Temerario II - El Trono de Jade (31 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—Ha sido una buena idea coserle encima esos hules. Con ellos estará mucho más cómodo debajo de las cadenas —dijo, y vio que Granby captaba el significado de sus palabras.

Subieron las cadenas de tormenta por piezas, pues cada eslabón era tan grueso como la muñeca de un niño, y las pasaron sobre la espalda de Temerario cruzándolas en diagonal. Después trajeron unos gruesos cables, trenzados y recubiertos para aumentar su resistencia, los pasaron a través de todos los eslabones y los aseguraron a los cuatro postes dobles que había en las esquinas de la cubierta de dragones. Laurence, preocupado, inspeccionó todos los nudos e hizo que rehicieran unos cuantos a su entera satisfacción.

—¿Estás bien enganchado por todas partes? —le preguntó a Temerario—. ¿Te aprieta demasiado?

—No puedo moverme con estas cadenas encima —dijo el dragón, comprobando el estrecho margen de maniobra que tenía, y retorciendo inquieto el extremo de la cola mientras hacía fuerza contra sus sujeciones—. Esto no es como el arnés. ¿Para qué sirve? ¿Por qué tengo que llevarlo?

—Por favor, no tenses las cuerdas —dijo Laurence, preocupado, y se acercó a comprobarlas. Por suerte, ninguna se había deshilachado—. Siento tener que hacer esto —añadió al volver con Temerario—, pero hay que atarte a la cubierta por si tenemos mar gruesa: de lo contrario podrías resbalar y caer al agua, o desviar el barco de su rumbo con tus movimientos. ¿Estás muy incómodo?

—No, no es para tanto —repuso Temerario, aunque no se le veía nada contento—. ¿Va a ser mucho rato?

—Mientras dure la tormenta —dijo Laurence, y miró hacia proa. El frente de nubes se estaba desdibujando en la masa oscura y plomiza del cielo, y ya había devorado al sol del nuevo día—. Iré a mirar el barómetro.

El mercurio estaba muy bajo en el camarote de Riley, que encontró vacío, y fuera del café recién hecho no había nada que oliera a desayuno. Laurence aceptó una taza del camarero y se la bebió allí mismo de pie y caliente, para volver enseguida a cubierta. Durante su breve ausencia, la marejada había crecido tal vez tres metros más, y ahora la
Allegiance
estaba demostrando su auténtico temple, rompiendo limpiamente las olas con su proa de hierro forjado y apartándolas a ambos lados con su enorme peso.

Estaban poniendo fundas de tormenta en las escotillas. Laurence hizo una inspección final de las sujeciones de Temerario y después le dijo a Granby:

—Envíe abajo a los hombres. Yo haré la primera guardia.

Después se metió de nuevo bajo el hule que cubría la cabeza de Temerario y se quedó junto a él, acariciando su suave hocico.

—Me temo que vamos a tener viento fuerte un buen rato —le dijo—. ¿Quieres comer algo más?

—Ayer cené tarde, no tengo hambre —respondió Temerario. Al amparo de la capucha, sus pupilas se habían ensanchado, negras y húmedas, con sólo unos finísimos bordes de azul en forma de luna creciente. Las cadenas de hierro rechinaron cuando volvió a mover su peso, una nota más aguda que el grave crujir de los maderos de la nave—. Ya estuvimos otra vez en una tormenta, a bordo del
Reliant
—dijo—. Y no me tuve que poner estas cadenas.

—Eras mucho más pequeño entonces, y también lo era aquella tormenta —respondió Laurence.

Temerario se rindió, pero no sin emitir unos gruñidos de descontento. En vez de continuar con la conversación, se tumbó en silencio, arañando de vez en cuando los bordes de las cadenas con las garras. Estaba tendido con la cabeza apuntando hacia la popa para que no le cayera la espuma del mar. Laurence podía ver más allá de su hocico y contemplar a los marineros, que estaban atareados asegurando los cabos de tormenta y recogiendo las velas. Todos los ruidos, salvo el grave rechinar metálico, quedaban ahogados por la espesa capa de tela.

Cuando sonaron dos campanadas en la guardia de media mañana, sobre las amuras se alzaban ya gruesas cortinas de agua que azotaban la cubierta de dragones y caían sobre el castillo de proa. La cocina estaba fría, ya no habría fuegos a bordo hasta que terminara la tormenta. Acurrucado en el suelo, Temerario había dejado de quejarse y ahora trataba de ajustar la capota de hule sobre los dos. Sus músculos se retorcían bajo la piel para sacudirse los pequeños riachuelos de agua que se colaban entre las capas de tejido.

—¡Todos a sus puestos! ¡Todos a sus puestos! —el viento trajo la voz de Riley a lo lejos.

El contramaestre repitió la llamada haciendo bocina con las manos y los hombres subieron corriendo a cubierta. Las pisadas sordas de muchos pies resonaron sobre la tablazón mientras empezaba la tarea de plegar velas y poner la nave a favor del viento.

La campana sonaba a cada vuelta del reloj de arena, de media hora en media hora. Ésa era la única medida del tiempo ahora que la luz se había desvanecido y el crepúsculo sólo consistía en un gradual aumento de la oscuridad. Una fosforescencia gélida y azul bañaba la cubierta, seguía por la superficie del agua e iluminaba los cables y los bordes de las tablas. A su débil resplandor podían verse las crestas del oleaje, cada vez más altas.

Ni siquiera la
Allegiance
podía romper aquellas olas, sino que debía escalarlas lentamente, y llegaba a levantarse en un ángulo tan inclinado que Laurence podía mirar a lo largo de la cubierta y ver abajo el fondo de las ondas. Después, por fin, la proa atravesaba la cresta. Entonces, casi con un brinco, cabeceaba sobre el otro lado de la ola que ya empezaba a colapsarse, cobraba velocidad y se hundía con devastadora fuerza en la espuma que bullía en el fondo de aquella zanja de agua. El enorme abanico que formaba la cubierta de dragones se levantaba vertiendo agua a raudales y excavaba un hueco en la cara de la ola siguiente; después, la nave empezaba otra vez su lenta escalada desde el principio: sólo la arena del reloj marcaba la diferencia entre una ola y la siguiente.

Por la mañana, el viento seguía soplando con la misma furia, pero el oleaje era algo más suave, y Laurence se despertó tras haber dormido durante breves intervalos y sin apenas descansar. Temerario se negó a comer.

—Aunque pudieran traerme algo, soy incapaz de comérmelo —dijo cuando le preguntó Laurence. Después volvió a cerrar los ojos. Estaba más exhausto que dormido, y tenía los ollares blancos de sal.

Granby le había relevado. Él y dos miembros más de la tripulación estaban en cubierta, acurrucados junto al otro costado de Temerario. Laurence llamó a Martin y le mandó a buscar unos trapos. La lluvia estaba demasiado mezclada con la espuma del mar para ser dulce, pero por suerte no les faltaba agua potable y habían llenado el barril de proa antes de la tormenta. Aferrándose con ambas manos a las sogas de salvamento que recorrían la cubierta de proa a popa, Martin llegó a duras penas hasta el barril y volvió con los trapos empapados en agua. Temerario apenas se movió cuando Laurence le limpió suavemente la costra de sal que le tapaba el hocico.

Sobre sus cabezas reinaba una extraña y lúgubre uniformidad, sin que se vieran ni el sol ni las nubes. La lluvia les llegaba arrastrada por breves hostigos de viento que los dejaban empapados, y cuando estaban en la cresta de las olas podían ver que aquel mar rugiente y ondulado llenaba todo el horizonte. Cuando llegó Ferris, Laurence envió a Granby bajo cubierta, y él mismo comió unas galletas y algo de queso curado. No se atrevía a abandonar el puente. La lluvia arreció conforme avanzaba el día, más fría que antes. Un fuerte mar cruzado golpeaba a la
Allegiance
por ambos lados, y la cresta de una ola monstruosa rompió contra ellos casi a la altura del trinquete; la masa de agua se abatió como un puño sobre el cuerpo de Temerario y lo despertó de su inquieto sueño con un sobresalto.

La riada derribó a los pocos aviadores que estaban junto al dragón, y los arrancó dando tumbos de los escasos agarraderos que tenían a mano sobre el barco. Laurence sujetó a Portis antes de que resbalara por el borde de la cubierta de dragones para caer sobre las escaleras, pero después tuvo que aguantar hasta que el guardiadragón consiguió aferrarse a la soga de seguridad y recuperar el equilibrio. Temerario estaba tirando de las cadenas, mientras llamaba a Laurence medio dormido y preso de un ataque de pánico. Su tremenda fuerza hacía que la tablazón empezara a curvarse junto a la base de los postes.

Laurence avanzó a duras penas por la cubierta empapada para tocar el costado de Temerario y tranquilizarlo.

—Sólo ha sido una ola. Estoy aquí —se apresuró a decirle.

Temerario dejó de debatirse y se tumbó jadeante sobre la cubierta, pero había tensado demasiado las cuerdas y las cadenas estaban más sueltas justo cuando más necesarias eran y el oleaje era demasiado violento como para que unos hombres de tierra firme, aunque fuesen aviadores, pudieran reasegurar los nudos.

Otra ola embistió la aleta de la
Allegiance
y la hizo escorarse de una forma alarmante. El dragón se deslizó y todo su peso presionó contra las cadenas, tensándolas aún más. Instintivamente clavó las garras para agarrarse a la cubierta. Las planchas de roble se astillaron bajo sus uñas.

—¡Ferris, venga aquí! ¡Quédese con él! —rugió Laurence, mientras él mismo se abría paso sobre la cubierta.

Las olas barrían el puente en rápida sucesión. Laurence se movía a ciegas de una soga hasta la siguiente, y sus manos encontraban agarraderos sin que él las dirigiera de forma consciente.

Los nudos, empapados y apretados por los tirones de Temerario, se resistían testarudos. Laurence sólo podía trabajar con ellos cuando los cabos dejaban de estar tirantes en los breves intervalos entre ola y ola, y cada centímetro ganado suponía un duro esfuerzo. La única ayuda que el dragón podía brindarle era mantenerse lo más pegado al suelo posible; aparte de eso, toda su atención se concentraba en seguir donde estaba.

Laurence no podía ver a nadie en la cubierta, ya que la espuma le nublaba la visión. No había nada sólido en el mundo salvo las sogas que le quemaban las manos y los rechonchos postes de hierro. El cuerpo de Temerario se adivinaba como una porción de aire ligeramente más oscura. Sonaron dos campanadas en el primer turno de la guardia de cuartillo
[4]
; en algún lugar detrás de las nubes el sol se estaba poniendo. Por el rabillo del ojo Laurence vio una sombra acercándose. Un instante después, Leddowes se arrodillaba a su lado para ayudarle con las sogas. Leddowes tiraba mientras Laurence aseguraba los nudos, y cuando las olas venían se agarraban el uno al otro y a los postes de hierro, hasta que por fin sintieron bajo sus dedos el metal de las cadenas: habían conseguido tensar la cuerda.

Era casi imposible hablar sobre el ulular de la tempestad. Laurence se limitó a señalar hacia el segundo poste de babor, Leddowes asintió y se dirigieron hacia él. Laurence iba el primero, caminando junto a la regala. Era más fácil trepar sobre los grandes cañones que mantener el equilibrio en el centro de la cubierta. Una ola pasó sobre ellos y les dio un respiro; Laurence estaba a punto de soltarse de la borda para gatear por encima de la primera carronada cuando Leddowes gritó.

Laurence se giró, vio algo oscuro que se acercaba a su cabeza y extendió instintivamente una mano para protegerse. Su brazo recibió un golpe terrible, como si le hubieran dado con un atizador. Mientras caía, logró agarrarse al cabo que sujetaba la carronada a su cureña. Sólo tuvo la confusa visión de otra sombra que se movía sobre él, y Leddowes, aterrorizado y con los ojos muy abiertos, se apartó de él levantando ambas manos. Una ola se estrelló contra el costado de la nave y Leddowes desapareció de repente.

Laurence se aferró al cañón, tragó agua salada y empezó a tirar patadas a ciegas, aunque sus botas, llenas de agua, pesaban como piedras. Se le había soltado el pelo; echó la cabeza atrás para apartárselo de los ojos y con la mano libre consiguió interceptar la palanca que descendía hacia él. Tras ella reconoció con asombro el rostro blanco de Feng Li, que estaba aterrorizado y desesperado. El chino tiró de la barra para intentar otro golpe, y ambos forcejearon de un lado a otro, Laurence medio desparrancado en la cubierta con los talones de sus botas patinando sobre los tablones mojados.

El viento, el tercer contendiente en aquella batalla, trataba de separarlos y al final fue el vencedor: la palanca resbaló de los dedos de Laurence, que estaban dormidos por culpa de la cuerda. Feng Li, aún en pie, retrocedió tambaleándose y con las manos extendidas a ambos lados como si diera un abrazo al viento: éste, complaciente, lo levantó sobre la borda y lo lanzó hacia las aguas efervescentes, donde desapareció sin dejar rastro.

Laurence se puso en pie y se asomó sobre la regala: no había señal de Feng Li ni de Leddowes. Ni siquiera podía ver la superficie del agua por las grandes nubes de bruma y niebla que se alzaban de entre las olas. Nadie más había visto su breve lucha. A sus espaldas, la campana repicó de nuevo para otra vuelta del reloj de arena.

Demasiado confuso por la fatiga para deducir alguna lógica de aquel ataque asesino, Laurence no dijo nada. Tan sólo le contó sucintamente a Riley que ambos hombres se habían caído por la borda. No se le ocurría nada mejor que hacer, y la tormenta ocupaba toda su atención. El viento empezó a amainar a la mañana siguiente; cuando empezó la guardia de mediodía, Riley se mostró lo bastante confiado como para enviar a los hombres a cenar, aunque fuera por turnos. El macizo dosel de nubes empezó a romperse en retazos cuando sonaron las seis campanadas, la luz del sol se coló en anchos y espectaculares rayos por detrás de los nubarrones aún oscuros, y todos los marineros se sintieron profunda e íntimamente satisfechos a pesar del cansancio.

Estaban tristes por Leddowes, que era un hombre que les caía bien a todos, pero veían su muerte como una pérdida largo tiempo esperada más que como un terrible accidente: estaba claro que desde el principio había sido la presa buscada por el fantasma, y sus compañeros habían empezado ya a contarle al resto de la tripulación, en voz baja y con mucha exageración, sus devaneos eróticos. La pérdida de Feng Li pasó sin demasiados comentarios, ya que en opinión de los marineros era mera coincidencia: si un extranjero que no tenía experiencia en la mar se dedicaba a retozar por cubierta en pleno tifón, lo que había pasado era lógico, y en cualquier caso no habían llegado a conocerle demasiado bien.

El mar seguía muy picado, pero Temerario estaba demasiado harto para mantenerlo encadenado y Laurence dio orden de soltarlo tan pronto como la tripulación volvió de su propia cena. Los nudos se habían hinchado con el aire caliente y hubo que cortar las sogas con hachas. Una vez libre, Temerario sacudió los hombros y las cadenas cayeron sobre cubierta con un ruido sordo; después volvió el cuello a un lado y otro y se arrancó la manta de hule con los dientes. Por último, se sacudió el agua que le caía a chorros por la piel y anunció en tono beligerante:

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