Temerario II - El Trono de Jade (33 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Los barriles de carne de foca en salmuera despedían un olor muy fuerte. También metieron dos docenas de cadáveres frescos en neveras colgadas de la serviola para mantenerlos fríos. Al día siguiente, de nuevo en alta mar, los cocineros chinos destazaron casi la mitad de estos cuerpos, arrojaron por la borda las cabezas, las colas y las entrañas en un escandaloso desperdicio, y le sirvieron a Temerario un montón de filetes chamuscados sólo por fuera.

—No está mal si se le echa mucha pimienta y unas cuantas cebollas asadas más —dijo después de probarlos. Se estaba volviendo muy exquisito.

Tan deseosos de complacerle como siempre, modificaron el plato enseguida a su gusto. Temerario dio buena cuenta de todo con gran placer y se tumbó para echarse una larga siesta, ajeno a la desaprobación del cocinero de la nave, los oficiales de intendencia y la tripulación en general. Los chinos no habían limpiado al terminar y ahora la cubierta superior estaba prácticamente bañada en sangre. Era ya por la tarde, y Riley no sabía cómo ordenar a los hombres que la fregaran por segunda vez en el mismo día. Cuando Laurence se sentó a cenar con él y los oficiales superiores, el olor era insoportable, sobre todo porque habían tenido que cerrar las claraboyas para evitar que entrara el hedor de los cadáveres que colgaban en el exterior, aún más penetrante.

Por desgracia, el cocinero de Riley había pensado igual que los chinos. El plato principal era un precioso pastel dorado, en cuya masa había empleado la ración de mantequilla de una semana y los últimos guisantes frescos de Ciudad del Cabo, todo ello acompañado por un cuenco de salsa de carne borboteante. Pero cuando cortaron el pastel, el olor de la carne de foca era tan reconocible que todos los comensales se limitaron a picotear de sus platos.

—Es inútil —suspiró Riley, y volvió a poner su ración en la bandeja—. Llévelo a la mesa de los guardiamarinas, Jethson. Es una pena desperdiciarlo.

Todos siguieron su ejemplo y se las arreglaron con el resto de los platos, pero se creó un triste vacío en la mesa, y cuando el camarero se llevó la bandeja se le pudo oír refunfuñar al otro lado de la puerta sobre «extranjeros que no saben comportarse civilizadamente y echan a perder el apetito de los demás».

Se estaban pasando la botella para consolarse cuando la nave dio un extraño tirón, un pequeño salto en el agua que no se parecía a nada que Laurence hubiera experimentado antes. Riley ya se dirigía hacia la puerta cuando Purbeck dijo de repente:

—¡Miren! ¡Allí! —y señaló por la ventana. La cadena de la nevera colgaba suelta y la jaula había desaparecido.

Todos se quedaron mirando. Después se desató un maremágnum de gritos y chillidos en cubierta, y la nave guiñó bruscamente a estribor a la vez que se oía el crujido de la madera destrozada por un disparo. Riley salió corriendo del camarote y los demás le pisaron los talones. Cuando Laurence subió por la escalera, otro golpe sacudió la nave; bajó resbalando cuatro escalones y casi derribó a Granby.

Aparecieron en cubierta todos juntos, como si salieran de golpe de un reloj de cuco. En el portalón de estribor se veía una pierna con el zapato abrochado y una media de seda; era todo lo que quedaba de Reynolds, el guardiamarina que estaba de servicio. Dos cuerpos más habían ido a parar contra un boquete en forma de media luna abierto en la regala. Por su aspecto, los habían aporreado hasta matarlos. En la cubierta de dragones, Temerario se había incorporado sobre los cuartos traseros y miraba a todas partes, frenético. Los demás marineros que se hallaban en el puente corrían hacia las jarcias o se abrían paso hacia la escalera de proa, luchando contra los guardiamarinas que también trataban de subir.

—¡Izad la bandera! —gritó Riley, haciéndose oír sobre el ruido, mientras se abalanzaba hacia el timón y llamaba a otros marineros para que le ayudaran. A Basson, el timonel, no se le veía por ninguna parte, y la nave estaba yendo a la deriva. Sin embargo, se desplazaba de forma constante, lo que significaba que no habían chocado con ningún arrecife, y el horizonte estaba despejado y no se veían señales de otros barcos—. ¡Todos a sus puestos!

El tambor empezó a sonar, ahogando con su estruendo cualquier esperanza de averiguar qué estaba pasando; pero aquélla era la mejor manera de restablecer el orden entre los tripulantes, que eran presa del pánico.

—¡Señor Garnett, por favor, arríe los botes! —ordenó Purbeck a voz en grito, mientras se colocaba bien el sombrero. Como era habitual en él, se había puesto su mejor casaca para cenar; su figura era alta e imponente—. Griggs, Masterson, ¿qué significa esto? —dijo, dirigiéndose a dos marineros que miraban asustados desde las cofas—. ¡Van a estar una semana sin ración de grog! ¡Ahora, bajen y atiendan a sus cañones!

Laurence corrió por el portalón, abriéndose paso entre los hombres que iban ya a ocupar sus puestos. Un infante de marina pasó a su lado saltando a la pata coja mientras trataba de ponerse una bota recién embetunada; sus manos manchadas de grasa resbalaban sobre el cuero. Mientras, los servidores de las carronadas de popa se pisoteaban unos a otros.

—¡Laurence, Laurence! ¿Qué ocurre? —le llamó Temerario al verle—. Estaba dormido. ¿Qué ha pasado?

La
Allegiance
se inclinó de golpe hacia un lado, y Laurence se vio lanzado contra la regala. En el extremo más alejado de la nave, un gran chorro de agua se levantó como un surtidor y salpicó la cubierta, y una monstruosa cabeza de saurio se alzó sobre la borda. Los enormes ojos de color naranja miraban aterradores desde detrás de un hocico redondeado, rodeado por crestas onduladas en las que llevaba enredados largos colgajos de algas negras. Un brazo inerte asomaba aún por su boca; la criatura la abrió, echó hacia atrás la cabeza y se tragó el resto de golpe. Sus dientes se veían rojos de sangre.

Riley ordenó una andanada por estribor, mientras en la cubierta Purbeck estaba organizando a tres de los equipos de artillería en una de las carronadas: su intención era apuntar directamente hacia el monstruo. Empezaron a desatar las trincas, mientras los hombres más fuertes bloqueaban las ruedas; todos sudaban y guardaban silencio, salvo por los gruñidos de esfuerzo, mientras trabajaban lo más deprisa posible con los rostros descompuestos de miedo: no era fácil manejar aquel cañón de cuarenta y dos libras.

—¡Fuego, fuego, malditos inútiles de culo amarillo! —gritó Macready desde la cofa, a la vez que recargaba su propia arma.

Los demás infantes de marina dispararon una descarga descoordinada; pero las balas no penetraron en aquel cuello serpentino, que estaba recubierto por gruesas escamas solapadas de color azul y platino. La serpiente marina emitió un gruñido grave y ronco y arremetió contra la cubierta, aplastando a dos hombres y llevándose a otro entre los dientes: los chillidos de Doyle se oían desde el interior de su boca, mientras sus piernas se agitaban frenéticas en el aire.

—¡No! —gritó Temerario—. ¡Alto!
Arrêtez!
—y a continuación soltó una sarta de palabras en chino. La serpiente le miró sin mostrar el menor interés ni señal de haberle entendido y cerró las mandíbulas. Las piernas de Doyle cayeron cercenadas, soltando un breve chorro de sangre en el aire antes de estrellarse contra la cubierta.

Temerario se quedó inmóvil, contemplando la dentellada del monstruo con ojos de horror y la gorguera aplastada sobre el cuello. Laurence gritó su nombre y el dragón volvió a la vida. Entre él y la serpiente marina se interponían el palo mayor y el de trinquete. Como no podía alcanzar directamente a la criatura, saltó por la proa y sobrevoló la nave en un círculo estrecho para atacarla por detrás.

La serpiente giró la cabeza siguiendo su movimiento y se elevó aún más alto por encima del agua; al levantarse, apoyó en la borda las patas delanteras y abrió las membranas que se extendían entre sus dedos, provistos de unas garras exageradamente largas. Su cuerpo era mucho más delgado que el de Temerario y apenas se ensanchaba a lo largo, pero tenía la cabeza más grande, con unos ojos como bandejas que no parpadeaban y resultaban aterradores en su estúpida brutalidad.

Temerario se lanzó en picado. Sus garras resbalaron sobre la piel plateada, pero consiguió rodearle prácticamente el cuerpo con las patas delanteras: pese a la longitud de la serpiente, era lo bastante fina como para que el dragón la agarrara. El monstruo volvió a emitir un gorgoteo desde las profundidades de su garganta y se aferró a la
Allegiance,
mientras los pliegues de carne que tenía bajo el cuello vibraban con sus gritos. Temerario tiró hacia atrás batiendo las alas con furia: la fuerza combinada de ambas criaturas hizo que la nave se escorara de forma peligrosa, y sonaron gritos desde las escotillas, ya que empezaba a entrar agua por las cañoneras inferiores.

—¡Temerario, suéltala! —gritó Laurence—. ¡La nave va a volcar!

Temerario tuvo que dejar libre a la serpiente, que, al parecer, sólo tenía en la cabeza una idea: huir de él. Reptó sobre la nave, empujando a un lado las vergas del palo mayor y desgarrando las jarcias al zigzaguear con la cabeza de un lado a otro. Laurence vio su propio reflejo, extrañamente alargado, en la pupila negra del monstruo. Después la serpiente parpadeó, una gruesa membrana de piel translúcida resbalando sobre el globo ocular, y pasó de largo, mientras Granby empujaba a Laurence hacia la escalera.

La criatura era inmensamente larga: la cabeza y los brazos desaparecieron bajo las olas al otro lado del barco cuando sus cuartos traseros aún no habían emergido. Las escamas de la parte posterior eran de un azul más oscuro con irisaciones púrpura conforme el cuerpo seguía pasando, serpenteando hacia delante. Era diez veces más grande que cualquiera que hubiese visto Laurence en su vida. Las serpientes del Atlántico no superaban los cuatro metros ni siquiera en las aguas cálidas de la costa de Brasil, mientras que las del Pacífico se sumergían cada vez que un barco se acercaba y lo más que se veía de ellas eran sus aletas rompiendo las olas.

Sackler, el ayudante del primer oficial, subía por la escalera con una gran pala de destazar ballenas de casi veinte centímetros de ancho que había atado a toda prisa en un palo; antes de alistarse había sido primero de a bordo en un buque ballenero de los mares del sur.

—¡Señor, señor! ¡Dígales que tengan cuidado! ¡Oh, Dios, nos va a hacer un nudo! —gritó al ver a Laurence por la puerta, al tiempo que lanzaba la pala a cubierta y subía la escalera a continuación.

Al oír a Sackler, Laurence recordó haber visto en una ocasión cómo izaban a bordo un pez espada o un atún con una serpiente marina enroscada a su alrededor: era su forma favorita de atrapar a las presas. Riley también había oído la advertencia y estaba ordenando que trajeran hachas y espadas. Laurence agarró un arma de la primera cesta que apareció por la escalera y empezó a dar tajos junto con una docena de hombres más, pero la serpiente seguía moviéndose sin detenerse, y aunque abrieron algunos cortes en la grasa pálida y grisácea, no llegaron a alcanzar su carne y en ningún momento atravesaron su cuerpo.

—¡La cabeza! ¡Atentos a la cabeza! —bramó Sackler, de pie en la borda con la pala preparada, aferrando el asta con fuerza y haciéndola girar entre sus mano. Laurence le dio el hacha a otra persona y corrió a darle instrucciones a Temerario, que seguía suspendido en el aire, frustrado e incapaz de enzarzarse con la serpiente de mar mientras estuviera enredada en los mástiles y las jarcias del barco.

La cabeza de la serpiente volvió a emerger del agua por el mismo lado, tal como les había advertido Sackler, y la criatura empezó a apretar los anillos de su cuerpo. La
Allegiance
crujió y la regala se agrietó y comenzó a ceder bajo la presión.

Purbeck tenía el cañón en posición y listo.

—¡Preparados! ¡Esperen a que la nave esté abajo!

—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó Temerario.

Laurence no podía ver por qué. Purbeck hizo caso omiso del dragón y gritó: «¡Fuego!». La carronada rugió y el proyectil silbó sobre las aguas, golpeó a la serpiente marina en el cuello y siguió volando hacia delante antes de hundirse. El impacto desplazó a un lado la cabeza de la criatura y todos notaron un olor a carne quemada, pero el golpe no fue mortal: el monstruo sólo gorgoteó de dolor y apretó aún con más fuerza.

Purbeck siguió en su puesto impertérrito, pese a que tenía el cuerpo de la serpiente a menos de un palmo de él.

—¡Limpien el cañón con la esponja! —ordenó tan pronto como se disipó el humo, preparando otro disparo.

Sin embargo, pasarían al menos tres minutos hasta que pudieran hacer fuego de nuevo, entorpecidos por la extraña posición del cañón y por la confusión que organizaban tres dotaciones de artilleros juntos.

De pronto una sección de la borda de estribor, justo al lado de la carronada, se rompió bajo la presión, y salieron disparadas astillas de gran tamaño, casi tan mortíferas como las que hubiera hecho saltar el impacto de un cañón. Una se clavó en el brazo de Purbeck, y al momento la manga de su chaleco se tiñó de púrpura. Chervins manoteó entre gorgoteos para arrancarse el fragmento que tenía clavado en la garganta y se desplomó sobre el cañón. Dyfydd apartó su cuerpo y lo dejó en el suelo, sin flaquear un segundo a pesar de la astilla que le atravesaba la mandíbula y le asomaba por debajo de la barbilla goteando sangre.

Temerario seguía revoloteando cerca de la cabeza de la serpiente. Aunque la amenazaba con gruñidos, aún no había rugido; tal vez tenía miedo de hacerlo tan cerca de la
Allegiance:
una ola como la que había destruido a la
Valérie
podía echarlos a pique con tanta facilidad como la propia serpiente. Pese a ello, Laurence tenía la tentación de ordenárselo, pues aunque los hombres seguían cortando frenéticamente el cuerpo del monstruo, la piel era muy dura y se les resistía, y en cualquier momento la
Allegiance
podía romperse sin remedio. Si las ligazones se partían o, peor aún, la quilla se doblaba, probablemente no podrían llegar a puerto con ella.

Pero, antes de que le dijera nada, Temerario emitió un grave gruñido de frustración, batió las alas una vez y luego las cerró de repente. Cayó como una piedra sobre la cabeza de la serpiente con las garras extendidas y la hundió bajo la superficie. Su impulso le hizo sumergirse también bajo las olas, y una gran mancha de color púrpura se extendió por el agua.

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