alegro de conocer la razón. Es una buena excusa.

Intentó creer en sus propias palabras; de hecho, las creía, pero se sentía reacio a perdonar la ausencia de Temerario basándose en ese motivo. Pese a su discusión con Hammond por culpa de los intentos de Yongxing de suplantarle con el crío, Laurence nunca había llegado a tener miedo de perder el afecto de Temerario; era amargo descubrir inesperadamente que al fin y al cabo había una causa real para los celos.

Other books

La última tribu by Eliette Abécassis
Wilder by Christina Dodd
El primer hombre de Roma by Colleen McCullough
The Perfect Mate by Black, C. E.
The Triumph of Evil by Lawrence Block
Dead and Gone by Andrew Vachss
Crimen en Holanda by Georges Simenon
Look Both Ways by Alison Cherry