—¡Temerario! —gritó Laurence.
Trepó sin precaución ninguna por el cuerpo de la serpiente, que no dejaba de temblar y sacudirse, y a medias corrió y a medias gateó resbalando sobre la sangre que anegaba la cubierta. Después saltó por encima de la borda hacia las cadenas del palo mayor, mientras Granby trataba de agarrarle sin conseguirlo.
Laurence se quitó las botas y las dejó caer al agua, sin ningún plan coherente: no sabía nadar apenas y no tenía ni cuchillo ni pistola. Granby estaba intentando trepar para unirse a él, pero era incapaz de mantener el equilibrio, ya que la nave no dejaba de zarandearse de un lado a otro como un caballito de cartón. De pronto, un fuerte temblor recorrió en sentido inverso el larguísimo cuerpo plateado de la serpiente, lo único que se veía de ella. Sus patas traseras y su cola emergieron en una gran convulsión, volvieron a hundirse con un tremendo chapoteo, y por fin la criatura se quedó inmóvil.
Temerario rompió la superficie del aire como un corcho, se elevó unos metros en el aire y volvió a zambullirse. Estaba tosiendo y jadeando, y también escupía, ya que tenía las mandíbulas llenas de sangre.
—Creo que está muerta —anunció jadeando, entre bocanada y bocanada de aire. Lentamente nadó hasta la nave, pero en vez de encaramarse a bordo se recostó contra la
Allegiance,
respirando hondo y confiando en su flotabilidad natural para no hundirse. Laurence se acercó a él trepando por las tallas que adornaban el barco como si fuera un crío y se quedó allí acariciándolo, tanto para su propio alivio como para el de Temerario.
Como Temerario estaba demasiado cansado para subir a bordo todavía, Laurence tomó uno de los botes y remó a su alrededor mientras Keynes le inspeccionaba en busca de lesiones. Tenía varios arañazos —en una herida se le había quedado clavado un diente de aspecto bastante feo y con borde de sierra—, pero ninguno era grave. Sin embargo, Keynes volvió a auscultar el pecho de Temerario y, con gesto serio, dictaminó que le había entrado un poco de agua en los pulmones.
Animado por Laurence, Temerario intentó encaramarse a bordo. La
Allegiance
se balanceó más de lo normal, tanto por el cansancio del dragón como por los daños de la propia nave, pero al final consiguió subir, aunque provocó algunos desperfectos más en la regala. Ni siquiera Lord Purbeck, siempre preocupado por el aspecto del barco, le echó en cara que hubiera roto una barandilla. De hecho, cuando por fin cayó sobre la cubierta con un ruido sordo, los marineros le dedicaron un «hurra» fatigado pero sincero.
—Asoma la cabeza por la borda —le pidió Keynes cuando el dragón se asentó en la cubierta. Temerario, que sólo quería dormir, protestó un poco, pero obedeció.
Tras inclinarse con cierto peligro y quejarse con voz sofocada de que se estaba mareando, consiguió expulsar cierta cantidad de agua salada. Una vez satisfecho Keynes, Temerario retrocedió con cuidado hasta que su posición sobre el barco fue más segura y se acurrucó en el suelo.
—¿Quieres comer? —preguntó Laurence—. ¿Algo fresco? ¿Una oveja? Haré que te la preparen como tú quieras.
—No, Laurence. Ahora soy incapaz de comer nada —respondió Temerario, con voz apagada. Había escondido la cabeza bajo las alas y tenía un temblor visible entre los omóplatos—. Por favor, diles que se la lleven de aquí.
El cuerpo de la serpiente marina aún yacía tendido sobre la
Allegiance.
La cabeza había salido a flote a babor y ahora podía apreciarse la impresionante longitud de su cuerpo. Riley envió a unos cuantos hombres en bote para medirlo de cabeza a cola. La criatura superaba los setenta metros, más del doble que el Cobre Regio más grande del que Laurence tuviera noticia. Eso hacía que la serpiente fuese capaz de rodear todo el barco, aunque el diámetro de su cuerpo no superaba los seis metros.
—Es un Kiao, un dragón marino —sentenció Sun Kai cuando subió al puente para ver qué había pasado.
Les informó de que en el Mar de China había criaturas parecidas, aunque solían ser más pequeñas.
Nadie sugirió que se la comieran. Una vez tomadas las medidas y tras dejar que el poeta chino, que también era un artista, hiciera un dibujo del monstruo, le aplicaron las hachas una vez más. Sackler dirigió las tareas con eficaces golpes de su cuchilla ballenera, y Pratt seccionó la gruesa y blindada espina dorsal con tres potentes golpes. Después, su propio peso y el lento avance de la
Allegiance
hicieron el resto del trabajo: la carne y la piel que quedaban sin separar se desgarraron con el sonido de un trapo al romperse, y ambas mitades de la serpiente resbalaron por los costados opuestos de la nave.
En las aguas que rodeaban el cuerpo ya se observaba una actividad frenética: había tiburones, y también otros peces, mordiendo la cabeza. Ahora empezó una lucha cada vez más furibunda junto a los extremos cortados y ensangrentados de ambas mitades.
—Vamos a seguir la marcha lo mejor que podamos —le dijo Riley a Purbeck.
Aunque las velas y las jarcias del palo mayor y de la mesana estaban muy dañadas, el trinquete y sus aparejos seguían intactos, salvo algunos cabos enredados, y consiguieron largar algo de velamen al viento.
Dejaron atrás el cadáver que aún flotaba en la superficie y prosiguieron viaje. Una hora después, la serpiente no era más que una línea plateada en el agua. Ya habían limpiado la cubierta: la habían fregado, la habían frotado con arenisca y habían vuelto a baldearla bombeando el agua con gran entusiasmo. Mientras, el carpintero y sus ayudantes estaban ocupados tallando un par de palos para reemplazar la verga del palo mayor y la de sobremesana.
Las velas habían sufrido graves daños. Tuvieron que traer lona de las bodegas y, para gran enojo de Riley, descubrieron que estaba roída por las ratas. La remendaron a toda prisa, pero el sol se estaba poniendo ya, y hasta la mañana siguiente no podrían colocar el cordaje nuevo. Dejaron cenar a los hombres por turnos y después los mandaron a dormir sin la inspección habitual.
Laurence, que seguía descalzo, tomó un poco de café y unas galletas que le había traído Roland, pero no se apartó del lado de Temerario, que seguía mustio y sin apetito. Laurence trató de animarlo, preocupado por la posibilidad de que hubiera sufrido una herida interna que no se advirtiera a primera vista, pero Temerario le dijo con voz apagada:
—No. No tengo ninguna herida, ni estoy enfermo. Me encuentro perfectamente.
—Entonces, ¿por qué estás tan disgustado? —preguntó Laurence en tono dubitativo—. Lo has hecho muy bien, y has salvado la nave.
—Lo único que he hecho ha sido matarla. No creo que sea como para estar orgulloso —respondió Temerario—. No era un enemigo que tuviera motivos para combatirnos. Creo que si se acercó era porque tenía hambre, y sospecho que después la asustamos con los disparos y por eso nos atacó. Ojalá pudiera haberme hecho entender para convencerla de que se marchara.
Laurence se le quedó mirando. No se le había ocurrido que Temerario pudiera ver a la serpiente marina como algo distinto de la monstruosa criatura que era ante sus propios ojos.
—Temerario, no pienses que esa bestia era algo parecido a un dragón —le dijo—. No tenía habla ni inteligencia. Estoy casi seguro de que tienes razón y vino buscando comida, pero cualquier animal sabe cazar.
—¿Por qué dices esas cosas? —preguntó Temerario—. Quieres decir que no hablaba inglés, ni francés, ni chino, pero era una criatura marina. ¿Cómo iba a aprender lenguajes humanos si ninguna persona la atendió cuando estaba en el cascarón? Tampoco yo los sabría hablar si estuviera en su caso, pero eso no querría decir que no tuviera inteligencia.
—Pero seguro que has visto que no era una criatura racional —objetó Laurence—. Se ha comido a cuatro tripulantes y ha matado a otros seis: humanos, no focas, y era evidente que no se trataba de bestias irracionales. Si la serpiente tenía inteligencia, en ese caso era inhumana… incivilizada —se corrigió tras haber elegido mal las palabras—. Nadie ha sido capaz de domesticar nunca a una serpiente marina. Ni siquiera los chinos dicen lo contrario.
—O sea que, según tú, si una criatura no sirve a la gente y aprende sus hábitos es que no tiene inteligencia y por tanto se la puede matar —dijo Temerario, agitando la gorguera. Había levantado la cabeza, algo picado.
—No, en absoluto —repuso Laurence, esforzándose por imaginar cómo podía consolar a Temerario. Para él, la falta de conciencia que se percibía en los ojos de la criatura era palmaria—. Sólo estoy diciendo que si las serpientes de mar fueran inteligentes, también serían capaces de aprender a comunicarse, y nos habríamos enterado. Al fin y al cabo, algunos dragones prefieren no elegir ningún cuidador y se niegan a hablar con los humanos. No ocurre muy a menudo, pero ocurre, y nadie piensa por eso que los dragones no sean inteligentes —añadió, pensando que había encontrado un ejemplo afortunado.
—Pero ¿qué les pasa si lo hacen? —preguntó Temerario—. ¿Qué me ocurriría a mí si me negara a obedecer? No me refiero a una orden concreta. ¿Qué pasaría si no quisiera luchar en la Fuerza Aérea?
Hasta ahora habían discutido en términos generales. Aquella pregunta, que de repente era mucho más específica, desorientó a Laurence, y la conversación adquirió un rumbo más inquietante. Por suerte, con tan poco velamen desplegado había poco trabajo que hacer; los marineros estaban reunidos en el castillo de proa, concentrados en sus partidas de dados y jugándose sus raciones de grog. Los pocos aviadores que seguían de servicio estaban hablando en voz baja junto a la borda. Era poco probable que alguien oyera lo que decían, algo por lo que Laurence daba gracias, ya que otras personas podían malinterpretar a Temerario y pensar que era indisciplinado, o incluso, en cierta medida, desleal. Por su parte, estaba convencido de que no existía el menor riesgo de que Temerario decidiera abandonar la Fuerza Aérea y a todos sus amigos, así que intentó contestarle con serenidad:
—Los dragones salvajes se alojan en los campos de cría, donde están muy a gusto. Si tú quisieras, podrías vivir allí. Hay uno bastante grande en el norte de Gales, en la bahía de Cardigan, que por lo que tengo entendido es muy bonito.
—¿Y si en vez de vivir allí quisiera ir a otro lugar?
—Pero entonces, ¿cómo comerías? —le preguntó Laurence—. Los humanos cuidan los rebaños de los que se alimentan los dragones y son sus dueños.
—Si los hombres han encerrado en corrales a todos los animales y no dejan a ninguno en estado silvestre, no me parece razonable que se quejen si de vez en cuando me llevo uno —argumentó Temerario—. Pero, aun concediéndote eso, podría cazar o pescar. ¿Qué pasaría si decidiera vivir cerca de Dover, volar a mi aire y comer pescado sin tocar los rebaños de nadie? ¿Me dejarían hacer eso?
Laurence comprendió demasiado tarde que pisaba un terreno pantanoso y se arrepintió amargamente de haber dejado que la conversación tomara ese rumbo. Sabía de sobra que nunca permitirían algo así a Temerario. La gente se aterrorizaría ante la idea de un dragón suelto viviendo entre ellos, por muy pacífico que pudiera ser. Las objeciones a un plan como aquél eran numerosas y razonables; sin embargo, desde el punto de vista de Temerario esa negativa representaría un recorte injusto de sus libertades. A Laurence no se le ocurría cómo responderle sin avivar aún más su sentido de la injusticia.
Temerario se tomó su silencio como la respuesta que era y asintió:
—Si no me fuera de allí, me volverían a encadenar y me llevarían a la fuerza —dijo—. Me obligarían a ir a los campos de cría, y si intentara escapar no me dejarían. Y lo mismo le pasaría a cualquier otro dragón. Así que me parece —añadió con gravedad, dejando asomar un gruñido de enojo bajo su voz— que somos igual que los esclavos. Lo único que pasa es que somos menos, y mucho más grandes y peligrosos. Por eso se nos trata con generosidad, mientras que a ellos se les trata cruelmente, pero aun así no somos libres.
—Dios bendito, no es eso —dijo Laurence, incorporándose. Se sentía a la vez horrorizado y consternado, tanto por su propia ceguera como por el comentario. No era raro que Temerario se hubiera sacudido así las cadenas de tormenta si ya antes había estado rumiando esos pensamientos en su imaginación; y Laurence no podía creer que fueran resultado tan sólo de la reciente batalla—. No, no es eso. Es del todo ilógico —repitió. Sabía que no era adecuado debatir con Temerario en terrenos más filosóficos, pero la idea era intrínsecamente absurda, y sentía que, si encontraba las palabras adecuadas, tenía que ser capaz de convencerlo de aquel hecho—. Es como decir que yo soy un esclavo porque se espera que obedezca las órdenes del Almirantazgo. Me expulsarían del Cuerpo si me negara a hacerlo y probablemente me ahorcarían, pero eso no quiere decir que sea un esclavo.
—Pero tú has elegido pertenecer a la Armada y a la Fuerza Aérea —le recordó Temerario—. Si quieres, puedes renunciar e irte adonde quieras.
—Sí, pero entonces, tendría que buscarme otra profesión para ganarme el sustento, si no fuera porque tengo capital suficiente para vivir de los intereses. De hecho, si no quieres seguir en la Fuerza Aérea, tengo suficiente como para comprar una finca en el norte, o tal vez en Irlanda, y tener una explotación ganadera. Allí podrías vivir a tu gusto y nadie podría ponerte pegas.
Laurence volvió a respirar cuando Temerario se quedó cavilando sobre estas palabras. El brillo militante de sus ojos se apagó un poco, y gradualmente dejó de retorcer la cola en el aire para volver a enroscarla sobre la cubierta en una perfecta espiral, mientras que las espinas curvadas de su gorguera reposaban más relajadas sobre su cuello.
La campana sonó ocho veces con suavidad. Los marineros dejaron de jugar a los dados y el nuevo turno de guardia subió a cubierta para apagar las últimas luces. Ferris ascendió por las escaleras de la cubierta de dragones, bostezando y seguido por los tripulantes del relevo, que aún venían frotándose los ojos. Baylesworth llevó a los miembros del turno anterior abajo, y los hombres se despidieron diciendo al pasar: «Buenas noches, señor. Buenas noches, Temerario», mientras muchos de ellos daban palmaditas en el costado del dragón.
—Buenas noches, caballeros —contestó Laurence, mientras Temerario respondía con un ronroneo sordo y afectuoso.
—Los hombres pueden dormir en cubierta si quieren, señor Tripp —les llegó la voz de Purbeck desde la popa.