Temerario II - El Trono de Jade (22 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Esa misma noche, al oír el relato de la conversación, Granby dijo:

—Yo digo que aprovechemos una noche oscura, echemos a Hammond y a Yongxing por la borda, y adiós —aquello expresaba los pensamientos privados de Laurence con una franqueza que él mismo no se podía permitir. Sin ninguna consideración por los modales, Granby estaba hablando entre bocado y bocado, mientras daba cuenta de una cena ligera: sopa, queso tostado, patatas fritas con cebollas en manteca de cerdo, un pollo asado entero y un pastel de carne picada. Por fin le habían dado el alta en la enfermería, pero estaba pálido y había perdido mucho peso, así que Laurence le había invitado a cenar—. ¿Qué más le estaba diciendo ese príncipe?

—No tengo la menor idea. No ha dicho tres palabras seguidas en inglés desde la última semana —respondió Laurence—, y no estoy dispuesto a presionar a Temerario para que me lo cuente. No quiero comportarme como un entrometido y un fisgón.

—Supongo que le habrá dicho que allí nunca tendrá que ver cómo azotan a uno de sus amigos —dijo Granby, sombrío—, y que tendrá una docena de libros para leer al día, y montañas de joyas. Ya he oído historias de ese tipo. Pero si alguien intentara de verdad apartar a un dragón de su compañero, le echarían de la Fuerza Aérea en menos que canta un gallo; eso si es que el dragón no le despedazaba antes, claro.

Su interlocutor se quedó callado un instante, dando vueltas entre los dedos a la copa de vino.

—La única razón de que Temerario le haga caso es que está triste.

—¡Demonios! —Granby se retrepó en el asiento—. Siento mucho haber estado enfermo tanto tiempo. Ferris es un buen tipo, pero nunca ha estado en un barco de transporte. No sabe cómo son los marineros ni cómo enseñar a sus hombres a que no les hagan caso —dijo abatido—. Y no puede darle ningún consejo sobre cómo subirle el ánimo. Con quien más tiempo he servido es con Laetificat. Era muy fácil de tratar, incluso para ser una Cobre Regia. Nunca tenía arrebatos de genio, y jamás vi que ningún disgusto le quitara el apetito. A lo mejor es porque no se le permite volar.

A la mañana siguiente llegaron al puerto, un amplio semicírculo con una playa dorada salpicado de atractivas palmeras bajo las murallas macizas y blancas del castillo que dominaba la bahía. Había una multitud de toscas canoas —muchas aún con las ramas de los árboles que habían vaciado para fabricarlas— recorriendo las aguas del puerto; podía verse además una mezcolanza de bergantines y goletas, y en el extremo oeste un paquebote de tonelaje medio, rodeado por un enjambre de botes que iban y venían y abarrotado de negros a los que conducían como a un rebaño desde la boca de un túnel que salía a la propia playa.

La
Allegiance
era demasiado grande para entrar en el puerto, de modo que echaron el ancla cerca. El día era apacible, y podía oírse perfectamente el restallido de los látigos cruzando las aguas, mezclado con gritos y llantos constantes. Laurence subió a cubierta con el ceño fruncido y ordenó a Roland y Dyer que dejaran de mirar como pasmarotes y que bajaran a arreglarle la habitación. Era imposible proteger a Temerario de la misma manera: el dragón estaba observándolo todo con cierta perplejidad y sus pupilas hendidas no dejaban de ensancharse y estrecharse.

—Laurence, esos hombres están todos encadenados. ¿Qué puede haber hecho a la vez tanta gente? —preguntó, saliendo de su apatía—. Es imposible que todos ellos hayan cometido crímenes. Ése de ahí es un niño pequeño, y allí hay otro.

—No —dijo Laurence—. Es un barco negrero. No mires, por favor.

Temiendo este momento, había hecho un vago intento de explicarle a Temerario qué era la esclavitud; no lo había conseguido, porque el asunto le repugnaba y porque además el dragón tenía problemas para asimilar la noción de propiedad. Ahora Temerario no le hizo caso, sino que siguió observando y retorciendo la cola en movimientos rápidos y nerviosos. La carga del barco prosiguió durante toda la mañana, y el viento cálido que soplaba desde la orilla les traía el olor acre de cuerpos sudorosos, sin lavar y enfermos por sus míseras condiciones.

Por fin terminaron el embarque. El paquebote salió del puerto con su triste cargamento, desplegó las velas al viento y dibujó una grácil estela en el agua cuando pasó junto a ellos desplazándose ya a un ritmo respetable. Los marineros se encaramaban a las jarcias, pero la mitad de su tripulación estaba formada por hombres armados y sin experiencia en la mar que estaban sentados en cubierta sin hacer nada, con sus mosquetes, sus pistolas y sus jarras de grog. Se quedaron mirando a Temerario con curiosidad y sin sonreír, con rostros mugrientos y sudorosos tras el trabajo. Uno de ellos incluso levantó su mosquete y apuntó hacia el dragón para divertirse.

—¡Presenten armas! —ordenó el teniente Riggs antes de que el propio Laurence tuviera tiempo de reaccionar. Los tres fusileros que había sobre cubierta prepararon sus armas en un santiamén. En el otro barco, el negrero bajó el mosquete y sonrió, mostrando unos dientes grandes y amarillos, y se volvió con sus camaradas entre carcajadas.

Temerario había puesto plana la gorguera; no por miedo, ya que una bala de mosquete disparada a esa distancia le habría hecho menos daño que un mosquito a un hombre, sino en señal de antipatía. Emitió un gruñido bajo y sordo e incluso empezó a respirar hondo como si se estuviera preparando para atacar. Laurence le puso una mano en el costado y le dijo con voz queda:

—No. Eso no va a servir de nada.

Se quedó con él hasta que el barco se fue encogiendo en el horizonte y acabó perdiéndose de vista. Pero aun después de haberse ido, Temerario siguió moviendo la cola a los lados, disgustado.

—No, no tengo hambre —dijo cuando Laurence le sugirió que comiera algo, y volvió a quedarse quieto y callado. A ratos arañaba la cubierta con las garras, haciendo sin darse cuenta un espantoso chirrido.

Riley estaba al otro extremo del barco, paseando por la cubierta de popa. Pero al alcance del oído había muchos marineros que estaban bajando por la borda la lancha y la barcaza del oficial para empezar las labores de abastecimiento, y Lord Purbeck las estaba supervisando. En cualquier caso, si uno hacía un comentario en voz alta en cubierta debía saber que sus palabras llegarían hasta el otro extremo y volverían en menos tiempo del que se tardaba en recorrer a pie esa distancia. Laurence era consciente de que era una falta de educación decir algo que podía parecer una crítica contra Riley a bordo de su propio barco, y eso sin tener en cuenta la hostilidad larvada entre ellos, pero ya no pudo aguantarse más.

—Por favor, no te aflijas —intentó consolar a Temerario, sin llegar hasta el punto de hablar sin rodeos contra aquella práctica—. Hay motivos para creer que pronto se acabará con este tráfico. La cuestión se va a plantear ante el Parlamento en esta misma sesión.

Temerario se alegró de forma evidente al escuchar esta noticia; pero no se quedó satisfecho con una explicación tan escueta y procedió a interrogarle con gran vehemencia sobre el futuro de la abolición. Laurence no tuvo más remedio que contarle cómo funcionaba el Parlamento, las diferencias entre la Cámara de los Comunes y la de los Lores y las diversas facciones enfrentadas en el debate. Para explicarle los pormenores confió en las actividades de su padre; pero, a sabiendas de que estaban espiando su conversación, trató de ser lo más diplomático posible.

Incluso Sun Kai, que había pasado toda la mañana en cubierta y había visto cómo las actividades del barco negrero afectaban al humor de Temerario, le observaba pensativo: era evidente que adivinaba parte de la conversación. Se había acercado a ellos, pero sin cruzar la línea pintada, y durante una pausa le pidió a Temerario que le tradujera. El dragón le explicó algo de la conversación; Sun Kai asintió y después le preguntó a Laurence:

—¿Eso quiere decir que su padre es un funcionario y considera que esa práctica no es honorable?

Una pregunta sin ambages como ésa no se podía eludir por muy ofensiva que pudiera ser la respuesta: el silencio era casi deshonroso.

—Sí, señor, lo cree —respondió Laurence.

Antes de que Sun Kai pudiera prolongar la conversación con más preguntas, Keynes subió a cubierta. Laurence le llamó a voces y le preguntó si le daba permiso para un breve vuelo hasta la playa con Temerario, y así consiguió interrumpir la conversación. Pero abreviada y todo, no contribuyó a mejorar las relaciones a bordo. Los marineros, que en su mayoría no tenían una opinión muy definida sobre el tema, se pusieron de parte de su capitán, como era natural, y pensaron que era una ofensa para Riley que en su propio barco alguien manifestara abiertamente aquellos sentimientos cuando las conexiones de su propia familia con el tráfico de esclavos eran bien conocidas.

El bote con el correo llegó poco antes de la hora de comer, y Lord Purbeck eligió al joven guardiamarina Reynolds para llevarles las cartas a los aviadores. Se trataba casi de una provocación deliberada si se tenía en cuenta que era él quien había empezado la pelea aún reciente. El chico, que todavía tenía el ojo morado por el tremendo puñetazo de Blythe, sonreía con tal insolencia que Laurence decidió al instante poner fin al castigo de Martin, casi una semana antes de lo que tenía pensado, y dijo de forma intencionada:

—Mira, Temerario, una carta de la capitana Roland. Seguro que trae noticias de Dover.

Al oír eso, Temerario no tuvo más remedio que bajar la cabeza para examinar al carta. Ver tan de cerca la sombra amenazadora de su gorguera y el brillo de sus aserrados dientes impresionó a Reynolds; su sonrisa se esfumó, y él mismo no tardó en hacerlo retirándose a toda prisa de la cubierta de dragones.

Laurence se quedó allí para leer las cartas con Temerario. La de Jane Roland, apenas una página, había sido enviada tan sólo unos días después de su partida y no contenía apenas novedades; únicamente un divertido relato de la vida en la base cuya lectura les infundió ánimos, aunque también dejó al dragón suspirando por su hogar. Laurence sintió lo mismo, pero también se sorprendió un poco al no recibir más cartas de sus colegas. Ya que había llegado un correo, esperaba tener al menos noticias de Harcourt, pues sabía que era buena corresponsal, y tal vez de algún otro capitán.

Tenía una carta más, de su madre, que le habían remitido desde Dover. Los aviadores recibían su correo más rápido que nadie, ya que los dragones mensajeros hacían sus rondas de base a base, y a partir de ahí las cartas viajaban a caballo. Su madre, evidentemente, había escrito y enviado su misiva antes de recibir la carta del propio Laurence informándole de su partida.

La abrió y leyó la mayor parte en voz alta para entretener a Temerario. Su madre le hablaba sobre todo de su hermano mayor, George, que acababa de tener una niña aparte de sus otros tres hijos, y de las tareas políticas de su padre, uno de los pocos temas en los que Laurence y Lord Allendale estaban en armonía y que ahora además interesaba también al dragón. Sin embargo, se detuvo a la mitad, pues acababa de leer unas cuantas líneas que su madre había escrito como de pasada y que explicaban el inesperado silencio de sus colegas oficiales:

Naturalmente, todos estamos conmocionados por las terribles noticias del desastre de Austria, y dicen que el señor Pitt se ha puesto enfermo, lo que por supuesto ha apenado mucho a tu padre, ya que el primer ministro siempre ha sido un amigo de la Causa. Me temo que en la ciudad no se deja de hablar de que la Providencia está sonriendo a Bonaparte. Parece extraño que un único hombre marque tanta diferencia en el curso de la guerra, cuando ambos bandos están igualados en número, pero es una vergüenza lo rápido que ha caído el olvido sobre la gran victoria de Lord Nelson en Trafalgar y también sobre vuestra noble defensa de nuestras costas. Hay hombres de menos determinación que empiezan ya a hablar de paz con el Tirano.

Era obvio que ella había escrito esperando que él estuviera aún en Dover, donde las noticias del Continente llegaban más pronto, por lo que creía que Laurence debía de haberse enterado mucho antes de todo lo que había que saber. Pero, al contrario, fue una sorpresa muy desagradable para él, sobre todo porque su madre no le daba más pormenores. En Madeira había oído informes sobre varias batallas libradas en Austria, pero nada tan decisivo. Al momento le pidió a Temerario que le disculpara y se apresuró a bajar al camarote de Riley, esperando que éste tuviera más noticias, y de hecho le encontró leyendo con gesto aturdido un despacho del Ministerio que Hammond le acababa de entregar.

—Los ha hecho pedazos a todos cerca de Austerlitz —le informó Hammond, y los tres buscaron el lugar en los mapas de Riley. Austerlitz era una pequeña población situada en el corazón de Austria, al noreste de Viena—. No me han contado demasiado, porque el gobierno se reserva los detalles, pero ha causado al menos treinta mil bajas entre muertos, heridos y prisioneros. Los rusos se han dado a la fuga y los austriacos ya han firmado un armisticio.

Los hechos escuetos ya eran lo bastante graves sin necesidad de añadir más, y los tres se quedaron en silencio, estudiando las breves líneas del mensaje, que se negaban a ofrecerles nueva información por más veces que las releyeran.

—Bien —dijo Hammond finalmente—, tendremos que rendirle por hambre. ¡Gracias a Dios por Nelson y por Trafalgar! No creo que se atreva a intentar otra invasión aérea ahora que hay tres Largarios apostados en el Canal.

—¿No deberíamos volver? —aventuró Laurence tímidamente. Le parecía una proposición tan egoísta que se sintió culpable al decirla en alto, y aun así estaba convencido de que en Inglaterra los necesitaban con urgencia. Las formaciones de Excidium, Mortiferus y Lily constituían una fuerza letal con la que había que contar, pero tres dragones no podían estar en todas partes, y Napoleón ya había encontrado antes formas de atraerlos adonde quería.

—No he recibido órdenes de regresar —contestó Riley—, aunque debo añadir que es una sensación muy rara navegar a China tras leer estas noticias como si no pasara nada, cuando llevamos un navío con ciento cincuenta cañones y un dragón de combate pesado.

—Caballeros, están en un error —intervino Hammond en tono mordaz—. Este desastre sólo hace más urgente nuestra misión. La única forma de que Napoleón sea derrotado, y de que nuestra nación sea algo más que una isla sin importancia situada frente a las costas de una Europa francesa, es el comercio. Puede que los austriacos y los rusos hayan sufrido una derrota momentánea, pero mientras podamos suministrar fondos y recursos a nuestros aliados continentales, pueden estar seguros de que seguirán resistiéndose a la tiranía de Bonaparte. Debemos continuar. Si no conseguimos ningún otro beneficio, al menos debemos asegurar la neutralidad de China y proteger nuestro comercio oriental. Ningún objetivo militar es más importante que éste.

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