Temerario II - El Trono de Jade (7 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—¡Ja! —Temerario se quedó revoloteando en el sitio, complacido al ver que los otros tenían tanto miedo de su peculiar destreza. Laurence tuvo que dar un tirón del arnés para llamarle la atención sobre la señal, que aún no había visto—. ¡Oh, ya lo veo! —dijo, y se lanzó hacia delante para ocupar su posición a la izquierda de Maximus. Lily ya estaba a la derecha.

La intención de Harcourt era evidente.

—¡Todos abajo! —dijo Laurence, acurrucándose junto al cuello de Temerario al mismo tiempo que daba la orden.

En cuanto estuvieron en posición, Berkley hizo avanzar a Maximus a toda la velocidad que podía alcanzar el gigantesco dragón, directo contra el enjambre de dragones franceses.

Temerario tomó aire y levantó la gorguera. Volaban tan deprisa que el viento arrancaba lágrimas de los ojos de Laurence, pero aun así pudo ver que Lily estaba echando atrás el cuello en un preparativo similar al de Temerario. En cambio, Maximus bajó la cabeza y se abalanzó en línea recta contra los dragones franceses, embistiendo entre sus filas para aprovechar su enorme ventaja en peso. Las bestias enemigas se apartaron a ambos lados, sólo para encontrarse con el rugido de Temerario y el chorro de ácido corrosivo de Lily.

A su paso se oyeron chillidos de dolor, y vieron cómo los franceses cortaban los arneses de los primeros tripulantes muertos y los dejaban caer al océano, flácidos como muñecas de trapo. El avance de los dragones franceses prácticamente se había detenido. Muchos de ellos se dispersaron, llevados por el pánico, esta vez sin prestar ninguna atención al diseño de la formación. Entonces, Maximus y ellos consiguieron penetrar. El enjambre se había disgregado y ahora Accendare sólo estaba separada de ellos por un Petit Chevalier, ligeramente más grande que Temerario, y por otro de los señuelos.

Refrenaron el vuelo. Maximus luchaba por recobrar el aliento y mantener la elevación. Desde la espalda de Lily, Harcourt le hizo unos gestos aparatosos a Laurence y, aunque ya estaban levantando la señal sobre el lomo de su dragón, le gritó con voz ronca a través de la bocina:

—¡Ve tras ella!

Laurence tocó el costado de Temerario para que volara hacia delante. Lily lanzó otro chorro de ácido y los dos dragones que defendían a Accendare se apartaron lo suficiente para que Temerario los esquivara y pasara entre ellos.

Desde abajo le llegó la voz de Granby, que gritaba:

—¡Cuidado! ¡Nos han abordado!

De modo que algunos franceses habían saltado sobre el lomo de Temerario. Laurence no tenía tiempo para mirar. Justo delante de su cara Accendare estaba retorciéndose en el aire, a menos de diez metros. Su ojo derecho era lechoso, pero el izquierdo tenía un brillo maligno, y su pupila amarillo pálido destacaba sobre la córnea negra. Tenía unos cuernos largos y finos que se curvaban desde su frente hasta llegar al borde de sus mandíbulas, que estaba abriendo en aquel preciso instante. Un ardiente brillo hizo distorsionarse el aire cuando el chorro de llamas se dirigió hacia ellos. Era como estar en la boca del infierno, pensó durante un fugaz instante mientras miraba fijamente aquellas fauces rojas. Después Temerario cerró de golpe las alas y se apartó del camino cayendo como una piedra.

Laurence sintió un vuelco en el estómago. A sus espaldas oyó golpes y gritos de sorpresa, mientras atacantes y defensores por igual perdían pie. Cuando Temerario abrió las alas de nuevo y empezó a batirlas con fuerza pareció que sólo había transcurrido un momento, pero habían caído a plomo cierta distancia, y Accendare se estaba apartando rápidamente de ellos y volaba de vuelta hacia las naves de debajo.

Los mercantes que navegaban en la retaguardia del convoy francés se hallaban ya dentro de la distancia en que los largos cañones de los buques de guerra ingleses podían disparar con precisión: empezó a sonar el rugido constante de los disparos, mezclado con el olor a humo y azufre. Las fragatas más rápidas ya se habían adelantado y estaban pasando junto a los mercantes sometidos al fuego inglés para alcanzar el botín más rico, que les aguardaba al frente de la formación. Pero al actuar así habían abandonado el refugio que les ofrecía la formación de Excidium, y Accendare bajó hacia ellos. Sus tripulantes dejaron caer por los lados bombas incendiarias de hierro, del tamaño de un puño, que ella bañó con sus llamas mientras descendía hacia los vulnerables barcos ingleses.

Más de la mitad de los proyectiles, muchos más, cayeron al mar. Consciente de que Temerario la perseguía, Accendare no había bajado demasiado, y desde tanta altura no se podía apuntar con precisión. Pero Laurence pudo ver cómo un puñado estallaba en llamas bajo él: las finas vainas de metal se rompieron al estrellarse en las cubiertas de los buques, y la nafta del interior entró en ignición al contacto contra el metal caliente, esparciendo un mar de llamas.

Temerario emitió un grave gruñido de rabia al ver que las velas de una fragata se inflamaban, y de inmediato dio otro acelerón para perseguir a Accendare. Su huevo se había incubado en cubierta y había pasado sus primeras tres semanas de vida en alta mar, de ahí le venía el cariño que aún sentía por los barcos. Laurence, poseído por la misma furia, lo apremió hablándole y tocándolo. Decidido a la persecución, se dedicó a buscar con la vista otros dragones que estuvieran lo bastante cerca para dar apoyo a Accendare, pero algo lo sacó de su concentración de forma muy desagradable: Croyn, uno de los lomeros, cayó sobre él antes de rodar por la espalda de Temerario, con la boca muy abierta y las manos estiradas. Alguien había cortado la cincha de su mosquetón.

Croyn no consiguió coger el arnés y sus manos resbalaron por la lisa piel de Temerario. Laurence trató de agarrarle, pero en vano: el cuerpo cayó agitando los brazos en el vacío durante cuatrocientos metros y se estrelló en el agua. Sonó un pequeño chapoteo, y ya no volvió a emerger. Otro hombre cayó detrás de él, uno de los atacantes, pero ya estaba muerto mientras giraba por los aires con los miembros desmadejados. Laurence se desabrochó sus propias cinchas y se puso en pie, desenfundando las pistolas al mismo tiempo que se giraba. Aún quedaban siete atacantes a bordo y la lucha era encarnizada. Uno que llevaba galones de teniente estaba a unos pocos pasos de él, enzarzado en una pelea cuerpo a cuerpo con Quarle, el segundo de los guardiadragones asignados para proteger a Laurence.

Mientras Laurence se incorporaba, el teniente apartó el brazo de Quarle con la espada y con la izquierda le clavó en el costado un cuchillo largo que tenía un aspecto temible. Quarle dejó caer su propia espada, rodeó con las manos la empuñadura del cuchillo y se desplomó tosiendo sangre. Laurence tenía un disparo perfecto, pero justo detrás del teniente otro de los atacantes había obligado a Martin a ponerse de rodillas, y ahora el cuello del guardiadragón estaba expuesto al machete de su enemigo.

Laurence levantó la pistola y disparó. El francés cayó de espaldas, con un agujero en el pecho del que brotaba un chorro de sangre, y Martin consiguió ponerse en pie. Antes de que Laurence pudiese apuntar de nuevo, el teniente corrió el riesgo de cortar sus propias cinchas, saltó sobre el cuerpo de Quarle y agarró el brazo de Laurence para apoyarse y a la vez apartar la pistola. Fue una maniobra extraordinaria, ya fuese fruto de la valentía o de la insensatez.

—¡Bravo! —se le escapó a Laurence.

El francés le miró perplejo, sonrió en un gesto juvenil que no cuadraba con su cara manchada de sangre y después empuñó la espada.

Laurence jugaba con ventaja, desde luego. Muerto era inútil, pues un dragón cuyo capitán era asesinado se volvía contra el enemigo con extrema fiereza: incontrolado, pero aun así muy peligroso. El francés necesitaba hacerle prisionero, no matarle, y eso le hacía actuar con gran cautela, mientras que Laurence podía apuntar sin problemas para hacer un disparo mortal y golpear lo mejor posible.

Pero la situación actual no era tan buena. Se trataba de una batalla extraña: estaban sobre la estrecha base del cuello de Temerario, tan cerca el uno del otro que Laurence no estaba en desventaja ante la mayor envergadura del teniente, que era muy alto; pero esa misma situación permitía al francés seguir agarrando a Laurence, cuando de lo contrario seguramente habría resbalado ya. Estaban empujándose el uno al otro más que peleando en un auténtico combate de esgrima: sus espadas apenas se separaban tres o cuatro centímetros antes de chocar de nuevo, y Laurence empezó a pensar que el duelo sólo podía terminar con la caída de uno de los dos.

Laurence se arriesgó a avanzar un paso. Eso hizo que ambos se giraran ligeramente, lo que le permitió ver por encima de los hombros del teniente cómo se estaba desarrollando la lucha. Martin y Ferris seguían en pie, así como varios fusileros, pero los superaban en número, y con que lograran pasar sólo dos atacantes más la situación se volvería muy delicada para Laurence. Varios de los ventreros intentaban subir desde abajo, pero los franceses habían apostado a un par de hombres para contenerlos. Mientras Laurence miraba, Johnson recibió una estocada y cayó.


Vive l’empereur!
—gritó el teniente para animar a sus hombres, a los que también estaba observando. Después, la posición favorable le hizo cobrar ánimos y atacó de nuevo, buscando la pierna de Laurence. Éste desvió el golpe. Sin embargo, la espada sonó de una forma extraña al recibir el impacto, y se dio cuenta con desagradable sorpresa de que estaba peleando con su arma de gala, la misma que había llevado al Almirantazgo la víspera: no había tenido tiempo de cambiarla por otra.

Empezó a pelear más de cerca, tratando de evitar que la espada del francés golpeara por debajo de la mitad de su propia hoja: si se rompía, no quería perder la espada entera. Otro golpe directo, a su brazo derecho. También lo bloqueó, pero esta vez diez centímetros de acero se partieron, marcando una fina línea en su mandíbula antes de caer lejos con un brillo entre rojo y dorado por el reflejo de las llamas.

El francés había comprobado ya la debilidad de su hoja y estaba intentando quebrarla en pedazos. Un nuevo golpe envió lejos otra porción de espada: Laurence se estaba batiendo ahora con sólo quince centímetros de acero, y los brillantes pegados a la empuñadura recubierta de plata parecían burlarse de él con su ridículo brillo. Apretó los dientes. No pensaba rendirse y ver cómo llevaban a Temerario a Francia: antes iría al propio infierno. Si saltaba sobre su costado y le avisaba, había alguna posibilidad de que Temerario pudiera atraparle; si no, al menos no sería responsable de poner a su dragón en manos de Napoleón.

En ese momento se oyó un grito. Granby estaba subiendo por la cincha de cola sin la ayuda de mosquetones; después se aseguró y arremetió contra el francés que vigilaba el lado derecho de la cincha del vientre. El hombre cayó muerto, y casi al momento seis ventreros subieron a la parte superior del dragón. Los atacantes que aún quedaban cerraron filas en un grupo compacto, pero en cuestión de segundos tendrían que rendirse o morir. Martin se había vuelto y ya estaba trepando por encima del cuerpo de Quarle, liberado por la ayuda de los de abajo, y su espada estaba lista.


Ah, voici un joli gâchis
[2]
—dijo el teniente en tono de desesperación, pues también lo había visto. En un último y valiente intento, enganchó la empuñadura de Laurence con su propia hoja y utilizó ésta como palanca para tratar de arrancar la espada de las manos de su enemigo con un fuerte tirón. Pero en el mismo momento en que lo hizo se tambaleó, sorprendido, y le brotó sangre de la nariz. El teniente cayó hacia delante y se desplomó en brazos de Laurence, sin sentido. Detrás de él, el joven Digby mantenía el equilibrio a duras penas, sujetando la bola de metal atada a la soga de medición: había venido reptando desde su puesto de vigía en el hombro de Temerario y había golpeado al francés en la cabeza.

—¡Bien hecho! —le felicitó Laurence cuando comprendió lo que había ocurrido. El muchacho enrojeció de orgullo—. Señor Martin, lleve a este hombre abajo, a la enfermería, si tiene la bondad —Laurence le pasó el cuerpo inerte del francés—. Se ha batido como un león.

—Muy bien, señor —La boca de Martin seguía moviéndose, estaba diciendo algo más, pero un rugido que venía de arriba ahogó su voz. Fue lo último que oyó Laurence.

El runrún grave y peligroso del gruñido de Temerario, justo sobre él, penetró a través de su asfixiante inconsciencia. Laurence intentó moverse y mirar a su alrededor, pero la luz le acuchillaba los ojos y la pierna no quería responder en absoluto. Tanteándose a ciegas el muslo, descubrió que lo tenía enredado con las cinchas de cuero de su arnés, y notó un reguero de sangre donde una de las hebillas le había desgarrado los pantalones y la piel.

Por un momento pensó que tal vez los habían capturado. Pero las voces que oía eran inglesas, y después reconoció a Barham gritando y a Granby diciendo en tono feroz:

—No, señor, no dé un solo paso más. Temerario, si esos hombres se acercan, puedes derribarlos.

Laurence se esforzó por incorporarse, y de repente aparecieron varias manos ansiosas por ayudarle.

—Tranquilo, señor. ¿Está usted bien?

Era el joven Digby, que le puso en las manos un odre de agua que goteaba. Laurence se humedeció los labios, pero no se atrevió a beber. Tenía el estómago revuelto.

—Ayudadme a ponerme en pie —pidió con voz ronca, mientras intentaba entreabrir los ojos.

—No, señor, no debe hacerlo —susurró Digby en tono apremiante—. Ha recibido usted un fuerte golpe en la cabeza, y esos tipos han venido a arrestarle. Granby nos ha dicho que tenemos que mantenerle fuera de la vista y esperar a que llegue el almirante.

Laurence estaba tendido bajo la protectora curva de la pata delantera de Temerario, y lo que había bajo él era la tierra batida del claro. Digby y Allen, los vigías de proa, estaban acurrucados a ambos lados de él. No muy lejos, unos pequeños regueros de sangre corrían por la pata de Temerario y manchaban de negro el suelo.

—¡Está herido! —exclamó Laurence, y trató de levantarse de nuevo.

—El señor Keynes ha ido por vendas, señor. Un Pêcheur nos alcanzó sobre los hombros, pero sólo han sido unos rasguños —dijo Digby, obligándole a tumbarse de nuevo; cosa que consiguió fácilmente, pues Laurence no era capaz tan siquiera de doblar la pierna lesionada, y mucho menos de cargar peso en ella—. No se levante, señor. Baylesworth va a traer una camilla.

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