—Ya veo la forma en que demuestran su respeto por el Hijo del Cielo —dijo Yongxing, dirigiéndose a Barham—. Una vez más han arrojado a la batalla a Lung Tien Xiang. Ahora mantienen un conciliábulo en secreto, tramando cómo pueden aprovecharse del fruto de su latrocinio.
Aunque Barham había maldecido a los chinos cinco minutos antes, ahora empalideció y se puso a tartamudear:
—Señor, Su Alteza, de ninguna manera…
Pero aquello no hizo calmarse a Yongxing.
—He recorrido esta base, como llaman ustedes a estos establos para animales —dijo—. Cuando uno tiene en cuenta los métodos bárbaros que usan, no es sorprendente que Lung Tien Xiang haya desarrollado este apego tan equivocado. Es natural que no desee ser separado del compañero que es responsable de los escasos cuidados que recibe —se volvió hacia Laurence y le miró de arriba abajo con desprecio—. Usted se ha aprovechado de su juventud y su inexperiencia, pero no toleraremos esto más. No vamos a aceptar más excusas por estas demoras. Una vez que haya vuelto a su hogar y al lugar que le pertenece, pronto dejará de valorar una compañía que está muy por debajo de él.
—Se equivoca, Su Alteza. Nuestra intención es colaborar con ustedes —dijo Lenton sin tapujos, mientras Barham seguía esforzándose por hallar frases más retóricas—. Pero Temerario no abandonará a Laurence, y estoy seguro de que usted sabe bien que a un dragón no se le puede mandar a un sitio sin más, sino que hay que convencerlo.
Yongxing replicó con voz gélida:
—Entonces, es evidente que el capitán Laurence también debe venir. ¿O ahora va a intentar convencernos de que a él tampoco se le puede mandar?
Todos ellos le miraron perplejos. Laurence no se atrevía a creer que lo había entendido bien cuando de repente Barham saltó:
—¡Dios Santo, si quieren a Laurence, llévensele de una puñetera vez, y de nada!
El resto de la reunión pasó entre nieblas para Laurence, pues la mezcla de confusión e inmenso alivio que sentía le tuvieron distraído todo el rato. La cabeza aún le daba vueltas, y contestó a algunas preguntas más bien al azar hasta que finalmente Lenton intervino de nuevo y le envió a la cama. Consiguió mantenerse despierto el tiempo necesario para mandarle una nota a Temerario por medio de la criada, y después se hundió en un sueño profundo y en absoluto reparador.
A la mañana siguiente tuvo que hacer un gran esfuerzo para despertarse, después de haber dormido catorce horas. La capitana Roland estaba dando una cabezada junto a su cama, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla y la boca entreabierta. Cuando Laurence se movió, ella se despertó y se frotó la cara con un bostezo.
—Bueno, Laurence, ¿estás despierto? Nos has dado a todos un buen susto, puedes jurarlo. Emily vino a verme porque el pobre Temerario estaba preocupadísimo por ti. ¿Cómo se te ha ocurrido enviarle una carta como ésa?
Laurence trató de recordar qué había escrito. Fue imposible: lo había olvidado por completo, y en general recordaba muy poco del día anterior, salvo el punto más importante y vital, que tenía grabado en la mente.
—Roland, no tengo ni la más remota idea de lo que le dije. ¿Temerario sabe que voy a ir con él?
—Bueno, ahora sí, ya que Lenton me lo contó cuando vine a buscarte, pero desde luego que no se ha enterado por esto —dijo ella, tendiéndole un trozo de papel.
Estaba escrito de su puño y letra y tenía su firma, pero le resultaba completamente desconocido y no tenía lógica:
Temerario:
No tengas miedo. Yo me voy. El Hijo del Cielo no tolera más retrasos, y Barham me ha dado permiso para el largo viaje. ¡La Lealtad
[3]
nos reunirá de nuevo! Por favor, no dejes de comer.
L.
Laurence se quedó mirándola con cierto desasosiego y preguntándose cómo se le había ocurrido escribir eso.
—No recuerdo ni una sola palabra. ¡Espera, no!
Allegiance
es el nombre del transporte, y el príncipe Yongxing se refirió al emperador como Hijo del Cielo, aunque no tengo la menor idea de por qué se me ha ocurrido repetir esa blasfemia —le devolvió la nota a Roland—. Creo que se me estaba yendo la cabeza. Por favor, tírala al fuego. Ve a decirle a Temerario que ahora estoy bastante bien, y que pronto volveré a estar con él. ¿Puedes tocar la campanilla para que alguien me ayude? Tengo que vestirme.
—Me parece que deberías quedarte justo donde estás —replicó Roland—. En serio: quédate en la cama un rato. De momento, por lo que sé, no hay demasiada prisa, y sé que ese tal Barham quiere hablar contigo; y Lenton también. Voy a decirle a Temerario que no te has muerto ni te ha crecido una segunda cabeza, y haré que Emily os haga de recadera si queréis mandaros mensajes.
Laurence cedió a sus argumentos. Lo cierto era que no se sentía lo bastante bien para levantarse, y pensó que si Barham quería volver a hablar con él necesitaría ahorrar las escasas fuerzas que le quedaban. Sin embargo, al final se evitó esa conversación: Lenton vino a verle solo.
—Bien, Laurence, me temo que va a hacer un viaje endiabladamente largo, y espero que no lo pase mal —dijo el almirante, acercando una silla—. Mi transporte sufrió una galerna de tres días cuando se dirigía a la India, allá por los noventa. La lluvia se congelaba al caer, así que los dragones no podían volar sobre las nubes para no mojarse. La pobre Obversaria estuvo enferma todo el tiempo. No hay nada peor para ellos o para uno mismo que un dragón mareado.
Laurence nunca había mandado un transporte de dragones, pero la imagen descrita por Lenton era bastante vívida.
—Me alegra decirle, señor, que Temerario no ha tenido nunca el menor problema, y que de hecho le gusta mucho viajar en barco.
—Veremos cuánto le gusta si se topan con un huracán —repuso Lenton, meneando la cabeza—. Aunque, dadas las circunstancias, supongo que ninguno de los dos pondrá objeciones.
—No, en absoluto —admitió Laurence de corazón. Se suponía que estaban saltando de la sartén al fuego, pero aunque sólo se cocieran a fuego más lento lo agradecía. El viaje duraría muchos meses, y había lugar para la esperanza, antes de que llegaran a China podían suceder muchas cosas.
Lenton asintió.
—Bien, tiene usted un aspecto más bien cadavérico, así que permítame que sea breve. He conseguido convencer a Barham de que lo mejor es empaquetarlos a la vez con todo su equipaje, en este caso su tripulación. De otro modo, algunos de sus oficiales van a tener ciertos problemas, y lo mejor será que los enviemos a todos de camino antes de que se lo piense mejor.
Otro alivio inesperado.
—Señor —dijo Laurence—, debo decirle hasta qué punto estoy en deuda con…
—Déjese de tonterías, no me dé las gracias —Lenton se apartó de la frente los escasos cabellos grises y dijo de pronto—: Siento mucho todo esto, Laurence. En su lugar, yo habría perdido los estribos mucho antes que usted. Todo esto se ha llevado de una forma muy cruel.
Laurence no supo qué decir. No había esperado recibir simpatía, y tenía la impresión de que no se la merecía. Pasado un rato, Lenton prosiguió en tono más enérgico:
—Siento no darle más tiempo para recuperarse, pero de todos modos cuando esté a bordo de la nave no tendrá mucho que hacer salvo reposar. Barham les ha prometido que la
Allegiance
zarpará en una semana. Aunque, por lo que tengo entendido, será difícil encontrar un capitán para ella en ese plazo.
—Creía que la iba a capitanear Cartwright —musitó Laurence, recordando algo vagamente. Aún seguía leyendo el
Naval Chronicle,
y estaba al tanto de los nombramientos para las naves. Tenía el nombre de Cartwright grabado en la cabeza. Muchos años antes, habían servido juntos en el
Goliath
.
—Sí, cuando se suponía que la
Allegiance
se dirigía a Halifax. Al parecer, allí están construyendo otro barco para él, pero no pueden esperar a que termine un viaje de ida y vuelta a China de dos años —dijo Lenton—. Pero, sea como sea, encontrarán a alguien. Debe estar preparado.
—Puede estar seguro de ello, señor —respondió Laurence—. Para entonces estaré bastante bien.
Tal vez su optimismo era infundado: cuando Lenton se fue, Laurence intentó escribir una carta y descubrió que no podía hacerlo, pues tenía una fuerte jaqueca. Por suerte, Granby vino a verle una hora después, emocionado ante la perspectiva del viaje y desdeñando el peligro en que había puesto su propia carrera.
—¡Como si eso me importara una cáscara de huevo, cuando esa sabandija estaba intentando arrestarle y apuntando con un cañón a Temerario! —dijo—. No piense más en ello, por favor, y dígame qué quiere que escriba.
Laurence renunció a aconsejarle cautela. La lealtad de Granby era tan obstinada como la antipatía que había sentido al principio, aunque más gratificante.
—Son sólo unas líneas, si no le importa. Es para el capitán Thomas Riley. Dígale que zarpamos para China dentro de una semana, y si no le importa mandar un buque de transporte, puede tener la
Allegiance
siempre que acuda cuanto antes al Almirantazgo. Barham no tiene a nadie para la nave, pero no olvide decirle que no ha de mencionar mi nombre.
—Muy bien —dijo Granby, tomando nota. Su caligrafía no era muy elegante y desparramaba las letras sin reparo, pero al menos era legible—. ¿Le conoce usted bien? Tendremos que soportar al que nos manden una buena temporada.
—Sí, le conozco muy bien —dijo Laurence—. Fue teniente tercero mío en el
Belize,
y segundo en el
Reliant
. Estuvo presente cuando Temerario salió del huevo. Es un marino y un oficial excelente. No podríamos encontrar a nadie mejor.
—Yo mismo se lo llevaré al correo, y le diré que se asegure de que la carta llega a su destino —le prometió Granby—. Sería un gran alivio no tener a uno de esos tipos tan quisquillosos como… —aquí se interrumpió, azorado. Al fin y al cabo, no hacía tanto tiempo que él mismo había considerado al propio Laurence como «uno de esos tipos quisquillosos».
—Gracias, John —se apresuró a decir Laurence para ahorrarle el bochorno—. Aunque no deberíamos hacernos demasiadas esperanzas todavía. Tal vez la Armada prefiera a un hombre más veterano para la misión —añadió, aunque en su interior sabía que había muchas posibilidades. Barham lo iba a pasar mal para encontrar a alguien que aceptara voluntariamente ese puesto.
Aunque a ojos de un hombre de tierra podía parecer algo impresionante, un transporte de dragones era un tipo de navío muy incómodo de comandar. Muy a menudo tenían que permanecer en puerto semanas y semanas esperando a sus pasajeros dragones, mientras la tripulación perdía el tiempo dedicándose a la bebida y las furcias. O podían pasar meses en mitad del océano, tratando de mantener la posición para servir como punto de descanso para dragones que cruzaban largas distancias: era como llevar a cabo tareas de bloqueo, y aún peor por falta de compañía. Había pocas oportunidades de entrar en combate o conseguir gloria, y mucho menos botín. No era un destino apetecible para cualquiera que pudiera elegir algo mejor.
Pero el
Reliant,
que después de Trafalgar había quedado muy dañado por una tempestad, iba a estar en dique seco una buena temporada. Seguramente Riley, varado en tierra, sin influencias para conseguir otro barco y casi sin antigüedad, estaría contento de aprovechar la oportunidad que Laurence le brindaba; y lo más probable era que Barham cogiese al primer voluntario que se le presentara.
Laurence pasó el resto del día redactando otras cartas que tenía que escribir, aunque con poco más éxito que la anterior. No tenía sus asuntos preparados para un viaje tan largo, y había buena parte que no podría solucionar recurriendo al servicio de correos. Además, durante las últimas semanas, que habían sido terribles, había descuidado por completo su correspondencia personal. A estas alturas tenía pendientes varias respuestas, en particular a su familia. Su padre se había vuelto más tolerante con su nueva profesión tras la batalla de Dover; aunque aún seguían sin escribirse directamente el uno al otro, al menos Laurence ya no se veía obligado a ocultar que mantenía correspondencia con su madre y llevaba un tiempo dirigiéndole las cartas abiertamente. Después de toda esta historia, su padre quizá decidiría volver a suspenderle ese privilegio, pero Laurence albergaba la esperanza de que no llegara a enterarse de los detalles. Por suerte, Barham no tenía nada que ganar avergonzando a Lord Allendale; y menos aún cuando Wilberforce, su aliado político común, pretendía hacer otra ofensiva por la abolición en la próxima sesión del Parlamento.
Laurence garabateó otra docena de misivas apresuradas en una caligrafía muy distinta de la suya habitual. Iban dirigidas a otras personas, la mayoría de ellas marinos que sabrían comprender las exigencias de un viaje organizado con tanta premura. A pesar de que intentó ser breve, el esfuerzo le pasó factura, y cuando Jane Roland volvió a verle Laurence estaba prácticamente postrado y tenía los ojos cerrados y la espalda apoyada en los almohadones.
—Sí, las enviaré por ti, pero te estás comportando de una forma absurda, Laurence —le dijo, recogiendo las cartas—. Un golpe en la cabeza puede ser muy malo, aunque no te hayas roto el cráneo. Cuando tuve la fiebre amarilla no me dediqué a presumir de que estaba bien: me tumbé en la cama, me tomé mis gachas y mi ponche y conseguí recuperarme mucho antes que otros compañeros de las Indias Occidentales que también la habían pillado.
—Gracias, Jane —dijo Laurence, y no discutió más con ella. La verdad era que se encontraba muy mal, y le agradeció que corriera las cortinas y sumiera la alcoba en una reconfortante penumbra.
Pocas horas después despertó por unos instantes del sueño al oír cierto alboroto al otro lado de la puerta de la habitación. Roland estaba diciendo:
—Ahora mismo se van a largar de aquí, o los saco a patadas hasta el recibidor. ¿Qué pretenden colándose aquí para molestarle en el preciso momento en que salgo?
—Pero es que tengo que hablar con el capitán Laurence. La situación es de la máxima urgencia… —la voz que protestaba no le resultaba familiar, y sonaba bastante perpleja—. He cabalgado hasta aquí directo desde Londres…
—Si es tan urgente, puede ir a hablar con el almirante Lenton —dijo Roland—. No, me da igual si viene usted de parte del Ministerio. Tiene pinta de ser lo bastante joven para ser uno de mis guardiadragones, y no me creo ni por un segundo que tenga algo que decir que no pueda aguardar hasta mañana.