Temerario II - El Trono de Jade (30 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—¿Ha sabido usted algo de su familia, capitán? —le preguntó a través del traductor—. Espero que estén todos bien.

—No tengo ninguna noticia nueva, señor, aunque le agradezco el interés —respondió Laurence.

Después pasaron un cuarto de hora dedicados a conversaciones intrascendentes sobre el tiempo y los pronósticos para su partida. Laurence estaba un tanto sorprendido de aquel cambio tan súbito en la acogida que le dispensaban los chinos.

Poco después trajeron de la cocina un par de corderos abiertos en canal, sobre un lecho de masa y bañados en una salsa gelatinosa de color entre rojo y naranja, y los llevaron al claro en grandes bandejas de madera. Temerario se puso contento en cuanto los vio, pues las especias eran tan fuertes que podía saborearlas incluso con sus sentidos embotados, e hizo una comida en condiciones.

—Tenía hambre, después de todo —dijo, relamiéndose la salsa del hocico y poniendo la cabeza en el suelo para que le limpiaran a conciencia. Laurence esperaba que aquella medida no le hiciera ningún daño: cuando limpió a Temerario le cayó algo de salsa en la mano, y comprobó que le quemaba literalmente la piel y le dejaba marcas. Pero el dragón parecía satisfecho, ni siquiera pidió más agua de lo habitual, y en opinión de Keynes lo más importante era que siguiese comiendo.

Laurence apenas tuvo ni que pedir que volvieran a prestarle a los cocineros. Yongxing no sólo se mostró de acuerdo, sino que él mismo se empeñó en supervisar sus tareas y en insistirles para que preparasen platos más elaborados, y también recurrió a su propio médico, quien recomendó que añadieran diversas hierbas a la comida. Los pobres criados tuvieron que ir al mercado (el único lenguaje que compartían con los vendedores locales era el de la plata) para reunir todos los ingredientes que pudieran encontrar, cuanto más caros y exóticos, mejor.

Aunque Keynes era escéptico, aquello no le preocupó. En cuanto a Laurence, se sentía más consciente de la deuda de gratitud que estaba contrayendo que verdaderamente agradecido. Con remordimientos por su falta de sinceridad, no intentó inmiscuirse en los menús, aunque cada día los criados volvían en tropel del mercado cargados con ingredientes cada vez más extraños: pingüinos rellenos con grano, bayas y con sus propios huevos; carne ahumada de elefante traída por cazadores que se arriesgaban a emprender el peligroso viaje a las tierras del interior; ovejas de cola gruesa que tenían pelo en vez de lana; y especias y verduras aún más exóticas. Los chinos insistían en estas últimas y juraban que eran muy saludables para los dragones, aunque la costumbre inglesa siempre había sido alimentarlos con una dieta sólo de carne. Temerario, por su parte, se comía aquellos platos tan elaborados uno detrás de otro sin más efecto secundario que una fea tendencia a eructar después.

Los niños del lugar, animados al ver que Dyer y Roland trepaban con frecuencia sobre el cuerpo de Temerario, se habían convertido en visitantes habituales. Empezaron a ver la búsqueda de ingredientes como un juego y aplaudían cada nuevo plato o lo abucheaban de vez en cuando si no les parecía lo bastante imaginativo. Los chicos nativos eran miembros de las tribus diversas que habitaban aquella región. La mayoría se ganaba la vida pastoreando, pero otros forrajeaban en las montañas y los bosques que había más allá; estos últimos se unieron a la diversión y cada día traían artículos que sus parientes mayores encontraban demasiado raros para su propio consumo.

El golpe maestro fue un hongo deforme y gigantesco que cinco chiquillos trajeron al claro con aire de triunfo. Las raíces aún estaban cubiertas de tierra húmeda y negra, parecía una seta, pero tenía tres casquetes en lugar de uno solo, puestos uno encima del otro a lo largo del tallo, y el más grande medía más de dos palmos de diámetro. La seta olía tan mal que los chicos la traían apartando la cara de ella y se la pasaban de unos a otros entre ruidosas carcajadas.

Los criados chinos se la llevaron entusiasmados a las cocinas del castillo, tras pagar a los chicos con puñados de cintas y conchas de colores. Poco después el general Baird vino al claro a quejarse. Laurence le siguió hasta el castillo y comprendió sus objeciones incluso antes de entrar en el complejo. No había humo a la vista, pero el olor del plato que estaban guisando impregnaba el aire, y era una mezcla de repollo guisado y el moho verde que crecía sobre los maderos de la cubierta en tiempo húmedo: un tufo agrio y empalagoso que se pegaba a la lengua. La calle que había al otro lado de la pared de la cocina solía estar abarrotada de mercaderes locales, pero ahora se encontraba desierta, y los muros del castillo eran prácticamente inhabitables por culpa de aquel miasma. Los embajadores se alojaban en otro edificio, lejos de las cocinas, por lo que no se habían visto afectados en persona, pero los soldados estaban acuartelados allí al lado y no se les podía exigir que comieran en una atmósfera tan repugnante.

Los afanosos cocineros que, en opinión de Laurence, tenían que haber perdido el sentido del olfato tras una semana de elaborar platos con olores cada vez más fuertes, protestaron a través del intérprete alegando que la salsa aún no estaba hecha, y fue necesario todo el poder de persuasión de Laurence y Baird juntos para que les entregaran el caldero donde estaban guisando la seta. Sin ningún pudor, Baird ordenó a dos infortunados soldados que se lo llevaran al claro, y ellos lo hicieron colgando el caldero de una gran rama entre ambos. Laurence los siguió, intentando no respirar hondo.

Sin embargo, Temerario recibió el plato con entusiasmo, más complacido por el hecho de que podía captar su olor que desanimado por su apestosa cualidad.

—Me parece perfecto —dijo, y asintió con gesto impaciente para que le echaran el guiso sobre la carne. Devoró uno de aquellos bueyes jorobados locales untado en la salsa y después lamió el caldero hasta dejarlo limpio, mientras Laurence lo observaba con gesto dubitativo desde una distancia lo más alejada posible sin parecer descortés.

Después de la comida, Temerario se tumbó en el suelo y cayó en una feliz somnolencia, murmurando palabras de aprobación entre las que soltaba algún que otro hipo, casi como si estuviera borracho. Laurence se acercó, algo alarmado al ver que se dormía tan rápido; pero, al notar que le empujaba, Temerario se espabiló, radiante y entusiasmado, e insistió en acariciar con el hocico a Laurence. Su aliento se había vuelto tan insoportable como el hedor original. Laurence apartó el rostro para no vomitar, y se sintió muy feliz cuando Temerario volvió a caer dormido y él pudo escapar del afectuoso abrazo de las patas delanteras del dragón.

Tuvo que lavarse y cambiarse de ropa para volver a estar presentable, pero después aún podía captar el olor pegado a su cabello. Pensó que aquello era insoportable y se sintió justificado para elevar una protesta ante los chinos. Con ella no les ofendió, pero tampoco la recibieron con la seriedad que había esperado. De hecho, Liu Bao soltó unas carcajadas estentóreas cuando él describió los efectos de la seta. Y cuando Laurence sugirió que tal vez podían organizar un surtido de platos más convencional y limitado, Yongxing rechazó la idea diciendo:

—No podemos insultar a Lung Tien ofreciéndole lo mismo todos los días. Lo único que han de hacer los cocineros es ser más cuidadosos.

Laurence se marchó sin salirse con la suya y con la sospecha de que le habían usurpado el control sobre la dieta de Temerario. Sus temores no tardaron en confirmarse. Cuando el dragón despertó al día siguiente tras dormir más horas de lo habitual, se encontraba mucho mejor y ya no tenía congestión. El resfriado desapareció por completo unos días después, pero aunque Laurence insinuó varias veces que ya no necesitaban más ayuda, los platos preparados siguieron llegando. Temerario no tenía nada que objetar, aunque ya estaba recuperando el olfato.

—Creo que estoy empezando a distinguir unas especias de otras —dijo, mientras se relamía las garras; había decidido coger la comida con las patas delanteras en vez de alimentarse directamente de los comederos—. Esta cosa roja se llama
hua jiao,
y me gusta mucho.

—Mientras disfrutes de tu comida… —dijo Laurence.

Esa misma noche, más tarde, le confió a Granby mientras cenaban en su habitación:

—No puedo decir nada más sin ser grosero. Al menos, los esfuerzos de los chinos han conseguido que se encuentre bien y coma mejor. Ahora no puedo decirles «no, gracias», sobre todo cuando a él le gusta.

—Si quiere saber mi opinión, no deja de ser una intromisión por su parte —dijo Granby, contrariado—. ¿Cómo vamos a seguir alimentándolo de esa forma cuando lo llevemos de vuelta a casa?

Laurence meneó la cabeza, tanto por la pregunta como por el uso del
cuando
. Con gusto habría aceptado la incertidumbre sobre el primer punto a cambio de tener alguna seguridad sobre el segundo.

La
Allegiance
dejó detrás África y navegó casi en línea recta hacia el este llevada por la corriente. Riley pensaba que era mejor eso que remontar la costa enfrentándose al capricho de los vientos, que, por el momento, soplaban más hacia el sur que hacia el norte, aunque no le gustaba la idea de abrirse camino a través del centro del Índico. Laurence contempló cómo tras ellos el estrecho gancho de tierra se oscurecía y se desvanecía bajo el océano. Llevaban cuatro meses de viaje y aún les quedaba más de la mitad de la distancia hasta China.

Entre el resto de la tripulación del barco reinaba un humor tan desconsolado como el suyo por dejar atrás aquel puerto acogedor con todas sus atracciones. En Ciudad del Cabo no había cartas esperándolos, porque Volly les había traído ya su correo, y tenían pocas perspectivas de recibir más noticias de su hogar a menos que alguna fragata o buque mercante más rápido que la
Allegiance
los adelantara; pero pocas naves de ese tipo se aventuraban a navegar hacia China al principio de la estación. De modo que no tenían nada agradable que esperar, y a cambio el fantasma seguía acechando ominoso en la mente de todos.

Los marineros, preocupados por sus temores supersticiosos, no estaban todo lo atentos que deberían a sus labores. Tres días después de zarpar del puerto, Laurence, tras dormir a saltos, se despertó antes del amanecer al oír una voz que atravesaba el fino mamparo de separación entre su camarote y el contiguo. Riley estaba abroncando al teniente Beckett, que había hecho guardia en el turno central. El viento había cambiado y había empezado a soplar más fuerte durante la noche, y Beckett, confundido, los había llevado en un rumbo erróneo y se había olvidado de arrizar la vela principal y la de mesana. Normalmente, sus fallos eran corregidos por los marineros más experimentados, que tosían hasta que acertaba con la orden correcta, pero ahora estaban más preocupados por eludir al fantasma y se mantenían apartados de las jarcias, de modo que nadie le había advertido en esta ocasión y ahora la
Allegiance
se había desviado al norte de su rumbo.

La marejada se levantaba ya hasta casi cinco metros de altura bajo un cielo que empezaba a aclararse; las olas pálidas se veían verdosas y translúcidas como el vidrio bajo la espuma jabonosa, y se alzaban en agudos picos que enseguida volvían a hundirse entre grandes nubes blancas. Laurence subió a la cubierta de dragones mientras se calaba la capucha del sueste, con los labios secos y tiesos por la sal. Temerario estaba enroscado sobre sí mismo, lo más lejos posible de la borda, con la piel húmeda y lustrosa bajo la luz de las lámparas.

—Supongo que no podrán subir un poco los fuegos de la cocina… —sugirió, en tono algo quejumbroso, asomando la cabeza por debajo de las alas y con los ojos reducidos a dos ranuras para evitar la espuma. Después tosió un poco para añadir énfasis a sus palabras. Probablemente estaba haciendo teatro, porque ya se había curado por completo de su resfriado antes de abandonar el puerto, pero Laurence prefería no arriesgarse a una recaída. Aunque el agua estaba tan caliente como la de una bañera, el viento que soplaba en ráfagas erráticas desde el sur era frío. Laurence ordenó a los miembros de su tripulación que trajeran trozos de hule para cubrir a Temerario y a los encargados del arnés que los cosieran para que no se moviesen del sitio.

Temerario tenía un aspecto muy curioso bajo aquella capota provisional: sólo se le veía la nariz, y cada vez que quería cambiar de posición se movía con torpeza, como un montón de ropa sucia animado de vida propia. A Laurence no le importaba con tal de que estuviera caliente y seco, e hizo caso omiso de las risitas disimuladas que sonaban en el castillo de proa, y también de Keynes, que rezongó algo sobre mimar a sus pacientes e incitarlos a fingirse enfermos. El mal tiempo impedía leer sobre la cubierta, así que Laurence se metió bajo la capota para sentarse con Temerario y hacerle compañía. El tejido aislante no sólo conservaba el calor de la cocina, sino también el del propio cuerpo del dragón. Laurence tuvo que quitarse la chaqueta y, recostado contra Temerario, pronto empezó a adormilarse y a dar respuestas vagas, sin prestar demasiada atención a la conversación.

—¿Estás dormido, Laurence? —dijo Temerario.

Él se espabiló al oírle, y se preguntó si realmente llevaba dormido mucho rato o si tal vez un pliegue de la capota impermeable había caído y bloqueaba la abertura; el caso es que estaba muy oscuro.

Salió de debajo de los pesados hules. El océano se había calmado hasta convertirse casi en una superficie lisa, y directamente ante ellos había un sólido frente de nubes de color negro púrpura que cubría todo el horizonte oriental. La aurora teñía de rojo su borde inflado y barrido por el viento, mientras que en el interior los destellos de los relámpagos perfilaban durante breves instantes los contornos de las enormes masas de cúmulos. Lejos, al norte, una línea de nubes deshilachadas marchaba para unirse al grupo principal, describiendo una curva en el cielo un punto más allá de la nave. Mientras, justo por encima del barco, el cielo seguía despejado.

—Por favor, haga que traigan las cadenas de tormenta, señor Fellowes —dijo Laurence, dejando el catalejo. En las jarcias ya reinaba una gran actividad.

—Tal vez debería capear el temporal desde el aire —le sugirió Granby, reuniéndose con él en la borda. Era una proposición lógica: aunque Granby había estado ya antes en barcos de transporte, había servido casi exclusivamente en Gibraltar y en el Canal, y no tenía demasiada experiencia en alta mar. La mayoría de los dragones podía mantenerse en el aire un día entero, siempre que planearan sobre el viento y se les diera de comer y beber antes de emprender el vuelo. Era la forma habitual de quitarlos de en medio cuando un transporte se topaba con una tormenta o una borrasca; pero ahora se trataba de algo muy distinto. Laurence meneó la cabeza.

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