Demasiado grande, al principio Hammond había objetado:
—No puede parecer que tenemos más sitio que el príncipe —explicó, y así hubo que desplazar los mamparos casi dos metros, con lo que las mesas quedaron bastante apretadas.
Riley había obtenido casi tanto beneficio de la enorme recompensa conseguida tras la captura del huevo de Temerario como el propio Laurence: por suerte para él, podía permitirse mantener una mesa provista de buenos manjares y para muchos comensales. Ciertamente, la ocasión exigía recurrir a cualquier mueble que pudiera encontrarse a bordo. Una vez que se hubo recuperado de la conmoción de que su invitación fuera aceptada, aunque sólo en parte, Riley invitó también a los miembros más veteranos de la sala de suboficiales, a los propios tenientes de Laurence y a cualquier otra persona presuntamente capaz de mantener una conversación civilizada.
—Pero el príncipe Yongxing no va a acudir —dijo Hammond—, y entre todos los demás no saben ni una docena de palabras en inglés. Salvo el traductor, y sólo es uno.
—Entonces al menos podemos armar suficiente barullo entre nosotros mismos como para no cenar incómodos por culpa del silencio —dijo Riley.
Pero su esperanza resultó vana: en el momento en que llegaron los invitados se hizo un silencio paralizante, que parecía probable que continuara durante toda la cena. Aunque les acompañaba el intérprete, al principio ninguno de los chinos habló. El embajador más viejo, Liu Bao, tampoco había acudido, dejando a Sun Kai como representante de más rango. Pero incluso él hizo sólo un saludo escueto y formal al llegar, y después guardó un silencio sereno y digno, aunque no dejaba de mirar con atención la columna gruesa como un barril del mástil de proa, pintado con franjas amarillas, que bajaba por el techo y atravesaba el centro de la mesa; y llegó hasta el punto de mirar debajo del mantel para comprobar si el mástil seguía su camino hasta la cubierta inferior.
Riley había reservado la parte derecha de la mesa para sus huéspedes chinos y les enseñó cuáles eran sus sitios; pero ellos no se movieron para sentarse cuando él y sus oficiales lo hicieron, lo cual provocó confusión entre los ingleses: algunos hombres ya estaban a medio sentar y se quedaron suspendidos en el aire. Desconcertado, Riley indicó a los chinos que ocuparan sus asientos, pero tuvo que pedírselo varias veces hasta que al fin lo hicieron. No fue un buen auspicio para empezar, y tampoco sirvió para animar la conversación.
Los oficiales empezaron refugiándose en sus platos, pero ni siquiera esa apariencia de buenos modales duró demasiado. Los chinos no comían con cuchillo y tenedor, sino con palillos lacados que habían traído consigo. De alguna manera se las ingeniaban para llevarse la comida a la boca con ellos, y pronto los comensales británicos estaban contemplándolos con una fascinación a la vez grosera e inevitable, pues cada nuevo plato que les presentaban brindaba una oportunidad de estudiar su técnica. Los invitados se quedaron perplejos un instante ante una bandeja de pierna de cordero cortada en grandes rodajas, pero pasados unos segundos uno de los sirvientes más jóvenes procedió a enrollar con todo cuidado una de ellas usando sólo los palillos, la cogió y se la comió en tres bocados, abriendo el camino para los demás.
Para entonces, el guardiamarina más joven de Riley, un chico feo y rollizo de doce años que estaba a bordo porque su familia tenía tres votos en el Parlamento, y al que habían invitado para su propia educación más que por su compañía, estaba intentando imitar subrepticiamente su estilo. Para ello utilizaba a modo de palillos el cuchillo y el tenedor puestos al revés, pero sus esfuerzos no obtuvieron demasiada recompensa, salvo una mancha en los pantalones, que hasta entonces habían estado limpios. Como se encontraba en el extremo más alejado de la mesa las miradas de reproche no le llegaban, y en cuanto a los hombres que le rodeaban estaban demasiado entretenidos mirando a los chinos como para reparar en él.
Sun Kai tenía el puesto de honor, junto a Riley. Éste, desesperado por apartar su atención de las payasadas del chico, levantó una copa, miró a Hammond con el rabillo del ojo y dijo:
—A su salud, señor.
Hammond musitó una rápida traducción a través de la mesa. Sun Kai asintió, levantó su propia copa y dio un sorbo con cortesía, aunque no bebió demasiado: era un Madeira potente y reforzado con brandy, escogido para sobrevivir a mares tormentosos. Por un momento pareció que aquello iba a salvar la situación. El resto de los oficiales recordaron con retraso su deber de caballeros y empezaron a brindar con el resto de los invitados. La pantomima de las copas levantadas se comprendía de sobra sin necesidad de traducción, y llevaba con naturalidad a romper el hielo. Empezaron a verse sonrisas y cabeceos a ambos lados de la mesa, y Laurence oyó cómo Hammond, que estaba a su lado, exhalaba un suspiro casi inaudible, y vio que al fin probaba la comida.
El propio Laurence sabía que no estaba cumpliendo con su parte, pero tenía la rodilla apretada contra un caballete de la mesa, lo que le impedía estirar la pierna dolorida, y su cabeza seguía embotada a pesar de que había bebido sólo el mínimo que requería la educación. A estas alturas únicamente esperaba evitar situaciones embarazosas y se había resignado a pedir disculpas a Riley después de cenar por ser tan aburrido.
El teniente tercero de Riley, un tal Franks, había pasado los tres primeros brindis en silencio, sentado como una estaca y limitándose a alzar la copa con una muda sonrisa, pero el vino acabó por soltarle la lengua. Había servido en las Indias Orientales cuando era muy joven, durante la paz, y evidentemente había aprendido a balbucear algunas palabras de chino. Ahora intentó usar las menos obscenas con el caballero sentado frente a él: un hombre joven y bien afeitado llamado Ye Bing, más bien flacucho bajo el camuflaje de sus finos ropajes. Al chino se le iluminó el gesto y empezó a responder con su propio puñado de términos ingleses.
—Un muy… un mucho… —dijo, y se quedó clavado, incapaz de encontrar el resto del cumplido que quería hacer y meneando la cabeza ante las opciones que Franks le iba ofreciendo por parecerle más naturales: viento, noche, cena… Al final Ye Bing le hizo una seña al traductor, que acudió en su ayuda:
—Enhorabuena por su nave: está diseñada de forma muy inteligente.
Una alabanza así era una buena manera de llegar al corazón de un marino. Riley, que la había oído, interrumpió su deslavazada conversación bilingüe con Hammond y Sun Kai, que probablemente iba a acabar muriendo sola, y llamó al intérprete:
—Por favor, dé las gracias al caballero por sus amables palabras, señor. Y dígale que espero que todos ustedes se encuentren lo más cómodos posible.
Ye Bing hizo una inclinación de cabeza y dijo a través del traductor:
—Gracias, señor. Ya lo estamos mucho más que en nuestro viaje de ida. Para traernos hicieron falta cuatro barcos, y uno de ellos resultó ser desgraciadamente lento.
—Capitán Riley, supongo que ya habrá doblado usted el cabo de Buena Esperanza… —le interrumpió Hammond. Laurence le miró, sorprendido de su falta de modales.
Aunque Riley también parecía perplejo, se volvió para responderle con toda cortesía, pero Franks, que había pasado la mayor parte de los últimos dos días encerrado en la maloliente bodega para supervisar la estiba del equipaje, dijo con cierta irreverencia propia del alcohol:
—¿Sólo cuatro barcos? Me sorprende que no tomaran seis. Debieron de venir como sardinas en un barril.
Ye Bing asintió y dijo:
—Los barcos eran pequeños para un viaje tan largo, pero cuando se sirve al emperador toda incomodidad es un placer; y, en cualquier caso, eran los barcos más grandes que teníais en Cantón en ese momento.
—¡Oh! ¿Así que fletaron ustedes barcos de la Compañía de las Indias Orientales? —preguntó Macready. Era teniente de infantería de marina, un hombre enjuto y nervudo, y lucía unas gafas poco acordes con su rostro surcado de cicatrices. No había malicia, pero sí un innegable tono de superioridad en su pregunta y en las sonrisas que intercambiaron los hombres de la Armada. Los arquetipos repetidos una y otra vez en el servicio eran que los franceses sabían construir barcos pero no manejarlos, que los españoles eran violentos e indisciplinados y que los chinos no poseían una flota digna de tal nombre; verlos confirmados siempre era agradable y alentador.
—Cuatro barcos en el puerto de Cantón, y ustedes llenaron sus bodegas de equipaje en vez de porcelana y seda: debieron de cobrarles un ojo de la cara —añadió Franks.
—Qué extraño que diga eso —respondió Ye Bing—. Aunque navegábamos bajo el sello del emperador, cierto es, un capitán intentó exigir un pago, y después incluso intentó marcharse sin permiso. Algún espíritu maligno debió de apoderarse de él y le hizo actuar de una forma tan insensata, pero creo que los oficiales de su Compañía consiguieron encontrar a un doctor que le tratara, y se le permitió pedir disculpas.
Franks, como era de esperar, se le quedó mirando de hito en hito.
—Pero entones, ¿por qué les trajeron si ustedes no les pagaron?
Ye Bing le devolvió la mirada, sorprendido a su vez por la pregunta.
—Los barcos fueron confiscados por un edicto imperial. ¿Qué otra cosa podrían haber hecho? —se encogió de hombros, como para zanjar el asunto, y volvió su atención a los platos. Por lo visto, aquella ración de información le parecía menos significativa que las tartaletas de mermelada que el cocinero de Riley había preparado con el último plato.
Laurence dejó caer el cuchillo y el tenedor. Había tenido poco apetito desde el primer momento, y ahora acababa de perderlo por completo. Que pudieran hablar como si tal cosa de la incautación de naves y propiedades inglesas, de la servidumbre obligatoria de unos marinos británicos a un trono extranjero… Por unos instantes casi se convenció a sí mismo de que lo había malinterpretado: todos los periódicos del país deberían haber puesto el grito en el cielo ante tal incidente, y sin duda el gobierno habría elevado una propuesta formal. Después miró a Hammond. El diplomático estaba pálido y alarmado, pero no sorprendido. Y todas las dudas de Laurence se disiparon en cuanto recordó la patética y casi rastrera conducta de Barham, y los intentos de Hammond por cambiar el rumbo de la conversación.
El resto de los ingleses no tardó mucho más en comprender lo que pasaba, y los oficiales empezaron a murmurar y susurrar entre sí a lo largo de la mesa. Riley, que llevaba todo ese rato respondiendo a Hammond, empezó a hablar más despacio y al fin se detuvo. Para animarle a que siguiera hablando, Hammond se apresuró a preguntarle:
—¿Y fue dura la travesía del cabo? Espero que no tengamos que temer mal tiempo durante el viaje…
Pero su pregunta llegó demasiado tarde. Un silencio absoluto se hizo en el comedor, salvo por los ruidos que hacía el joven Tripp al masticar.
Garnett, el sobrecargo, le dio un codazo, e incluso este sonido se apagó. Sun Kai dejó la copa de vino y miró con el ceño fruncido a lo largo de la mesa. Había percibido el cambio en la atmósfera, como si se cerniera una tormenta. Aunque sólo estaban a mitad de la cena, ya se había bebido en grandes cantidades, y muchos de los oficiales eran hombres jóvenes que empezaban a enrojecer de mortificación y rabia. Más de un hombre de la Armada, que se quedaba en dique seco durante un periodo de paz o por falta de influencias, había servido en los barcos de la Compañía de las Indias Orientales. Los lazos entre la Armada inglesa y su Marina mercante eran fuertes, lo que hacía que sintieran aún más aquella ofensa.
El intérprete se estaba apartando de las sillas con gesto nervioso, pero la mayoría de los demás asistentes chinos no se habían dado cuenta todavía. Uno se rió en voz alta por algún comentario de su vecino de mesa, y su carcajada sonó solitaria y extraña en la sala.
—¡Por Dios! —exclamó Franks de repente—, creo que voy a…
Sus compañeros de mesa se apresuraron a agarrarle de los brazos y le obligaron a quedarse en la silla, tratando de hacerle callar con miradas ansiosas hacia los oficiales principales, pero había más susurros que iban subiendo de volumen. Un hombre estaba diciendo: «¡… y sentados a nuestra mesa!», entre vehementes exclamaciones de asentimiento. En cualquier momento podía producirse un estallido de consecuencias desastrosas. Hammond estaba intentando hablar, pero nadie le hacía caso.
—Capitán Riley —dijo Laurence, en tono áspero y voz muy alta, acallando los susurros de indignación—, ¿sería tan amable de explicarnos cuál será el rumbo del viaje? Creo que el señor Granby tenía curiosidad por conocer la ruta que vamos a seguir.
Granby, sentado a unas sillas de distancia, con la piel pálida bajo las quemaduras del sol, dio un respingo. Después, pasado un momento, dijo asintiendo hacia Riley:
—Sí, claro. Me haría un gran favor con ello, señor.
—Cómo no —respondió Riley, aunque un tanto envarado. Se inclinó sobre la gaveta que había detrás de él, donde tenía los mapas. Llevó uno a la mesa y trazó el curso, hablando un poco más alto de lo normal—. Una vez que salgamos del Canal, debemos buscar un camino para sortear Francia y España. Después nos acercaremos un poco más a tierra y seguiremos la costa de África lo mejor que podamos. Haremos escala en el Cabo hasta que empiece el monzón de verano, entre una semana y tres dependiendo de nuestra velocidad, y después aprovecharemos el viento todo el camino hasta el mar de la China Meridional.
Aquello rompió el peor momento de aquel lúgubre silencio, y poco a poco empezaron de nuevo las tímidas conversaciones protocolarias, pero nadie dijo una palabra a los invitados chinos, salvo Hammond, que se dirigía de vez en cuando a Sun Kai, y bajo el peso de las miradas de desaprobación incluso él flaqueó y acabó callado. Riley recurrió a pedir la tarta, y la cena se arrastró hasta un final desastroso, mucho más temprano de lo habitual.
Los marineros e infantes de marina apostados tras las sillas de los oficiales para actuar de asistentes ya empezaban a murmurar entre ellos. Cuando Laurence volvió a cubierta, izándose por la escalerilla más por la fuerza de los brazos que propiamente subiéndola, ya habían salido, y las noticias habían corrido de un extremo a otro del puente: incluso los aviadores estaban hablando con los marineros a través de la línea de separación.
Hammond salió a cubierta, se quedó mirando a los corrillos que murmuraban entre sí y se mordió los labios hasta que se le quedaron sin sangre. La ansiedad pintada en su cara le hacía parecer extrañamente viejo y demacrado. Laurence no sentía ninguna lástima por él, sólo indignación: no cabía ninguna duda de que Hammond había intentado de forma deliberada ocultar aquel vergonzoso asunto.