Temerario II - El Trono de Jade (45 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—En particular, la visita a la ciudad fue una gran gentileza. ¿Puedo preguntarle si fue obra suya, señor?

Yongxing respondió:

—Fue deseo del emperador. Espero, capitán —añadió—, que su impresión fuera favorable.

Era más bien una pregunta retórica, y Laurence contestó sucintamente:

—Lo fue, señor. Tienen ustedes una ciudad muy notable.

Yongxing sonrió torciendo apenas los labios y no dijo nada más, pero tampoco era necesario. Laurence apartó la mirada, ya que tenía fresco en la memoria el recuerdo de las bases de Inglaterra y su agudo contraste con China.

Siguieron manteniendo aquella muda pantomima un rato más. Hammond volvió a aventurarse:

—¿Puedo preguntarle por la salud del emperador? Como podrá imaginar, estamos impacientes por presentarle los respetos del rey a Su Majestad Imperial y por entregarle las cartas que traiga para él.

—El emperador está en Chengde —dijo Yongxing con displicencia—. Tardará en volver a Pekín. Tienen ustedes que ser pacientes.

Laurence estaba cada vez más furioso. El intento de Yongxing de proponer al chico como compañero de Temerario era tan descarado como los anteriores conatos por separarlos a ambos. Sin embargo, Hammond no estaba poniendo la menor objeción y, pese a que les estaban restregando por la cara aquella ofensa, seguía insistiendo en mantener una conversación educada. Laurence dijo con toda intención:

—El acompañante de Su Alteza parece un hombre muy joven. ¿Puedo preguntar si es su hijo?

Yongxing frunció el ceño y tan sólo respondió con frialdad:

—No.

Hammond, que había percibido la impaciencia de Laurence, se apresuró a intervenir antes de que pudiera añadir más.

—Por supuesto estamos más que contentos de respetar lo que más convenga al emperador, pero ya que es probable que la espera sea larga, confío en que nos puedan conceder más grado de libertad; al menos tanta como se le ha dado al embajador francés. Estoy seguro, señor, de que no habrá olvidado aquel ataque criminal que sufrimos al principio de nuestro viaje, y espero que me permita asegurar, una vez más, que los intereses de nuestras naciones están más estrechamente relacionados que los de China y Francia.

Al no recibir respuesta, Hammond prosiguió. Habló en detalle y con gran pasión de los peligros del dominio napoleónico en Europa, del ahogo que suponía para un comercio que en otras circunstancias habría supuesto una gran riqueza para China, y de la amenaza de aquel conquistador insaciable que no dejaba de expandir su Imperio… hasta tal vez, añadió, llamar a las propias puertas de los chinos.

—Porque Napoleón ya ha intentado atacarnos en la India, señor, y no guarda en secreto que su ambición es superar a Alejandro. Si tiene éxito, deben ustedes darse cuenta de que su codicia no se detendrá allí.

Para Laurence, la idea de que Napoleón consiguiera dominar Europa, conquistar los imperios ruso y otomano, cruzar el Himalaya, establecerse en la India y aun así tener energías suficientes para declararle la guerra a China era tan exagerada que difícilmente convencería a nadie. En cuanto al comercio, sabía que aquel argumento no tenía ningún peso con Yongxing, que con tanto fervor había hablado de la autarquía de China. Sin embargo, el príncipe no interrumpió a Hammond, limitándose a escuchar toda su larga perorata con el ceño fruncido. Cuando Hammond concluyó renovando su petición de que les concedieran la misma libertad de movimientos que a De Guignes, Yongxing recibió sus palabras sentado en silencio y pasado un largo rato se limitó a contestar:

—Tienen ustedes la misma libertad que él. Más sería inapropiado.

—Señor —dijo Hammond—. Tal vez no sea consciente usted de que no se nos deja salir de la isla ni comunicarnos con ningún funcionario, ni siquiera por carta.

—Ninguna de ambas cosas está permitida —repuso Yongxing—. No es apropiado que unos extranjeros deambulen por Pekín para interrumpir el trabajo de los magistrados y los ministros, ya están bastante ocupados.

Esta respuesta dejó atónito a Hammond, la perplejidad era patente en su cara. Por su parte, Laurence ya llevaba demasiado tiempo sentado: era obvio que lo único que quería Yongxing era hacerles perder el tiempo mientras el muchacho adulaba y convencía a Temerario. Dado que no era su propio hijo, sin duda Yongxing le habría elegido de entre sus parientes por poseer un encanto especial y le habría instruido para ser lo más insinuante posible. Laurence no temía realmente que Temerario pudiera preferir al chico, pero no tenía ninguna intención de quedarse allí sentado haciendo el tonto mientras Yongxing llevaba a cabo sus planes.

—No podemos dejar a los niños sin vigilar de esta forma —dijo de pronto—. Espero que me disculpe, señor —añadió, y se levantó de la mesa al tiempo que hacía una reverencia.

Como ya sospechaba, Yongxing no tenía el menor deseo de sentarse a charlar con Hammond, excepto para dejarle campo abierto al chico, así que se levantó también para despedirse de ellos. Volvieron todos juntos al patio, donde Laurence descubrió para su íntima satisfacción que el muchacho se había bajado del brazo del dragón y estaba jugando a las tabas con Roland y Dyer. Mientras los tres comían galletas, Temerario se había acercado hasta el embarcadero para disfrutar de la brisa del lago.

Yongxing dijo algo en tono enfadado y el chico se puso en pie como un resorte, con expresión culpable. Roland y Dyer, igualmente avergonzados, miraron de reojo sus libros abandonados.

—Pensamos que lo más educado era ser hospitalarios —se apresuró a decir Roland, aguardando a ver cómo se lo tomaba Laurence.

—Espero que haya disfrutado de su visita —respondió Laurence con voz suave, para alivio de los niños—. Ahora, volved a vuestro trabajo.

Roland y Dyer corrieron de vuelta a sus libros. Yongxing, tras ordenar al muchacho que le siguiera e intercambiar unas breves palabras en chino con Hammond, se marchó con cara de pocos amigos. Laurence se alegró de verle irse.

—Al menos podemos dar las gracias de que los movimientos de De Guignes estén tan restringidos como los nuestros —dijo Hammond pasado un momento—. No puedo creer que Yongxing se tome la molestia de mentir en este asunto, aunque tampoco alcanzo a comprender cómo… —se interrumpió, perplejo, y meneó la cabeza—. Bueno, tal vez mañana pueda averiguar un poco más.

—Perdón, ¿puede explicarme eso? —preguntó Laurence, y Hammond le respondió con aire ausente:

—Ha dicho que iba a volver otra vez y a la misma hora. Pretende convertirlo en una visita regular.

—Puede pretender lo que quiera —dijo Laurence, furioso al comprobar que Hammond había aceptado con tanta docilidad más intromisiones—, pero
yo
no pienso jugar a que le hago caso. En cuanto a usted, no alcanzo a entender por qué malgasta el tiempo cultivando la compañía de un hombre del que sabe de sobra que no siente la menor simpatía por su persona.

Hammond le respondió algo acalorado:

—Claro que Yongxing no tiene simpatía natural por nosotros. ¿Por qué iba a tenerla él o cualquier otro de este lugar? Nuestro trabajo es ganárnoslos, y si Yongxing está dispuesto a brindarnos la oportunidad de convencerle, es nuestro deber intentarlo, señor. Me sorprende que el esfuerzo de guardar la compostura y beber un poco de té ponga a prueba su paciencia.

Laurence restalló:

—¡Y a mí me sorprende ver que, pese a sus protestas anteriores, se preocupa tan poco ante este intento de suplantarme!

—¿Cómo, por un chico de doce años? —respondió Hammond, con tanta incredulidad que casi sonaba ofensivo—. Por mi parte, señor, me deja estupefacto que se alarme
ahora.
Quizá si antes no hubiera desechado mi consejo tan rápido, no tendría por qué tener tanto miedo en este momento.

—Yo no tengo ningún miedo —respondió Laurence—, pero tampoco estoy dispuesto a consentir tanto descaro en mi presencia, ni a rendirme dócilmente a una invasión diaria cuyo único propósito es insultarnos.

—Le recuerdo, capitán, como hizo usted no hace tanto tiempo, que al igual que no está bajo mi autoridad, yo no estoy bajo la suya —replicó Hammond—. Es a mí a quien han encargado la dirección de nuestra diplomacia, gracias a Dios. Si lo hubieran dejado en sus manos, me atrevo a decir que ahora mismo estaría volando de vuelta a Inglaterra tan contento, dejando a sus espaldas la mitad de nuestro comercio en el Pacífico sepultado en el fondo del mar.

—Muy bien. Puede hacer usted lo que quiera, señor —dijo Laurence—, pero será mejor que le deje claro que no pienso permitir que su pupilo vuelva a quedarse solo con Temerario. Creo que después de eso le encontrará menos proclive a dejarse
convencer.
Y no se le ocurra pensar —añadió— que toleraré que deje entrar al chico cuando yo esté distraído.

—Como está dispuesto a creer que soy un embustero y un intrigante sin escrúpulos, no veo el menor interés en negar que vaya a hacer tal cosa —respondió Hammond, furioso y sofocado.

El diplomático se marchó de inmediato, dejando a Laurence aún enfadado, pero también avergonzado y consciente de que no había sido justo con él. Él mismo habría dicho que aquello era motivo suficiente para un duelo. A la mañana siguiente, cuando vio desde el pabellón que Yongxing se iba con el chico y que, evidentemente, había acortado la visita al negársele el acceso a Temerario, se sintió tan culpable que intentó disculparse, pero sin ningún éxito: Hammond no lo aceptó.

—Ahora da igual si él se ha ofendido porque usted se ha negado a unirse a nosotros o si tiene usted razón sobre sus intenciones, ya no tiene importancia —le dijo en tono gélido—. Si me disculpa, tengo que escribir unas cartas —añadió, y salió de la estancia.

Laurence renunció y fue a despedirse de Temerario. Lo único que consiguió fue renovar su tristeza y su culpa al ver en el dragón una emoción casi furtiva, una gran impaciencia por irse. Hammond no se equivocaba. Los halagos triviales de un chico no eran ningún peligro comparados con la compañía de Qian y los dragones Imperiales, sin importar cuán taimados fueran los motivos de Yongxing o cuán sinceros los de Qian. Tan sólo había menos excusas honradas para quejarse de los de ella.

Temerario iba a estar fuera bastantes horas, pero como la casa era pequeña y las habitaciones estaban separadas principalmente por mamparas de papel de arroz, la presencia irritada de Hammond era casi palpable en el interior, de modo que Laurence se quedó en el pabellón cuando el dragón se hubo ido, atendiendo a su correspondencia. Algo innecesario, ya que habían pasado ya cinco meses desde la última carta que recibió. No había sucedido gran cosa de interés desde el banquete de bienvenida, dos semanas antes, y no estaba dispuesto a escribir sobre su discusión con Hammond.

Se quedó adormilado sobre lo que estaba escribiendo, y despertó de golpe cuando casi se dio un coscorrón con Sun Kai, que se había inclinado sobre él y le estaba sacudiendo el hombro.

—¡Capitán Laurence, tiene que despertarse! —le estaba diciendo.

Laurence respondió automáticamente.

—Le ruego que me disculpe. ¿Qué pasa? —después se le quedó mirando. Sun Kai le había hablado en un inglés casi perfecto, con un acento que recordaba más al italiano que al chino—. ¡Santo Dios! ¿Lleva usted sabiendo hablar inglés todo este tiempo? —le preguntó. De golpe recordó todas las ocasiones en las que Sun Kai había estado en la cubierta de dragones lo bastante cerca para escuchar sus conversaciones, y ahora se descubría que había entendido todo lo que se decía.

—En este momento no hay tiempo para explicaciones —le atajó Sun Kai—. Debe venir conmigo enseguida. Unos hombres vienen para matarle, y también a todos sus compañeros.

Eran cerca de las cinco de la tarde, y el lago y los árboles, enmarcados por las puertas del pabellón, se veían dorados a la luz del ocaso. En lo alto se oía cantar a los pájaros de vez en cuando desde las vigas donde habían construido sus nidos. El comentario, pronunciado en un tono completamente sereno, era tan ridículo que al principio Laurence no lo entendió, pero después se levantó furioso.

—No pienso ir a ninguna parte en respuesta a esa amenaza si no recibo más explicaciones —dijo, y levantó la voz—: ¡Granby!

—¿Va todo bien, señor? —Blythe, que estaba llevando a cabo alguna tarea en el patio contiguo, asomó la cabeza dentro incluso antes de que Granby entrara corriendo.

—Señor Granby, es evidente que esperamos un ataque —anunció Laurence—. Como esta casa no ofrece mucha seguridad, vamos a instalarnos en el pabellón pequeño que hay al sur, el que tiene una piscina dentro. Organice turnos de guardia, y que se pongan mechas nuevas a todas las pistolas.

—Muy bien —respondió Granby, y volvió a salir corriendo.

Blythe, con su habitual laconismo, recogió los alfanjes que había estado afilando y le ofreció uno a Laurence antes de envolver los demás y llevárselos al pabellón junto con la amoladera.

Sun Kai meneó la cabeza.

—Esto es una gran insensatez —dijo siguiendo a Laurence—. Una banda enorme de
hunhun
viene desde la ciudad. Tengo una barca esperando justo aquí, y todavía hay tiempo para que usted y sus hombres recojan todas sus cosas y se vengan conmigo.

Laurence inspeccionó la entrada del pabellón. Tal como recordaba, las columnas eran de piedra en vez de madera y medían más de medio metro de grosor, muy sólidas, y bajo la capa de pintura roja las paredes eran de ladrillo liso y gris. El techo era de madera, lo cual era una lástima, pero pensó que las tejas vidriadas no arderían tan fácilmente.

—Blythe, ¿le importa colocar esas piedras que hay en el jardín para que el teniente Riggs y sus fusileros tengan un parapeto? Por favor, Willoughby, ayúdele usted. Gracias.

Dándose la vuelta, le dijo a Sun Kai:

—Señor, no me ha dicho usted adónde pensaba llevarme ni quiénes son esos asesinos ni de dónde los han enviado, y aún nos ha dado menos razones para que confiemos en usted. Hasta ahora nos ha engañado al ocultar que conocía nuestro idioma. No tengo la menor idea de por qué de pronto hace todo lo contrario, y después del tratamiento que hemos recibido no estoy de humor para ponerme en sus manos.

Hammond llegó con los otros hombres, con gesto de perplejidad. Se acercó para reunirse con Laurence y saludó a Sun Kai en chino.

—¿Puedo preguntar qué está pasando? —exclamó en tono envarado.

—Sun Kai me ha dicho que va a producirse otro intento de asesinato —dijo Laurence—. A ver si usted puede sacarle algo más concreto. Mientras, debo asumir que nos van a atacar en breve y hacer planes. Sabe hablar perfectamente en inglés —añadió—. No necesita recurrir al chino. —dejó a Sun Kai con Hammond, que estaba visiblemente atónito, y se reunió con Riggs y Granby en la entrada.

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