Temerario II - El Trono de Jade (49 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Enterraron a Willoughby en las horas grises del alba, en un vasto cementerio que se extendía fuera de las murallas de la ciudad y al que les condujo Sun Kai. Para ser un lugar de sepultura e incluso teniendo en cuenta su extensión, estaba abarrotado con corrillos de gente que presentaban sus respetos ante las tumbas. La presencia de Temerario y del grupo de occidentales despertó el interés de estos visitantes, y no tardó en formarse una especie de procesión tras ellos a pesar de los guardias que apartaban a empujones a los espectadores demasiado curiosos.

Pero aunque aquella multitud pronto aumentó hasta llegar a varios cientos de personas, mantenía una actitud de respeto, y guardó un silencio absoluto cuando Laurence, en tono sombrío, pronunció unas breves palabras en honor del muerto y dirigió a sus hombres en el rezo del padrenuestro. La tumba estaba construida en piedra blanca y sobre la altura del suelo, con un tejadillo como el de las casas locales; parecía elaborada incluso en comparación con los mausoleos vecinos.

—Laurence, si no le parece una falta de respeto, creo que a su madre le gustaría tener un dibujo —dijo Granby con voz queda.

—Sí, debería haberlo pensado —repuso Laurence—. Digby, ¿cree usted que podría hacer un boceto?

—Si me lo permite, me encargaré de que un artista haga uno —intervino Sun Kai—. Me avergüenzo de no habérselo ofrecido antes. Y asegúrele a su madre que se le harán todos los sacrificios debidos. El príncipe Mianning ya ha seleccionado a un joven de buena familia para que lleve a cabo todos los rituales.

Laurence se mostró de acuerdo con estos arreglos sin querer indagar más. Según recordaba, la señora Willoughby era una metodista bastante estricta; seguro que se sentiría más feliz si sólo sabía que la tumba de su hijo era tan elegante y estaba bien cuidada.

Después Laurence volvió a la isla con Temerario y unos cuantos hombres para recoger todas sus pertenencias, que habían dejado olvidadas con las prisas y la confusión. Ya habían retirado todos los cadáveres, pero en las paredes exteriores del pabellón aún se veían manchas de humo donde se habían cobijado los atacantes y sangre seca en las piedras. Temerario se quedó mirando un buen rato en silencio y después apartó la cabeza. Dentro de la residencia, habían volcado salvajemente los muebles y desgarrado las mamparas de papel de arroz; también habían forzado los baúles para sacar sus ropas y pisotearlas.

Laurence recorrió las diversas estancias mientras Blythe y Martin se dedicaban a recoger todo lo que aún estaba en condiciones lo bastante buenas como para molestarse en ello. Su propia alcoba había sido saqueada a conciencia. Habían volcado la cama contra la pared, tal vez creyendo que podía estar escondido debajo, y los numerosos paquetes que guardaban sus compras estaban tirados por toda la habitación. Junto a algunos de ellos había regueros de polvos y añicos de porcelana, como una especie de rastro, y había jirones de seda deshilachados colgados por la alcoba de una forma casi decorativa. En un rincón estaba el gran bulto que guardaba el jarrón rojo. Laurence se agachó y empezó a abrir el envoltorio lentamente, y de pronto se descubrió mirando a través de una inexplicable nube de lágrimas: la brillante superficie de porcelana estaba intacta, ni siquiera se había desportillado, y bajo el sol de la tarde bañaba sus manos con vivos matices de luz intensa y carmesí.

El auténtico verano había llegado ya a la ciudad. Las piedras se calentaban durante el día como yunques en una fragua, y el viento traía sin cesar nubes de un fino polvo amarillo que provenía del inmenso desierto del Gobi, al oeste. Hammond estaba enfrascado en un lento y elaborado baile de negociaciones, que por lo que Laurence alcanzaba a ver sólo avanzaban en círculos: una secuencia de cartas lacradas que iban y venían de la casa, algunas bagatelas que recibían y correspondían como regalos, promesas vagas y poca acción. Mientras tanto, todos estaban cada vez más impacientes y de peor humor, excepto Temerario, que aún estaba ocupado con su educación y su cortejo. Mei venía a la residencia a enseñarle todos los días, muy elegante con su refinado collar de plata y de perlas; su piel tenía un matiz azul oscuro, con motas violetas y amarillas sobre las alas, y llevaba numerosos anillos de oro en las garras.

—Mei es una dragona encantadora —le dijo Laurence a Temerario tras su primera visita, sintiéndose como si fuera al martirio. No había escapado a su atención que Mei era muy hermosa, al menos hasta donde él sabía juzgar la belleza dragontina.

—Me alegra que tú también lo creas —dijo Temerario, animándose. Las puntas de su gorguera se irguieron trémulas—. Sólo hace tres años que salió del huevo y acaba de pasar sus primeros exámenes con honor. Me ha estado enseñando a leer y escribir, y ha sido muy amable, no se ha burlado de mí en ningún momento por no tener ni idea.

No podía quejarse de los progresos de su alumno, de eso Laurence estaba seguro. Temerario ya había dominado la técnica de escribir en las mesas con bandejas de arena usando sus garras y Mei alababa su caligrafía sobre la arcilla; también le prometió que pronto le enseñaría los trazos más rígidos que se utilizaban para inscribir la madera blanda. Laurence le veía afanarse garabateando hasta las últimas horas de la tarde, mientras aún había luz, y a menudo le servía de auditorio en ausencia de Mei; los tonos ricos y sonoros de la voz de Temerario eran muy agradables, aunque las palabras de la poesía china le resultaban ininteligibles excepto cuando se detenía para traducirle algún pasaje de particular belleza.

Los demás tenían poco en que ocupar su tiempo. De vez en cuando, Mianning los invitaba a cenar, y en una ocasión les ofreció una diversión que consistía en un concierto de lo menos armonioso y las piruetas de unos excelentes acróbatas, casi todos ellos niños tan ágiles como cabras montesas. A veces realizaban la instrucción con sus armas de mano en el patio que había detrás de la residencia, pero con el calor que hacía no resultaba nada placentero, y después se alegraban de volver al fresco de las galerías y jardines del palacio.

Unas dos semanas después del traslado al palacio, Laurence estaba sentado leyendo en el balcón que daba al patio donde Temerario dormía, mientras Hammond trabajaba en unos documentos en el escritorio del salón. Un criado entró con una carta. Hammond rompió el sello, la ojeó rápidamente y le dijo a Laurence:

—Es de Liu Bao. Nos ha invitado a cenar a su casa.

—Hammond, ¿cree que es posible que él estuviera involucrado? —le preguntó Laurence con renuencia pasado un momento—. No me gusta sugerir ese tipo de cosas, pero al fin y al cabo sabemos que no está al servicio de Mianning, como Sun Kai. ¿Y si está aliado con Yongxing?

—Es cierto que no podemos descartar su posible implicación —respondió Hammond—. Liu Bao es tártaro, por lo que bien podría haber organizado el ataque contra nosotros. Sin embargo, he descubierto que es pariente de la madre del emperador y también oficial de la Bandera Blanca Manchú. Su apoyo sería inestimable, y además me resulta difícil creer que nos haya invitado abiertamente si está tramando algo en secreto.

Acudieron con cautela, pero sus prevenciones se vinieron abajo cuando al llegar se encontraron en las puertas con algo inesperado: el rico y jugoso olor de carne de buey asada. Liu Bao había ordenado a sus cocineros, que a esas alturas habían viajado mucho, que les prepararan una cena tradicional inglesa, y si bien las patatas fritas llevaban más curry del que uno habría esperado y el pudín relleno de pasas estaba un tanto líquido, ninguno de ellos encontró motivo alguno de queja en el enorme asado de corona con las costillas adornadas con cebollas enteras, y el pudín de Yorkshire tuvo un éxito increíble.

Pese a que hicieron todo lo que pudieron, los sirvientes volvieron a llevarse las últimas bandejas casi llenas, y se llegó a dudar de si no habría que llevarse a algunos invitados de la misma manera, Temerario inclusive. Le habían servido víctimas crudas y recién matadas, al estilo británico, pero los cocineros no pudieron contenerse y no se limitaron a ofrecerle una vaca o una oveja, sino dos de cada, así como un cerdo, una cabra, un pollo y una langosta. Habiendo cumplido su deber con todos los platos, ahora se arrastró hasta el jardín sin que nadie lo invitara y con un pequeño gemido se desplomó aletargado.

—¡No pasa nada, déjelo dormir! —dijo Liu Bao, descartando con un gesto las disculpas de Laurence—. Podemos sentarnos en la terraza que mira a la luna y beber vino.

Laurence se preparó para lo peor, pero por una vez Liu Bao no les insistió con tanto entusiasmo para que bebieran. Era muy placentero sentarse con el agradable calorcillo de la embriaguez, mientras el sol se ponía tras las montañas azuladas y Temerario dormitaba ante ellos bañado en un resplandor dorado. Aunque fuera de forma irracional, Laurence había renunciado por completo a la idea de que Liu Bao estaba implicado en el asunto: era imposible sospechar de un hombre estando sentado en su jardín y repleto tras su generosa invitación a cenar. Incluso Hammond, aunque un poco en contra de su voluntad, estaba a sus anchas y los esfuerzos por mantenerse despierto le hacían parpadear.

Liu Bao manifestó cierta curiosidad por saber cómo habían acabado alojándose con el príncipe Mianning. Como prueba adicional de su inocencia, recibió las noticias del ataque de la banda con auténtica sorpresa y meneó la cabeza en un gesto de comprensión.

—Hay que hacer algo con esos
hunhun.
Cada vez se nos van más de las manos. Un sobrino mío se mezcló con ellos hace unos cuantos años, y su pobre madre estuvo tan preocupada que casi se muere, pero después le hizo un gran sacrificio a Guanyin y le construyó un altar especial en el lugar más bonito de su jardín sur, y ahora el muchacho se ha casado y ha reanudado los estudios —le dio un codazo a Laurence en el hombro—. ¡Usted también debería ponerse a estudiar! Será muy embarazoso si su dragón aprueba los exámenes y usted no.

—Santo Dios, ¿eso podría significar alguna diferencia para ellos, Hammond? —preguntó Laurence, incorporándose en el asiento horrorizado. Pese a todos sus esfuerzos, los chinos seguían siendo tan impenetrables para él como si los hubieran cifrado diez veces, y en cuanto a sentarse para hacer unos exámenes junto a personas que llevaban estudiando para ellos desde los siete años…

—Le estoy tomando el pelo —dijo Liu Bao de buen humor, para gran alivio de Laurence—. No se asuste. Supongo que si de verdad Lung Tien Xiang quiere seguir siendo compañero de un bárbaro iletrado, nadie puede discutírselo.

—Le está llamando eso en broma, por supuesto —añadió Hammond a la traducción, aunque con ciertas dudas.

—Según sus criterios de aprendizaje
soy
un bárbaro iletrado, aunque no tan estúpido como para pretender ser otra cosa —dijo Laurence—. Tan sólo desearía que los negociadores compartieran su punto de vista, señor —añadió dirigiéndose a Liu Bao—, pero están empecinados en que un Celestial sólo puede ser compañero del emperador y de su linaje.

—Bueno, si el dragón no quiere aceptar a nadie más tendrán que vivir con ello —contestó Liu Bao, despreocupado—. ¿Y si el emperador le adopta? Eso salvaría la dignidad de todos.

Laurence se inclinaba a pensar que aquello era una broma, pero Hammond se quedó mirando a Liu Bao con una expresión muy diferente.

—Señor, ¿se tomarían en serio esa sugerencia?

Liu Bao se encogió de hombros y volvió a llenar de vino las copas.

—¿Por qué no? El emperador ya tiene tres hijos para que celebren los ritos por él, por lo que no necesita adoptar a nadie, pero otro hijo no le haría daño.

—¿Pretende seguir adelante con esa idea? —le preguntó Laurence a Hammond con incredulidad mientras ambos caminaban haciendo eses hacia los palanquines que los aguardaban para volver al palacio.

—Si me da su permiso, ciertamente —repuso Hammond—. Sin duda es una idea fuera de lo común, pero al fin y al cabo todas las partes lo entenderían como una formalidad. De hecho —prosiguió, cada vez más entusiasmado—, creo que respondería a todos los posibles aspectos del problema. Seguro que no le declararían la guerra a la ligera a una nación unida a ellos por un lazo tan íntimo. Tan sólo imagine las ventajas para nuestro comercio de un vínculo así.

A Laurence le era más fácil imaginarse la reacción probable de su padre.

—Si cree que merece la pena seguir ese curso de acción, no se lo impediré —dijo a regañadientes. No creía que el jarrón rojo que esperaba utilizar como una prenda de paz sirviera para arreglar las cosas si Lord Allendale llegaba a enterarse de que Laurence se había entregado en adopción como si fuera un expósito, ni aunque fuera al mismísimo emperador de China.

Capítulo 16

—Antes de que llegáramos la situación era más que apurada, puedo asegurárselo —dijo Riley mientras desayunaban, aceptando una taza de té con más entusiasmo del que había mostrado al coger el cuenco de gachas de arroz—. Nunca he visto nada igual: una flota de veinte naves con dos dragones de apoyo. Por supuesto que sólo eran juncos y no llegaban a la mitad del tamaño de una fragata, pero los barcos de la flota china no eran mucho mayores. No consigo imaginar qué pretendían hacer con todos esos piratas. La situación se les había ido de las manos.

—A mí me impresionó su almirante, sin embargo. Parecía un hombre muy racional —comentó Staunton—. A un hombre inferior no le habría gustado que le rescataran.

—De haber preferido que le hundieran habría sido un auténtico idiota —le corrigió Riley, menos generoso.

Los dos habían llegado esa misma mañana con un pequeño grupo de la
Allegiance:
se habían horrorizado ante la historia del ataque de la banda de asesinos y ahora estaban relatando las aventuras de su propia travesía por el Mar de China. Se habían encontrado con una escuadra china que intentaba someter a una enorme flota de piratas a una semana de Macao. Éstos habían instalado su base en las islas Zhoushan para asaltar tanto a las naves locales como a los mercantes occidentales más pequeños.

—Evidentemente, cuando aparecimos ya no hubo apenas problemas —prosiguió Riley—. Los dragones piratas no tenían armamento (no se lo creerán, pero los tripulantes intentaron dispararnos flechas) ni tampoco sentido de la distancia. Hacían los picados tan bajos que era casi imposible no acertarlos con los mosquetes, y mucho menos con los cañones de pimienta. En cuanto los cataron un poco se largaron a toda velocidad, y hundimos tres barcos piratas con una simple andanada.

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