Temerario II - El Trono de Jade (10 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Con esto, Roland cerró la puerta detrás de ella, y el resto de la discusión quedó amortiguada. Laurence volvió a adormilarse. Pero a la mañana siguiente no había nadie para defenderle, y apenas la criada hubo traído el desayuno (las gachas y el ponche de leche caliente con que le habían amenazado, y que no abrían precisamente el apetito), se produjo un nuevo intento de invasión, esta vez con más éxito.

—Le pido disculpas, señor, por presentarme ante usted de esta forma tan irregular —dijo el desconocido, mientras rápidamente y sin ser invitado arrastraba una silla junto al lecho de Laurence—. Le ruego que me deje explicarme. Me hago cargo de que mi aparición es bastante anómala… —apoyó en el suelo la pesada silla y se sentó, o más bien se colgó, en el mismísimo borde del asiento—. Me llamo Hammond, Arthur Hammond. El Ministerio me ha nombrado para acompañarle a la corte de China. —Hammond era un hombre sorprendentemente joven, acaso veinte años, de cabello oscuro y alborotado y una expresión tan intensa que parecía iluminar su semblante pálido y fino. Al principio hablaba sin completar las frases, dividido entre las disculpas formales y su evidente impaciencia por entrar en materia—. El hecho de que no haya habido presentación, le ruego que me disculpe, pero nos ha tomado completamente por sorpresa, y Lord Barham ya ha fijado el día 23 como fecha para zarpar. Si usted lo prefiere, por supuesto, podemos presionarle para que extienda un poco ese plazo…

De todas las cosas del mundo, esta última era la que más quería evitar Laurence, aunque el ímpetu de Hammond le tenía un poco desconcertado. Rápidamente, dijo:

—No, señor, estoy enteramente a su disposición. No podemos retrasar la partida para intercambiar formalidades, sobre todo cuando al príncipe Yongxing ya se le ha prometido esa fecha.

—¡Ah! Opino lo mismo que usted —respondió Hammond, muy aliviado.

Al mirarle a la cara y calcular sus años, Laurence sospechó que si había recibido aquel nombramiento era tan sólo por falta de tiempo. Pero Hammond no tardó en refutar la idea de su única cualificación: que estaba dispuesto a ir a China en el acto. Tras ponerse algo más cómodo, sacó un grueso fajo de documentos que hasta ese momento habían estado hinchando la parte delantera de su abrigo, y empezó a exponer con gran detalle y velocidad las perspectivas de su misión.

Laurence fue incapaz de seguirle casi desde el principio. De forma inconsciente, Hammond soltaba parrafadas en lengua china, cuando consultaba alguno de sus documentos escrito en ese idioma, y mientras hablaba en inglés se extendió bastante sobre el tema de la embajada de Macartney a China, que había tenido lugar catorce años antes. Laurence, que en aquella época acababa de ascender a teniente y estaba concentrado en cuestiones navales y en su propia carrera, apenas recordaba la existencia de esa legación, y mucho menos los detalles.

Sin embargo, no interrumpió inmediatamente a Hammond: por una parte el torrente de su conversación no dejaba ninguna pausa apropiada para ello, y por otra su monólogo sonaba casi tranquilizador. Hammond hablaba con una autoridad impropia de sus años, un evidente dominio de la materia y, aún más importante, sin el menor asomo de la descortesía que Laurence había llegado a esperar de Barham y del Ministerio. Laurence se sentía tan agradecido ante la posibilidad de tener un aliado que le escuchó de buen grado, aunque todo lo que sabía de aquella expedición era que el buque de Macartney, el
Lion,
había sido el primer barco occidental que había trazado un mapa de la bahía de Zhitao.

—¡Oh! —exclamó Hammond, algo decepcionado al darse cuenta finalmente de que se había equivocado de auditorio—. Bueno, supongo que no tiene demasiada importancia. Por decirlo en pocas palabras, la embajada fue un lamentable fracaso. Lord Macartney se negó a realizar el ritual de obediencia ante el emperador, el
kowtow,
y ellos se ofendieron. Ni siquiera consideraron la propuesta de concedernos una embajada permanente, y Macartney terminó escoltado fuera del Mar de China por una docena de dragones.

—De eso sí me acuerdo —dijo Laurence. De hecho, tenía el vago recuerdo de haber discutido aquel asunto con sus amigos en la sala de suboficiales, con cierto acaloramiento por el insulto contra el enviado inglés—. Pero el
kowtow
era bastante ofensivo. ¿No pretendían ellos que se arrastrara por el suelo?

—No podemos despreciar las costumbres extranjeras cuando somos nosotros quienes llegamos a su país para solicitar un favor —repuso Hammond en tono serio, inclinándose hacia delante—. Usted mismo puede comprobar qué aciagas consecuencias tuvo. Estoy seguro de que la mala sangre creada por aquel incidente sigue envenenando nuestras actuales relaciones.

Laurence frunció el ceño. Aquel argumento era bastante convincente, y explicaba mejor por qué Yongxing había venido a Inglaterra con tantas ganas de considerarse ofendido.

—¿Cree usted que ese mismo incidente ha sido la razón de que le ofrecieran a Bonaparte un Celestial? ¿Después de tanto tiempo?

—Seré del todo sincero con usted, capitán, no tenemos la menor idea —reconoció Hammond—. Nuestro único consuelo durante estos últimos catorce años, y una auténtica piedra angular de nuestra política exterior, ha sido nuestra certeza, nuestra absoluta certeza, de que los chinos estaban tan interesados en los asuntos de Europa como nosotros en las costumbres de los pingüinos. Ahora, todas nuestras convicciones se tambalean.

Capítulo 3

La nave
Allegiance
era una bestia gigantesca que se bamboleaba sobre las aguas: más de ciento veinte metros de eslora y, en proporción, curiosamente estrecha, salvo por la enorme cubierta para dragones que sobresalía de la parte delantera del barco y se extendía desde la proa hasta el trinquete. Tenía una forma muy rara, casi de abanico, vista desde arriba, pero el casco se estrechaba rápidamente bajo el amplio borde de la cubierta de dragones. La quilla estaba fabricada en acero en vez de madera de olmo y cubierta con una gruesa capa de pintura para evitar el óxido; la larga tira blanca que atravesaba la nave por debajo le confería un aspecto casi divertido.

Poseía un calado de casi siete metros para brindarle la estabilidad que se requería ante las tormentas, lo que la hacía demasiado grande para entrar en el puerto propiamente dicho. Tenía que ser amarrada a unos enormes pilares hundidos en aguas más profundas, y otros barcos más pequeños le traían y llevaban suministros, como una gran dama rodeada por atareados sirvientes. Éste no era el primer transporte en el que Laurence y Temerario habían viajado, pero sería su primer buque transoceánico de verdad. El pequeño barco para tres dragones que hacía la travesía de Gibraltar a Plymouth, equipado con unos cuantos tablones para incrementar su anchura, no ofrecía comparación posible.

—Está muy bien. Me encuentro más a gusto incluso que en mi propio claro —aprobó Temerario, que podía contemplar toda la actividad del navío sin entorpecerla desde su lugar de gloria solitaria. Los hornos de la cocina estaban situados justo bajo la cubierta de dragones, lo que mantenía caliente la superficie—. No tendrás frío, ¿verdad, Laurence? —preguntó, quizá por tercera vez al tiempo que agachaba la cabeza para observarle más de cerca.

—No, para nada —respondió Laurence con brevedad.

Estaba un poco harto de tanto exceso de preocupación. Aunque los mareos y el dolor de cabeza habían remitido junto con el chichón, la pierna herida seguía empeñándose en ceder en momentos inoportunos y enviar palpitaciones de dolor casi constantes. Le habían subido a bordo en una guindola, algo muy ofensivo para la percepción que tenía de sus propias capacidades, y después le habían sentado directamente en un sillón y le habían llevado hasta la cubierta de dragones, envuelto en mantas como un inválido; y ahora tenía a Temerario enroscado a su alrededor con todo cuidado para protegerle del viento.

Había dos escaleras que subían hasta la plataforma, una a cada lado del trinquete, y la zona de la cubierta de proa que se extendía desde la parte inferior de dichas escaleras hasta mitad de camino hacia el palo mayor estaba, por costumbre, asignada a los aviadores, mientras que el resto del espacio hasta el palo mayor pertenecía a los gavieros. El equipo de Temerario había tomado posesión ya de sus legítimos dominios, empujando con toda intención varios rollos de maroma hasta la invisible línea divisoria. El suelo de su zona estaba lleno de fardos con arneses de cuero y cestas llenas de anillas y mosquetones para demostrar a los marineros que los aviadores eran gente a la que había que respetar. Los hombres que no estaban ocupados en quitarse el equipo se habían colocado a lo largo de dicha línea en diversas actitudes de descanso o de trabajo fingido. Los alféreces habían enviado allí a jugar a la joven Roland y los otros dos cadetes mensajeros, Morgan y Dyer, y les habían asignado como misión defender los derechos de la Fuerza Aérea. Como eran tan pequeños, podían caminar con facilidad por la barandilla del barco y no hacían más que correr arriba y abajo en una buena exhibición de temeridad.

Laurence los miró con preocupación. Aún no seguía muy conforme con la idea de traer a Roland.

—¿Por qué ibas a dejarla? ¿Es que se ha portado mal? —fue todo lo que le preguntó Jane cuando le consultó la cuestión. Mirándola a la cara, le resultaba tan embarazoso explicarle sus preocupaciones que no lo había conseguido. Evidentemente, tenía cierta lógica llevarse a la chica por joven que fuese: tendría que enfrentarse a todas las demandas de los oficiales masculinos cuando su madre se jubilara y ella se convirtiera en capitana de Excidium. Ser demasiado blando con ella ahora sólo haría que no estuviera preparada y no le supondría ningún favor.

Aun así, ahora que estaba a bordo se arrepentía. Esto no era una base secreta, y Laurence ya había visto que, como sucedía con cualquier tripulación de un barco, había entre ellos algunos tipos desagradables, muy desagradables: borrachos, rufianes, criminales. Sentía sobre sí todo el peso de la responsabilidad de vigilar a una chica joven entre hombres de esa calaña; por no mencionar que prefería que el secreto de que había mujeres sirviendo en la Fuerza Aérea no saliera a la luz aquí y se organizara un escándalo.

No pretendía ordenar a Roland que mintiese, de ninguna manera, y por supuesto no le había encargado tareas diferentes que a los demás; pero en privado rezaba con fervor para que la verdad siguiera escondida. Roland sólo tenía once años, y un vistazo superficial no bastaría para descubrir que era una chica vestida con pantalones y una chaquetilla; él mismo la había confundido al principio con un chico, pero Laurence también deseaba que las relaciones entre aviadores y marineros fueran amigables, o que al menos no fuesen hostiles, y alguien que trabara más amistad no tardaría demasiado tiempo en descubrir el verdadero sexo de Roland.

Por el momento era más probable que sus oraciones tuvieran respuesta en el caso de Roland que en el general. Los marineros, atareados con la estiba del barco, estaban hablando, y no precisamente en susurros, sobre los tipos que no tenían nada mejor que hacer que estar sentados como si fueran pasajeros. Un par de hombres efectuaron comentarios en voz alta sobre la forma en que habían dejado los cabos tirados de cualquier manera, y se dedicaron a enrollarlos de nuevo aunque no hacía falta. Laurence meneó la cabeza y guardó silencio. Sus propios hombres estaban en su derecho, y no podía reprender a los de Riley, algo que además no serviría de nada bueno.

Sin embargo, Temerario también lo había notado. Soltó un bufido y su cresta se enderezó un poco.

—Me parece que ese cable está perfectamente —dijo—. Mi tripulación ha tenido mucho cuidado al moverlo.

—No pasa nada, amigo mío. Enrollar de nuevo un cable no tiene nada de malo —se apresuró a decir Laurence.

No era demasiado sorprendente que Temerario empezara a extender sus instintos de protección y posesión también sobre la tripulación dado que ya llevaban con él varios meses, pero el momento que había elegido ahora era de lo más inapropiado: para empezar, los marineros ya estarían nerviosos por la presencia de un dragón, y si Temerario se involucraba en alguna disputa y tomaba partido por su equipo eso sólo iba a agravar las tensiones a bordo.

—Por favor, no te ofendas —añadió Laurence mientras acariciaba el flanco de Temerario para llamar su atención—. El arranque de un viaje es muy importante. Nos interesa ser buenos camaradas de barco y no acicatear ningún tipo de rivalidad entre los hombres.


Mmm
, supongo que sí —dijo Temerario, cediendo—, pero nosotros no hemos hecho nada malo. Es muy desagradable por su parte quejarse así.

—Pronto emprenderemos el viaje —dijo Laurence para distraerlo—. La marea ha cambiado, y creo que ya están embarcando los últimos fardos del equipaje de la embajada.

En caso de apuro, la
Allegiance
podía llevar hasta diez dragones de medio tonelaje. Temerario solo apenas era carga para ella, y realmente a bordo había una asombrosa cantidad de espacio para almacenar cosas. Sin embargo, empezaban a tener la impresión de que la exagerada cantidad de equipaje de la legación china podía poner a prueba incluso la enorme capacidad del barco. Era algo muy chocante para Laurence, que estaba acostumbrado a viajar con poco más que un baúl, y le parecía desproporcionado al tamaño de la comitiva, que ya de por sí era muy grande.

Había unos quince soldados y no menos de tres médicos: uno para el propio príncipe, un segundo para los otros dos enviados y un tercero para el resto de la embajada, cada uno con sus ayudantes. Después de éstos y del intérprete, venían además un par de cocineros con sus pinches, tal vez una docena de ayudas de cámara y un número equivalente de personas que no parecían desempeñar ninguna función concreta, incluyendo un caballero al que les habían presentado como poeta; aunque Laurence no creía que aquello fuera una traducción adecuada, lo más probable era que aquel hombre fuera algún tipo de funcionario.

Sólo el guardarropa del príncipe requería unos veinte baúles, cada uno de ellos elaboradamente tallado y provisto de cerrojos y bisagras de oro. El látigo del contramaestre tuvo que restallar más de una vez cuando los marineros más emprendedores trataron de huronear en ellos. También había que subir a bordo los incontables sacos de comida, que, al haber venido ya una vez desde China, empezaban a estar desgastados. Un enorme saco de arroz de casi cuarenta kilos se rajó entero cuando lo estaban acarreando sobre la cubierta, para alegría y placer de las gaviotas que sobrevolaban el barco; a partir de ese momento, los marineros tenían que ahuyentar cada pocos minutos a las frenéticas bandadas de aves para poder continuar con su trabajo.

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