—Ah, sí, ciertamente —contestó Riley. Estaba distraído, y ahora que Laurence le observó con más atención, parecía descontento y perplejo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Algo va mal? —Laurence miró enseguida hacia las jarcias y los mástiles. Pero todo parecía estar en orden, y en cualquier caso tanto sus sentidos como su intuición le decían que la nave iba bien; o al menos todo lo bien que podía ir teniendo en cuenta que era una enorme masa de madera.
—Laurence, no me gusta nada andar contando chismes, pero no puedo ocultar esto —dijo Riley—. Se trata de su alférez, o creo que es más bien cadete, Roland. Él… esto es, Roland se había dormido en el camarote de los chinos, y cuando me iba los criados me preguntaron por medio de su traductor dónde dormía, para que pudieran llevarle allí —Laurence ya se temía la conclusión, y no se sorprendió demasiado cuando Riley añadió—, pero el tipo dijo «llevarla» en vez de «llevarle». Estaba a punto de corregirle cuando me fijé y… Bueno, por no extenderme más, Roland es una chica. No tengo la menor idea de cómo ha podido ocultarlo tanto tiempo.
—Oh, diablos del averno… —dijo Laurence, demasiado cansado e irritable por el exceso de comida y bebida para preocuparse por su lenguaje—. No habrá dicho nada de esto a nadie, ¿verdad, Tom? ¿A nadie más? —Riley asintió con cautela, y Laurence añadió—: Debo pedirle que lo guarde en secreto. El hecho puro y duro es que los Largarios no se dejan enjaezar por capitanes varones. Y hay otras razas que tampoco, pero no tienen tanta importancia material. Los Largarios son una raza de la que no podemos prescindir, y por eso hay que entrenar a algunas chicas para ellos.
Riley dijo no muy seguro y con una media sonrisa:
—¿Me está diciendo…? Pero esto es absurdo. ¿No estuvo el jefe de su formación aquí en este mismo barco con su Largario? —protestó, al ver que Laurence no hablaba en broma.
—¿Se refiere a Lily? —preguntó Temerario, ladeando la cabeza—. Su capitana es Catherine Harcourt. No es un hombre.
—Es del todo cierto. Se lo aseguro —le contestó Laurence, mientras Riley les miraba a él y a Temerario por turnos.
—Pero Laurence, la simple idea… —dijo el capitán, cada vez más escandalizado conforme empezaba a creérselo—. Esa indignidad hiere los sentimientos de cualquiera. Caramba, si vamos a enviar mujeres a la guerra, ¿por qué no las mandamos también al mar? Podríamos duplicar nuestros efectivos, ¿y qué más da si el puente de cada barco se convierte en un prostíbulo y los niños se quedan en tierra llorando sin madres?
—Vamos, una cosa no sigue a la otra, para nada —respondió Laurence, molesto por aquella exageración. A él mismo no le hacía gracia aquella situación, pero no estaba dispuesto a aceptar tales argumentos románticos contra ella—. No estoy diciendo que ésa pueda o deba ser la respuesta en todos los casos, pero si el sacrificio voluntario de unas pocas personas puede significar la seguridad y la felicidad de las demás, no creo que sea tan malo. Las mujeres oficiales a las que he conocido no han sido reclutadas a la fuerza; ni siquiera se han visto obligadas a trabajar por las necesidades habituales que mueven a los hombres a buscar empleo. Y le aseguro que nadie en la Fuerza Aérea soñaría tan siquiera con atreverse a ofenderlas.
Esta explicación no convenció en absoluto a Riley, que sin embargo renunció a los reparos generales por otros específicos.
—¿Y entonces pretende usted mantener a esa chica en el servicio? —dijo, en un tono que era ya más lastimero que perplejo—. Y hacer que vaya por ahí vestida como un chico… ¿Se puede permitir eso?
—La Corona ha autorizado una dispensa formal de las leyes suntuarias para los oficiales femeninos de la Fuerza Aérea mientras están de servicio —repuso Laurence—. Siento que este asunto le haya consternado tanto, Tom. Tenía la esperanza de evitarlo, pero supongo que era mucho pedir estando siete meses a bordo de una nave. Le puedo jurar —añadió— que me escandalicé tanto como usted la primera vez que descubrí esa costumbre, pero desde entonces he servido con varias mujeres y es cierto que no son como las demás. Se han educado en esta vida, y en tales circunstancias las costumbres pueden ser más fuertes que la propia cuna.
Por su parte, Temerario había estado siguiendo el diálogo con la cabeza levantada y creciente perplejidad. Ahora dijo:
—No entiendo nada. ¿Por qué tiene que haber ninguna diferencia? Lily es hembra, y sin embargo puede luchar tan bien como yo. O casi —se corrigió con un toque de superioridad.
Riley, que no estaba satisfecho pese a las palabras tranquilizadoras del capitán, reaccionó ante este comentario como si le hubieran pedido que explicara la marea o las fases de la luna. Laurence, que por experiencia estaba mejor preparado para las ideas radicales de Temerario, dijo:
—Normalmente las mujeres son más pequeñas y no tienen tanta fuerza como los hombres, Temerario, y por tanto son menos aptas para soportar las privaciones del servicio.
—Pues yo no he notado que la capitana Harcourt sea mucho más pequeña que el resto de vosotros —repuso Temerario. Lógicamente, puesto que hablaba desde una altura de diez metros y un peso que superaba las dieciocho toneladas—. Además, yo soy más pequeño que Maximus, y Messoria es menor que yo, pero eso no significa que no podamos combatir.
—No es lo mismo para los dragones que para las personas —repuso Laurence—. Entre otras cosas, las mujeres deben tener niños y cuidarlos durante su infancia, mientras que vosotros ponéis huevos, y cuando salís de ellos ya sabéis valeros por vosotros mismos.
Temerario parpadeó al oír esta información.
—¿Vosotros no salís de huevos? —preguntó fascinado—. ¿Y entonces, cómo…?
—Espero que me disculpen, creo que Purbeck me está buscando —se apresuró a decir Riley, y escapó a una velocidad que, pensó Laurence con cierto resentimiento, era llamativa en un hombre que acababa de consumir casi un cuarto de su propio peso en comida.
—No puedo ponerme ahora a explicarte el proceso. No tengo hijos —dijo Laurence—. Además, es tarde. Si quieres hacer un vuelo largo mañana, mejor será que descanses bien esta noche.
—Eso es verdad, y además tengo sueño —dijo Temerario, bostezando y desenrollando su larga lengua bífida para saborear el aire—. Creo que seguirá despejado, vamos a tener buen tiempo para el vuelo —después se acomodó para dormir—. Buenas noches, Laurence. ¿Vendrás temprano?
—Después de desayunar estaré por completo a tu disposición —le prometió Laurence. Se quedó acariciando a Temerario mientras el dragón se adormilaba. Su piel seguía caliente al tacto, probablemente por el calor residual que quedaba en la cocina, cuyos hornos por fin estaban descansando tras los largos preparativos. Laurence se puso en pie y bajó al alcázar de popa cuando al fin los ojos de Temerario se convirtieron en dos finas rendijas.
La mayoría de los hombres se habían ido ya o dormitaban en cubierta, salvo los pocos infortunados que tenían turno de vigías y despotricaban contra su suerte subidos a las jarcias. El aire de la noche era fresco y agradable. Laurence paseó un rato para estirar las piernas antes de bajar a su camarote. El guardiamarina que permanecía de guardia, el joven Tripp, estaba dando un bostezo casi tan grande como el de Temerario; pero cerró la boca de golpe y se puso firme algo abochornado cuando pasó Laurence.
—Una noche espléndida, señor Tripp —dijo Laurence, disimulando una sonrisa. Por lo que le había contado Riley, el chico lo estaba haciendo bien y se parecía poco al crío mimado y perezoso que les había endilgado su familia. Se veían unos cuantos centímetros de muñeca desnuda sobre el borde de la manga, y le habían descosido tantas veces la parte de atrás de la casaca que al final habían tenido que ampliarla cosiéndole un trozo de lona teñido de azul, pero como no era del mismo tono que el resto ahora se le veía una extraña tira de otro color que bajaba por el centro de la espalda. Además, tenía el pelo más rizado y el sol se lo había desteñido de un rubio claro. Probablemente, ni su propia madre le habría reconocido.
—Oh, sí, señor —respondió Tripp con entusiasmo—. La comida era estupenda, y al final me han dado una docena de dulces. Es una pena que no siempre podamos comer así.
Laurence suspiró ante esta muestra de resistencia juvenil. Él aún se sentía incómodo con su estómago.
—Procure no quedarse dormido de guardia —le dijo. Después de una cena tan opípara sería raro que el chico no cayera en la tentación, pero Laurence no tenía el menor deseo de verle sufrir el ignominioso castigo por tal falta.
—Nunca, señor —respondió Tripp, tragándose un nuevo bostezo y terminando la frase con un pequeño gallo—. Señor —añadió con un susurro nervioso cuando Laurence ya se iba—, ¿puedo preguntarle una cosa? ¿Cree usted que los espíritus chinos se aparecerán a alguien que no pertenece a su familia?
—Estoy razonablemente seguro de que no verá ningún espíritu en su turno, señor Tripp, a menos que se haya escondido alguno en el bolsillo de su casaca —respondió Laurence con ironía. Tripp tardó un rato en entender la broma y después soltó una carcajada. Pero aún seguía nervioso, y Laurence frunció el ceño—. ¿Le han estado contando historias? —preguntó, consciente de que tales rumores podían afectar a la moral de un barco.
—No. Es sólo que… Bueno, me pareció ver uno hacia proa cuando fui para darle la vuelta al reloj de arena, pero se desvaneció cuando le hablé. Estoy seguro de que era chino y, ¡oh, tenía la cara tan blanca!
—La cosa está muy clara, ha visto usted a un criado que no sabe hablar nuestro idioma y que venía desde la proa, y se ha asustado al verle porque creía que le iba usted a regañar de alguna manera. Espero que no sea usted supersticioso, señor Tripp. En la tropa puede ser tolerable, pero es un defecto grave en un oficial —habló en tono severo, esperando impedir con su firmeza que el chico difundiera el relato. Y si el miedo le mantenía despierto el resto de la noche, aún mejor.
—Sí, señor —dijo Tripp, en tono lúgubre—. Buenas noches, señor.
Laurence continuó su circuito por la cubierta, paseando a un ritmo tranquilo que era el más rápido que podía alcanzar. El ejercicio le estaba asentando el estómago. Casi tenía la tentación de darse otra vuelta, pero el reloj de arena estaba cada vez más bajo, y no quería levantarse tarde y decepcionar a Temerario, pero algo le golpeó con fuerza en la espalda cuando estaba a punto de bajar por la escotilla de proa, y Laurence trastabilló, tropezó y cayó de cabeza por la escalera. Su mano buscó automáticamente la barandilla, y tras retorcerse sobre sí mismo encontró los peldaños con los pies y consiguió agarrarse a la escalera con un topetazo sordo. Miró hacia arriba, furioso, y estuvo a punto de caerse otra vez del susto al ver una cara blanca como el papel e incomprensiblemente deformada que le estaba observando de cerca entre las sombras.
—¡Dios del Cielo! —exclamó con sincero asombro. Después reconoció a Feng Li, el criado de Yongxing, y respiró de nuevo: el tipo sólo parecía así de raro porque estaba colgado cabeza abajo por la escotilla, a punto de caerse él también—. ¿Qué demonios pretende embistiendo en cubierta de ese modo? —preguntó, a la vez que agarraba la mano temblorosa del chino y la ponía sobre la barandilla para que pudiera enderezarse—. A estas alturas ya debería tener más equilibrio.
Feng Li se le quedó mirando con muda incomprensión, después se puso en pie como pudo, bajó a trompicones la escalera dejando atrás a Laurence y desapareció bajo cubierta dirigiéndose hacia la zona donde se alojaban los sirvientes chinos, a tal velocidad que podría decirse que se había desvanecido.
—No puedo culpar a Tripp —dijo Laurence en voz alta, ahora más indulgente con el atolondramiento del muchacho.
El corazón le seguía latiendo desbocado cuando se dirigió hacia su camarote.
A la mañana siguiente, Laurence se levantó al oír sobre su cabeza gritos de consternación y ruido de carreras. Se apresuró a subir, sólo para descubrir que la verga de trinquete yacía sobre cubierta rota en dos mitades y la enorme vela colgaba totalmente suelta sobre el castillo de proa, mientras Temerario contemplaba los destrozos con gesto a la vez abatido y avergonzado.
—No pretendía hacerlo.
Su voz sonaba áspera y rara, y volvió a estornudar; esta vez le dio tiempo a apartar la cara del barco: la fuerza del estallido levantó unas cuantas olas que se estrellaron contra el costado de babor.
Keynes, que acababa de subir a cubierta con su maletín, pegó la oreja al pecho de Temerario.
—
Mmm
… —sin añadir nada más, se dedicó a escuchar varias partes de su cuerpo, hasta que Laurence se impacientó y le preguntó qué pasaba—. Oh, no hay duda de que es un catarro. No hay nada que hacer salvo esperar a que se le pase y darle un medicamento cuando empiece a toser. Tan sólo estaba comprobando si podía escuchar movimiento de fluidos en los canales relacionados con el viento divino —dijo con aire ausente—. No tenemos ninguna noción de anatomía de ese rasgo en particular. Es una pena que nunca hayamos podido hacer la disección de ningún espécimen de su raza.
Al oír esto, Temerario retrocedió, bajó la gorguera y soltó un bufido. O más bien lo intentó: en lugar de eso, arrojó un montón de mocos sobre la cabeza de Keynes. El propio Laurence saltó hacia atrás justo a tiempo para no mancharse, pero no le dio demasiada lástima del cirujano dado el nulo tacto que había mostrado al realizar ese comentario.
Temerario graznó:
—Estoy muy bien. Podemos salir a volar —y miró suplicante a Laurence.
—Podemos hacer un vuelo más corto ahora y otro a mediodía si no estás cansado —propuso Laurence dirigiendo su mirada a Keynes, que intentaba en vano quitarse la porquería de la cara.
—No. En un clima cálido como éste puede volar como siempre si le apetece. No es necesario tratarle como a un bebé —dijo Keynes con brusquedad, tras limpiarse por fin los ojos—. Siempre que usted se apriete con fuerza el arnés, o saldrá volando en el primer estornudo. Y ahora, ¿me excusan?
Y así, al final Temerario pudo tener su largo vuelo. La
Allegiance
quedó atrás, cada vez más pequeña en las profundas aguas azules. El océano adquirió el tono de un cristal enjoyado conforme se acercaron a la costa: viejos acantilados erosionados por los años que descendían suavemente hasta el agua cubiertos por un manto verde, con una franja de peñascos grises e irregulares en la base donde rompían las olas. Había algunas pequeñas extensiones de arena, ninguna lo bastante grande como para que Temerario aterrizara si se encontraba cansado. Mas, por otra parte, la espesura también era impenetrable y lo seguía siendo cuando se internaron tierra adentro casi una hora.