Temerario II - El Trono de Jade (29 page)

Read Temerario II - El Trono de Jade Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era una experiencia solitaria y tan monótona como volar sobre el océano vacío, sólo era un silencio diferente, con el viento entre las hojas en vez del batir de las olas. Temerario miraba ansioso hacia el suelo cada vez que un grito animal rompía aquella quietud, pero los árboles eran tan frondosos que no veía nada bajo la cubierta vegetal.

—¿Es que aquí no vive nadie? —preguntó por fin.

Tal vez lo había dicho en voz baja por culpa del resfriado, pero Laurence sintió el mismo impulso de respetar aquel silencio y contestó casi en susurros:

—No, nos hemos internado demasiado. Incluso las tribus más poderosas viven sólo junto a la costa y nunca se aventuran tan lejos tierra adentro. Hay demasiados dragones salvajes y otras criaturas demasiado feroces para enfrentarse a ellas.

Siguieron sin hablar durante un rato. El sol calentaba con mucha fuerza, y Laurence cayó en un duermevela, con la barbilla apoyada en el pecho. Sin nadie que lo guiara, Temerario mantuvo su rumbo, volando a un ritmo lento que no suponía ningún problema para su resistencia. Cuando Laurence se espabiló por fin al escuchar otro estornudo de Temerario, el sol había atravesado su cenit. Se iban a perder la cena.

Cuando Laurence dijo que debían darse la vuelta, Temerario no manifestó ningún deseo de seguir más allá. Habían llegado tan lejos que ya no se veía la costa, y volaron de regreso guiados por la brújula de Laurence, ya que la jungla era igual en todas direcciones y no ofrecía jalones por los que orientarse. Por eso se alegraron cuando volvieron a ver la suave curva del océano, y Temerario se animó al sobrevolar de nuevo las olas.

—Por lo menos ya no me canso, aunque me haya puesto malo —dijo, y en ese momento se levantó diez metros en el aire al soltar un estornudo que sonó como un disparo de cañón.

Cuando llegaron a la
Allegiance
ya estaba oscureciendo, y Laurence descubrió que no sólo se había perdido la hora de cenar. Aparte de Tripp, otros marineros habían espiado a Feng Li en cubierta la noche anterior, y con un resultado similar. La historia del fantasma había recorrido toda la nave durante la ausencia de Laurence, y mientras tanto se había consolidado y aumentado por diez. Laurence intentó dar explicaciones, pero fue en vano, ya que la tripulación del barco estaba convencida después de que tres hombres hubiesen jurado que habían visto a un espectro que bailaba una jiga sobre el palo de trinquete y que les había vaticinado su destino. Otros que habían hecho el turno de guardia de medianoche aseguraban que el fantasma había pasado toda la noche columpiándose de los aparejos.

El propio Liu Bao echó más leña al fuego. Al día siguiente, al visitar la cubierta, hizo que le contaran la historia; tras escucharla meneó la cabeza y opinó que aquella aparición era una señal de que alguien a bordo había tenido una conducta deshonesta con una mujer. Esto se podía aplicar a casi todos los hombres del barco. Los marineros empezaron a murmurar contra aquellos fantasmas extranjeros tan mojigatos, y durante las comidas se dedicaron a debatir el asunto con gran preocupación. Cada uno trataba de convencer a sus compañeros de mesa de que
él
no podía ser el culpable, de que tan sólo había cometido una pequeña e inocente infracción, y de que en cualquier caso tenía la intención de casarse con ella en cuanto volviera.

Las sospechas generales no habían recaído aún sobre un solo individuo, pero era cuestión de tiempo; cuando ocurriera, la vida del pobre desgraciado no valdría la pena. Mientras tanto, los hombres salían a cumplir sus tareas nocturnas a regañadientes y llegaban al punto de negarse a cumplir órdenes si eso suponía tener que estar solos en cualquier parte del puente. Riley intentó dar ejemplo a sus hombres paseando fuera de la vista durante sus guardias, pero consiguió un efecto menor del deseado, ya que era evidente que antes de hacerlo él mismo tenía que armarse de valor. Laurence echó una buena reprimenda a Allen, que fue el primero de su propia tripulación al que oyó mencionar al fantasma, así que nadie volvió a decir nada delante de él; pero los aviadores preferían quedarse cerca de Temerario cuando estaban de servicio, e iban y venían de sus camarotes en grupos.

El propio Temerario estaba demasiado incómodo para prestar demasiada atención. Aquel grado de miedo le desconcertaba, y se sentía desilusionado porque nunca veía a aquel espectro cuando era evidente que muchos otros habían tenido al menos una visión fugaz, pero pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y procurando dirigir sus frecuentes estornudos lejos del barco. Cuando empezó a toser, trató de ocultarlo al principio, pues no quería que lo medicaran. Desde el primer síntoma de la enfermedad del dragón, Keynes había estado preparando el remedio en un gran caldero sobre el fuego de la cocina, y su hedor fétido y ominoso subía hasta el puente. Pero el tercer día, por la tarde, tuvo un acceso de tos que no pudo contener y Keynes y sus ayudantes subieron la marmita con la medicina a la cubierta de dragones; era una mezcla marrón y espesa, casi gelatinosa, que nadaba en un baño de grasa líquida de color naranja.

Temerario se quedó mirando el caldero con gesto infeliz.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó.

—Si te lo bebes caliente te hará más efecto —respondió Keynes, implacable, y Temerario cerró los ojos y agachó la cabeza para beber.

—Oh, no. Oh, no… —dijo tras dar el primer trago. Agarró el barril de agua que le habían preparado y se lo volcó sobre la boca, mojándose el hocico y el cuello al mismo tiempo que empapaba la cubierta—. Soy incapaz de beber más —protestó, dejando el barril en el suelo, pero a fuerza de convencerlo y engatusarlo, consiguieron que se tomara toda la medicina, aunque no dejó de protestar y dar arcadas.

Laurence estuvo todo el rato a su lado, acariciándolo angustiado y sin atreverse a abrir la boca, ya que Keynes había sido muy cortante ante su primera sugerencia de darle un breve respiro al dragón. Temerario terminó por fin y se derrumbó sobre la cubierta, diciendo con convicción:


¡Nunca
volveré a ponerme malo, nunca!

Pero a pesar de sus cuitas, su tos remitió y esa noche durmió mucho más tranquilo y respirando mucho mejor.

Laurence se quedó a su lado en cubierta durante todas las noches que duró su enfermedad. Mientras el dragón dormía tuvo oportunidad de presenciar hasta qué grado de absurdo llegaban los hombres para evitar al fantasma: iban de dos en dos a la proa y se acurrucaban junto a las dos lámparas que había en cubierta en vez de dormirse. Incluso el oficial de guardia estaba nervioso y no se alejaba demasiado, y se ponía pálido cada vez que tenía que cruzar el puente para darle la vuelta al reloj de arena y tocar la campana.

El único remedio era que surgiera alguna distracción, y las perspectivas eran escasas. El tiempo era bueno y existían pocas posibilidades de toparse con algún enemigo que presentara batalla, ya que cualquier barco que no quisiera enfrentarse a ellos podía dejarlos atrás fácilmente. En cualquier caso, Laurence no deseaba ninguna de estas dos soluciones. Habría que convivir con la situación hasta que llegaran a puerto; una vez allí, era de esperar que el mito se disolviera por sí solo durante aquella pausa en su viaje.

Temerario sorbió en sueños, se despertó a medias con una tos húmeda y dejó escapar un triste suspiro. Laurence le puso la mano encima y volvió a abrir el libro que tenía en el regazo. Alumbrado por la luz de la linterna que se balanceaba su lado, aunque fuera inestable, leyó despacio y en voz alta hasta que los párpados del dragón volvieron a cerrarse con pesadez.

Capítulo 9

—No pretendo darles consejos sobre su trabajo —dijo el general Baird, demostrándoles que no tenía el menor reparo en dárselos—, pero en esta época del año, con el monzón de invierno recién terminado, los vientos que soplan hacia la India son imprevisibles. Es muy probable que los empujen de regreso hacia aquí, así que será mucho mejor que esperen a que llegue Lord Caledon, sobre todo después de estas noticias sobre Pitt.

Era un hombre joven, pero tenía el rostro largo y serio y una boca que demostraba decisión; el cuello alto y recto de su uniforme empujaba contra la barbilla y le daba un aspecto rígido y estirado. El nuevo gobernador inglés no había llegado, Baird estaba temporalmente al mando de la colonia de Ciudad del Cabo y se había refugiado en el gran castillo fortificado que se levantaba en el centro de la ciudad, al pie de la gran montaña de la Mesa con su cima plana. El patio brillaba bajo el sol, las bayonetas de las tropas que hacían la instrucción con elegancia arrojaban destellos blancos, y los muros que lo rodeaban bloqueaban la mayor parte de la brisa que les había refrescado cuando subían desde la playa.

—No podemos quedarnos en tierra hasta junio —repuso Hammond—. Es mucho mejor que nos hagamos a la vela y suframos un retraso en el mar, siempre que sea evidente que intentamos darnos prisa, que quedarnos ociosos delante del príncipe Yongxing. Ya me ha estado preguntando cuánto tiempo esperamos que dure la travesía y cuántas escalas más vamos a hacer.

—Por mi parte, estoy dispuesto a reemprender el viaje tan pronto como terminemos de reabastecernos —intervino Riley, dejando la taza de té vacía y haciéndole una seña al criado para que la rellenara—. La
Allegiance
no es una nave rápida, desde luego, pero apuesto mil libras por ella por muy mal tiempo que nos podamos encontrar.

Más tarde, mientras volvían a la
Allegiance,
le comentó a Laurence en tono algo nervioso:

—Evidentemente, no es que quiera ponerla a prueba durante un tifón. Nunca he pretendido referirme a algo así, estaba pensando tan sólo en el mal tiempo ordinario, como mucho un poco de lluvia.

Sus preparativos para la larga extensión de océano que aún les quedaba por delante prosiguieron: no sólo comprar animales vivos, sino también guardar y conservar más carne salada, ya que en el puerto no había ya más provisiones oficiales de la Armada. Por suerte, los suministros no escaseaban; los colonos, que no se habían tomado demasiado a mal aquella benévola ocupación, estaban lo bastante contentos como para venderles cabezas de ganado. Laurence estaba más ocupado con la cuestión de la demanda, porque Temerario había perdido bastante apetito desde su resfriado y ahora se dedicaba a escoger su comida de forma melindrosa, quejándose de la falta de condimento.

No había una base para dragones propiamente dicha; pero, alertado por Volly, Baird había previsto su llegada y había hecho despejar un gran espacio verde cerca de la pista de aterrizaje a fin de que Temerario pudiera descansar cómodo. Keynes pudo hacerle un examen médico en condiciones cuando voló hasta aquel lugar ya más estable. Tras indicarle al dragón que pusiera la cabeza en el suelo y abriera las mandíbulas de par en par, el cirujano entró con una linterna, escogiendo con mucho cuidado su camino entre aquellos dientes del tamaño de una mano para asomarse a la garganta de Temerario.

Un nervioso Laurence, que lo estaba viendo desde fuera junto con Granby, pudo ver que la lengua estrecha y bífida de Temerario tenía, en vez del rosa claro habitual, una espesa capa blanquecina moteada de virulentos puntos rojos.

—Creo que ésa es la razón por la que no puede saborear nada. No hay nada fuera de lo normal en sus conductos —concluyó Keynes, que se encogió de hombros cuando salió de las fauces de Temerario y recibió un aplauso. Un buen número de niños, tanto colonos como nativos, se había congregado junto a la valla del claro para contemplarlo todo, tan fascinados como en un circo—. Y los dragones utilizan también la lengua para oler, lo que debe de estar contribuyendo a este problema.

—¿Seguro que no es un síntoma habitual? —preguntó Laurence.

—No recuerdo haber visto nunca que un dragón pierda el apetito por un catarro —respondió Granby, preocupado—. Normalmente, les entra más hambre.

—Lo que pasa es que él es más remilgado con la comida que la mayoría —dijo Keynes—. Tendrás que obligarte a ti mismo a comer hasta que te hayas curado del todo —añadió con severidad dirigiéndose a Temerario—. Mira, aquí tienes carne fresca de buey. A ver si eres capaz de terminar con toda.

—Lo intentaré —dijo Temerario, exhalando un suspiro que su nariz atascada hizo sonar más bien como un gemido—, pero es muy aburrido masticar y masticar cuando no te sabe a nada.

Obediente, aunque sin ningún entusiasmo, cogió varios trozos grandes, pero después sólo picoteó unos cuantos más sin tragarse la mayor parte, y volvió a sonarse la nariz en la pequeña fosa que habían cavado para ese propósito, limpiándosela contra un montón de hojas de palmera.

Laurence le contempló sin decir nada y después tomó el sinuoso sendero que llevaba desde la pista de aterrizaje hasta la fortaleza. Allí encontró a Yongxing descansando en las habitaciones de los invitados junto con Sun Kai y Liu Bao. Habían colgado unos visillos para amortiguar la luz del sol, en lugar de las gruesas cortinas de terciopelo, y había dos criados junto a las ventanas abiertas de par en par que removían el aire con grandes abanicos de papel plegado. Un tercero llenaba de té las tazas de los embajadores sin que apenas se advirtiera su presencia. En contraste con ellos, Laurence se sentía sucio y acalorado; el cuello de la camisa estaba flácido y empapado de sudor tras los esfuerzos del día y tenía las botas llenas de polvo y manchas de sangre tras la cena interrumpida de Temerario.

Una vez que hicieron venir al traductor e intercambiaron los cumplidos habituales, Laurence les explicó la situación y dijo, con toda la cortesía posible:

—Les agradecería que me prestaran a sus cocineros para que le preparen a Temerario algún plato guisado a su estilo, ya que puede tener un sabor más fuerte que la simple carne cruda.

Aún no había terminado de hablar cuando Yongxing empezó a impartir órdenes en su idioma, y los cocineros fueron enviados de inmediato a la cocina.

—Mientras espera, siéntese con nosotros —dijo Yongxing de improviso, e hizo que le trajeran una silla cubierta con una funda larga y estrecha de seda.

—No, gracias, señor. Estoy lleno de polvo —dijo Laurence, observando aquella hermosa funda de color naranja claro y adornada con flores—. Estoy bien así.

Pero Yongxing repitió la invitación. Laurence cedió, se sentó con cuidado en el borde de la silla y aceptó la taza de té que le ofrecían. Sun Kai le miró y asintió con la barbilla, en un extraño gesto de aprobación.

Other books

A Matchmaker's Match by Nina Coombs Pykare
Wicked Seduction by Jade Lee
Home to You by Cheryl Wolverton
Bottled Abyss by Benjamin Kane Ethridge
Noah by Mark Morris
Joy in the Morning by P. G. Wodehouse