He de dejar de escribir ya, porque tenemos patrulla, y Volatilus va al sur por la mañana. Todos rezamos por que tengáis un viaje seguro y un pronto retorno.
Etc.,
Catherine Harcourt
—¿Qué es eso que cuenta Harcourt de que has enseñado a los demás dragones a robar ganado del corral? —exigió Laurence, apartando la mirada de la carta. Estaba aprovechando la hora antes de la cena para leer y responder el correo.
Temerario puso una expresión tan reveladora que era imposible dudar de su culpabilidad.
—Eso no es verdad, no he enseñado a nadie a robar. Los pastores de Dover son muy perezosos y no siempre vienen por la mañana —puntualizó—, así que tenemos que esperar y esperar junto a los corrales, y además, se supone que esas ovejas son para nosotros, así que no se le puede llamar robo.
—Supongo que debí haber sospechado algo cuando dejaste de quejarte de que siempre venían tarde —dijo Laurence—, pero ¿cómo demonios lo conseguiste?
—La puerta es de lo más simple —respondió Temerario—. La cerca sólo tiene un barrote que puede levantarse con facilidad, y entonces se abre sola. Nitidus es el que mejor sabe hacerlo, porque tiene las manos más pequeñas. Aunque es difícil mantener a los animales dentro del corral, y la primera vez que conseguí abrirlo se escaparon todos —añadió—. Maximus y yo tuvimos que perseguirlos horas y horas. ¡Eh, no fue nada divertido! —dijo, y levantó la gorguera, se sentó sobre los cuartos traseros y miró a Laurence con gran indignación.
—Te pido perdón —contestó Laurence cuando consiguió dejar de reírse—. De veras, te pido perdón. Es sólo que al imaginaros a ti y a Maximus, y a las ovejas… ¡Oh, cielos! —Laurence volvió a troncharse de risa, aunque trataba de contenerse: los miembros de su tripulación le miraban atónitos, y el dragón estaba muy ofendido.
—¿Hay más noticias en la carta? —preguntó Temerario en tono frío cuando Laurence recobró por fin la compostura.
—Nada nuevo, pero todos los dragones te envían sus saludos y su cariño —dijo Laurence, conciliador—. Puedes consolarte pensando que todos se han puesto malos, y si estuvieses allí seguro que te habría pasado lo mismo —añadió al ver que Temerario se ponía nostálgico al acordarse de sus amigos.
—No me importaría ponerme malo con tal de estar en casa. Además, seguro que Volly me pega el resfriado —dijo Temerario con voz tétrica, a la vez que miraba a Volly. El pequeño Abadejo Gris no dejaba de sorber en sueños, y según respiraba en su hocico se formaban unas burbujas de mucosidad que se hinchaban y deshinchaban, y también había un hilillo de saliva colgando de su boca entreabierta.
Honradamente, Laurence no tenía mucha esperanza de que sucediese lo contrario, así que cambió de tema.
—¿Quieres mandar algún recado? Voy a bajar a escribir las respuestas para que las lleve James. Me temo que va a ser la última ocasión que tengamos en mucho tiempo de enviar cartas mediante un dragón mensajero, ya que los nuestros no llegan hasta el Lejano Oriente a no ser que se trate de un asunto muy urgente.
—Diles sólo que les mando recuerdos —contestó Temerario—. Y cuéntales a la capitana Harcourt y también al almirante Lenton que yo no estaba robando en absoluto. Ah, y háblales a Maximus y a Lily de ese poema escrito por un dragón: era muy interesante, y a lo mejor les gusta oírlo. Y diles también que he aprendido a subir al barco trepando, y que hemos cruzado el ecuador, y háblales de Neptuno y de Badger Bag.
—¡Basta, basta! Me vas a hacer escribir una novela —dijo Laurence, levantándose con agilidad. Por suerte, su pierna se había curado por fin y ya no tenía que cojear por la cubierta como un anciano. Acarició a Temerario y le preguntó—: ¿Quieres que vengamos a sentarnos contigo mientras nos tomamos el oporto?
Temerario ronroneó y le dio un cariñoso topetazo con la nariz.
—Gracias, Laurence. Será un placer, y además me gustaría que James me contara noticias de los otros, aparte de las que traen tus cartas.
Tras terminar de redactar sus respuestas cuando dieron las tres, Laurence y sus invitados cenaron más cómodos de lo habitual. Normalmente, Laurence mantenía la etiqueta y Granby y sus oficiales seguían su ejemplo, mientras que Riley y sus subordinados lo hacían por propia iniciativa y siguiendo las costumbres de la Armada: todos ellos se asfixiaban de calor en cada comida bajo chaquetas de grueso paño y pañuelos perfectamente anudados, pero James tenía el desprecio por las convenciones de un aviador nato junto con la confianza en sí mismo de un hombre que llevaba siendo capitán desde los catorce años, aunque fuera tan sólo de un dragón correo individual. Sin apenas pausa, se quitó la chaqueta nada más bajar, diciendo:
—¡Santo Dios, qué cerrado está esto! No sé cómo puedes respirar, Laurence.
El interpelado no lamentó seguir su ejemplo, cosa que habría hecho a pesar de todo para evitar que se sintiera fuera de lugar. Granby fue el siguiente, y tras una breve sorpresa, Riley y Hammond les imitaron, pero Lord Purbeck se quedó con la casaca puesta y una clara mirada de desaprobación. La cena fue bastante animada; aunque, a petición de Laurence, James se reservó sus propias noticias hasta que estuvieron cómodamente instalados en la cubierta de dragones con sus puros y su oporto, donde Temerario podía oírles y de paso proporcionaba con su cuerpo un baluarte contra los oídos indiscretos del resto de la tripulación. Laurence envió a los aviadores al castillo de proa; el único que quedó allí arriba fue Sun Kai, que como era costumbre en él estaba tomando el aire en su rincón reservado de la cubierta de dragones, lo bastante cerca para escuchar lo que de todas formas debía de sonar bastante ininteligible para él.
James tenía mucho que contarles sobre los movimientos de las formaciones. Casi todos los dragones de la división del Mediterráneo habían sido reasignados al Canal: Laetificat, Excursius y sus respectivas escuadrillas debían ofrecer una protección casi impenetrable en el caso de que Bonaparte, envalentonado por su éxito en el Continente, intentara otra invasión aérea.
—Pero con todos esos cambios no quedan demasiadas fuerzas para detenerlos si intentan atacar Gibraltar —concluyó Riley—, y tenemos que mantener vigilancia estrecha sobre Toulon. Puede que hayamos hecho veinte presas en Trafalgar, pero ahora Bonaparte tiene a su disposición todos los bosques de Europa y puede construir más barcos. Espero que el Ministerio lo tenga en cuenta.
—¡Diablos! —exclamó James, incorporándose en la silla con un golpetazo; hasta ese momento tenía la silla inclinada en un equilibrio más bien precario, mientras apoyaba los pies en la regala—. Soy un asno. Supongo que no sabrán nada del señor Pitt.
—¿No seguirá enfermo? —preguntó Hammond, intranquilo.
—No, enfermo no —respondió James—. Muerto desde hace más de quince días. Las noticias le mataron, según dicen. Se metió en la cama al enterarse del armisticio y nunca volvió a salir de ella.
—Que Dios acoja su alma —dijo Riley.
—Amén —añadió Laurence, conmocionado. Pitt no era un hombre viejo; de hecho, era más joven que su padre.
—¿Quién es el señor Pitt? —preguntó Temerario, y Laurence le explicó en qué consistía el puesto de primer ministro.
—James, ¿tienes idea de quién va a formar el nuevo gobierno? —dijo luego, preguntándose qué consecuencias tendría para él mismo y para Temerario si el nuevo ministro pensaba que había que tratar a China de una forma distinta, más conciliadora o bien más beligerante.
—No, partí de allí antes de que nos llegaran noticias —dijo James—. Te prometo que si cuando vuelva ha cambiado algo, haré todo lo que pueda para llevaros información a Ciudad del Cabo, pero —añadió— normalmente nos envían aquí abajo menos de una vez cada seis meses, así que yo no contaría con ello. Aquí los sitios de aterrizaje son demasiado inseguros y varios correos que trataban de volar sobre tierra o que simplemente pasaban una noche en la orilla se han perdido sin dejar rastro.
James partió a la mañana siguiente, y siguió despidiéndose con la mano a lomos de Volly hasta que el pequeño dragón gris y blanco desapareció del todo tras unos jirones de nubes bajas. Laurence había tenido tiempo de redactar una breve respuesta para Harcourt, así como de añadir unos apéndices a las cartas para su madre y para Jane que ya tenía empezadas, y el correo se las llevó todas. Casi con seguridad, eran las últimas noticias que recibirían de él en varios meses.
Apenas tuvo tiempo para la melancolía: enseguida reclamaron su presencia bajo cubierta para consultar con Liu Bao el sustituto apropiado para el órgano de cierta especie de mono que solía utilizarse en determinado plato. Cuando Laurence sugirió riñones de cordero, solicitaron su ayuda para otra tarea, y el resto de la semana transcurrió entre preparativos cada vez más frenéticos. La cocina funcionaba día y noche a todo vapor, hasta que llegó a hacer tanto calor en la cubierta de dragones que incluso a Temerario le pareció algo excesivo. Los sirvientes chinos se dedicaron también a limpiar el barco de plagas, una tarea desesperada en la que sin embargo se volcaron con tesón. Algunos días subían a cubierta hasta cinco o seis veces para tirar los cadáveres de las ratas por la borda, mientras los guardiamarinas los miraban indignados, ya que en las últimas etapas de un viaje los roedores solían convertirse en parte de su dieta.
Laurence no tenía la menor idea de lo que podía deparar aquella ocasión, pero tuvo la precaución de vestirse con especial ceremonia, e incluso tomó prestado a Jethson, el camarero de Riley, para que le hiciera de ayuda de cámara. Se puso su mejor camisa, almidonada y planchada, medias de seda, calzas hasta la rodilla en vez de pantalones y botas de cuero a las que había sacado brillo. También la medalla de oro del Nilo, donde había servido como teniente, sobre un gran lazo azul, y la insignia de plata que habían concedido recientemente a los capitanes de la batalla de Dover.
Se alegró de haberse tomado tantas molestias en cuanto entró en los aposentos de los chinos. Cuando atravesó la puerta, tuvo que agacharse bajo un pesado telón rojo; la estancia estaba adornada con cortinas tan lujosas que, de no ser por el balanceo constante de la nave bajo sus pies, habría parecido un pabellón erigido en tierra firme. En la mesa había piezas de porcelana fina, cada una de un color diferente, y muchas de ellas con cantos de plata y de oro, y los palillos lacados con los que Laurence había tenido pesadillas toda la semana estaban delante de cada asiento.
Yongxing ya ocupaba su puesto, presidiendo la mesa en pose majestuosa y vestido con su ropa más elegante, una túnica de seda dorada con dragones bordados en azul y en negro. Laurence se sentó lo bastante cerca para ver que los ojos y las garras de los dragones eran pequeños fragmentos de piedras preciosas; y en el centro, cubriendo el pecho, había un solo dragón mayor que el resto, bordado en pura seda blanca, con rubíes en los ojos y cinco garras extendidas en cada pata.
De algún modo se las arreglaron para entrar todos, hasta los más pequeños, Roland y Dyer. Los oficiales más jóvenes se apretujaban juntos en una mesa separada, con las mejillas brillantes y sonrosadas de calor. Los camareros sirvieron vino directamente a todos los comensales sentados, mientras que otros vinieron desde la cocina con grandes bandejas que pusieron a lo largo de las mesas: carnes frías y cortadas en lonchas, mezcladas con un surtido de nueces amarillas, cerezas en conserva y gambas con las cabezas y las patas delanteras intactas.
Yongxing levantó su copa para el primer brindis y todos se apresuraron a beber con él; el vino de arroz se servía caliente y bajaba con una facilidad peligrosa. Aquélla era, evidentemente, la señal para empezar: los chinos atacaron las bandejas y los hombres más jóvenes siguieron su ejemplo con pocas dudas. Al echar un vistazo, Laurence comprobó con cierto embarazo que Roland y Dyer no tenían la menor dificultad con los palillos y que ya estaban masticando a dos carrillos. Él mismo sólo había conseguido llevarse un trozo de carne de buey a la boca a fuerza de pincharlo con uno de los palillos. La carne tenía un sabor ahumado que no resultaba desagradable. En cuanto terminó de tragárselo, Yongxing levantó la copa para otro brindis y tuvo que beber otra vez. Este procedimiento se repitió varias veces más, hasta que Laurence sintió un calor bastante incómodo y la cabeza empezó a darle vueltas.
Poco a poco se envalentonó con los palillos y se arriesgó a coger una gamba, aunque los oficiales que le rodeaban las evitaban, pues la salsa las hacía resbaladizas y difíciles de manejar. La gamba bailó en un precario equilibrio y le miró con sus diminutos ojos negros; Laurence siguió el ejemplo de los chinos y la mordió justo por debajo de la cabeza. Enseguida buscó la copa, respirando hondo por la nariz: la salsa era increíblemente picante e hizo que su frente rompiera a sudar de nuevo, con gotas que le caían por las mandíbulas hasta el cuello de la camisa. Liu Bao soltó una risa escandalosa al ver su expresión y le sirvió más vino, inclinándose por encima de la mesa para darle una palmada de aprobación en el hombro.
Poco después retiraron las bandejas y las reemplazaron por un surtido de platos de madera con bolas rellenas hervidas, algunas de ellas recubiertas de una capa tan fina como papel crepé y otras de una masa blanca gruesa y fermentada. Al menos cogerlas con los palillos era más fácil, y se podían masticar y tragar de una vez. Era evidente que los cocineros, a falta de ingredientes esenciales, habían recurrido al ingenio. Laurence encontró un trozo de alga en una bola, y los riñones de cordero hicieron su aparición en otra. Las siguieron otras tres tandas de platos pequeños, y después uno extraño hecho de pescado crudo, rosado y carnoso, con fideos fríos y verduras encurtidas que se habían vuelto marrones tras su largo almacenaje. Cuando Hammond preguntó qué era una extraña sustancia crujiente que había en la mezcla, le dijeron que se trataba de medusa seca; información que hizo que varios hombres cogieran aquellos trozos y los tiraran al suelo con disimulo.
Recurriendo a ademanes y a su propio ejemplo, Liu Bao animó a Laurence a mezclar los ingredientes lanzándolos literalmente al aire, y Hammond tradujo sus palabras para informar de que esto daba buena suerte, mejor cuanto más alto se lanzaban. Los ingleses se mostraron dispuestos a intentarlo, pero su coordinación no estaba a la altura de la tarea, y pronto los uniformes y las mesas quedaron sembrados de trozos de pescado y verduras. La solemnidad de la ocasión recibió así un golpe mortal: tras casi una jarra de vino de arroz por comensal, ni siquiera la presencia de Yongxing pudo reprimir la hilaridad entre los oficiales al ver cómo sus compañeros se ponían perdidos.