—¡Laurence! —dijo Hammond tendiéndole las manos, mientras Granby gritaba órdenes a los hombres y tiraba a un lado las sillas. Él y Blythe se pusieron delante de Laurence. Temerario volvió la cabeza y bajó la mirada hacia él.
—No estoy herido —negó él, confuso.
Curiosamente, al principio no notó ningún dolor y trató de ponerse en pie y levantar el brazo, pero entonces sintió la herida. La sangre se estaba extendiendo en una cálida mancha junto a la base del puñal.
Temerario dio un grito penetrante y terrible que se oyó por encima de la música y el ruido. Todos los dragones se levantaron sobre sus cuartos traseros para mirar y los tambores se detuvieron de súbito. En aquel repentino silencio se escuchó a Roland:
—¡Él lo ha tirado! ¡Es ése de ahí, yo le he visto! —exclamó a la vez que señalaba a uno de los actores.
El hombre, en medio de todos los demás que llevaban armas de atrezo, era el único que tenía las manos vacías y vestía ropas más sencillas. Al ver que su intento de esconderse entre ellos había fallado se dio la vuelta para huir, pero demasiado tarde: los miembros de la
troupe
salieron corriendo en todas direcciones mientras Temerario saltaba casi con torpeza al centro de la plaza.
El hombre chilló una sola vez cuando las zarpas de Temerario le atraparon y excavaron surcos mortalmente profundos en su cuerpo. El dragón arrojó el cadáver ensangrentado y roto al suelo. Por un momento se quedó casi encima de él como si lo estuviera empollando para asegurarse de que el hombre estaba muerto. Después irguió la cabeza y la volvió hacia Yongxing, enseñó los dientes, siseó con un sonido asesino y se dirigió hacia él. Lien saltó instantáneamente y se colocó delante de Yongxing para protegerle; cuando Temerario tendió las garras, la dragona respondió con un golpe de su propia pata y gruñó.
En respuesta, Temerario hinchó el pecho y su gorguera se dilató de una forma curiosa que Laurence no había visto nunca: los finos cuernos que la formaban se expandieron hacia fuera tirando de la membrana que los unía. En vez de retroceder, Lien bufó casi con desprecio y desplegó su propia gorguera pálida como un pergamino; las venas de sus ojos se hincharon de una forma espantosa y la dragona avanzó hacia la plaza para enfrentarse a él.
Al momento se produjo una estampida general para huir del patio. Los tambores, las campanas y las cuerdas punteadas montaron un ruido horrísono mientras el resto de los actores levantaban el campamento, arrastrando tras ellos sus instrumentos y sus disfraces. Los espectadores se recogieron los bordes de las túnicas y huyeron con un poco más de dignidad pero no menos rapidez.
—¡Temerario, no! —gritó Laurence, comprendiendo demasiado tarde lo que pasaba. Todas las leyendas que hablaban de dragones combatiendo en estado salvaje terminaban invariablemente con la aniquilación de uno o de ambos, y la dragona blanca tenía más años y era más grande—. John, sáqueme esta maldita cosa —le dijo a Granby mientras luchaba por desatar el pañuelo de lazo con la mano buena.
—Blythe, Martin, sujétenle los hombros —ordenó Granby. Después agarró el puñal y lo sacó, haciendo rechinar la hoja contra el hueso. La sangre brotó a chorros durante un momento de vértigo, pero enseguida pusieron en la herida un tapón fabricado con sus propios pañuelos y lo ataron con firmeza.
Temerario y Lien seguían mirándose el uno al otro, haciendo pequeñas fintas a los lados, apenas un giro de la cabeza en cada dirección. No tenían demasiado espacio para maniobrar, ya que el escenario ocupaba gran parte del patio y las filas de asientos vacíos aún delimitaban los bordes. Sus ojos no se apartaban en ningún momento del adversario.
—Es inútil —dijo Granby en voz queda, mientras agarraba a Laurence por el hombro para ayudarle a levantarse—. Una vez que han empezado un duelo como éste, lo único que puede conseguir si intenta interponerse es que le maten, o distraer a Temerario de la batalla.
—Sí, muy bien —dijo Laurence en tono áspero y se quitó de encima las manos de sus hombres. Las piernas volvían a sostenerle, aunque tenía el estómago revuelto y hecho un nudo. El dolor no era tan malo que no pudiera resistirlo—. Apartaos de ellos —ordenó, volviéndose hacia su tripulación—. Granby, lleve a un grupo a la residencia y traiga nuestras armas por si ese tipo intenta usar a sus guardias contra Temerario.
Granby salió corriendo con Martin y Riggs, mientras los demás hombres saltaban sobre los asientos para apartarse del combate. La plaza estaba casi desierta salvo por unos cuantos curiosos con más valor que sentido común y por aquéllos más íntimamente involucrados. Qian observaba la lucha con una mirada que era a la vez de inquietud y desaprobación, y Mei estaba detrás de ella, a cierta distancia: se había retirado en la desbandada general y luego se había ido acercando poco a poco. El príncipe Mianning también se había quedado, aunque a una distancia prudencial; aun así, Chuan se removía inquieto, evidentemente afectado. Mianning le tocó el costado para tranquilizarlo y habló con sus guardias; éstos agarraron al joven príncipe Miankai y se lo llevaron a un lugar seguro pese a sus sonoras protestas. Yongxing observó cómo se llevaban al niño y asintió mirando a Mianning en un frío gesto de aprobación, aunque él mismo no se dignó a moverse del sitio.
La dragona blanca siseó de repente y atacó. Laurence dio un respingo, pero Temerario había retrocedido justo a tiempo y las puntas rojas de las uñas de Lien pasaron a escasos centímetros de su garganta. Incorporado ahora sobre sus poderosas patas traseras, se agazapó y saltó con las garras extendidas; Lien se vio obligada a retroceder, brincó hacia atrás con torpeza y perdió el equilibrio. Abrió las alas parcialmente para no perder pie y cuando Temerario volvió a presionarla se elevó hacia las alturas; él la siguió al instante.
Laurence le quitó a Hammond los anteojos sin ninguna ceremonia y trató de seguir su vuelo. La dragona blanca era mayor y tenía más envergadura. No tardó en dejar atrás a Temerario y se dedicó a sobrevolarle en elegantes círculos. Sus intenciones eran evidentes y letales: quería lanzarse a plomo sobre él desde arriba. Pero una vez pasado el primer ardor de la furia de la batalla, Temerario había reconocido la ventaja de la que gozaba Lien y había empezado a utilizar su experiencia: en vez de perseguirla se desvió en ángulo y voló lejos del resplandor de las linternas, fundiéndose con las tinieblas.
—¡Bien hecho! —exclamó Laurence.
Lien revoloteaba insegura a media altura, moviendo la cabeza hacia todas partes para escudriñar la noche con sus fantasmales ojos rojos. De repente, Temerario se lanzó como un rayo desde las alturas, rugiendo, pero ella se apartó a un lado con una velocidad increíble. Al contrario que la mayoría de los dragones que sufrían un ataque desde arriba, no dudó más que un instante, y a la vez que se apartaba consiguió arañar a Temerario en su pasada y le abrió tres heridas rojas en la piel negra. Gotas de sangre espesa salpicaron el patio con un reflejo negro bajo la luz de las linternas. Mei se acercó un poco más con un pequeño gemido. Qian se volvió hacia ella con un silbido, pero Mei tan sólo se agachó en señal de sumisión para no ofrecer blanco a su ira y se enroscó ansiosa contra un grupo de árboles para ver más de cerca.
Lien estaba aprovechando bien su mayor velocidad, lanzándose contra Temerario y retirándose enseguida para incitarle a que gastara sus fuerzas en inútiles intentos de alcanzarla, pero Temerario era cada vez más astuto: la velocidad de sus zarpazos era un poco inferior a la que podía alcanzar, una fracción más lenta. Al menos eso era lo que esperaba Laurence, y no que las heridas le estuvieran causando tanto dolor. Al fin, Temerario consiguió atraer más cerca a Lien, se abalanzó sobre ella de repente con ambas garras extendidas y la arañó en el vientre y en el pecho. La dragona chilló de dolor y se alejó batiendo las alas con frenesí.
La silla de Yongxing cayó con estrépito cuando el príncipe se puso en pie de un salto abandonando toda pretensión de calma. Ahora se quedó de pie contemplándolo todo con los puños apretados junto a los costados. Las heridas no tenían aspecto de ser muy profundas, pero la dragona blanca parecía aturdida; no dejaba de lamentarse y revoloteaba para lamerse los arañazos. Lo cierto era que ningún dragón de palacio tenía cicatrices, y Laurence pensó que lo más probable era que nunca hubiesen estado en una auténtica batalla.
Temerario se quedó un rato suspendido en el aire, flexionando las garras, pero cuando vio que Lien no volvía atrás para acercarse a él de nuevo, aprovechó el hueco para lanzarse en picado sobre Yongxing, su verdadero objetivo. Lien levantó la cabeza como un látigo, chilló de nuevo y se arrojó en su persecución, batiendo las alas con todo su poder y olvidándose de las heridas. Llegó a su altura cuando casi estaba en el suelo, se abalanzó contra él en un nudo de alas y cuerpos y lo apartó de su trayectoria.
Chocaron contra el suelo a la vez y rodaron juntos en un solo siseo, como una bestia salvaje con muchos miembros que se arañara a sí misma. Ninguno de los dos dragones prestaba ya atención a las heridas ni los zarpazos, y tampoco eran capaces de tomar aliento lo bastante hondo para utilizar el viento divino contra el adversario. Sus colas azotaban como látigos en todas direcciones, derribando los árboles de sus macetas y segando un macizo de bambú ya crecido de un solo golpe. Laurence agarró a Hammond por el brazo y tiró de él para apartarle de allí mientras los troncos huecos se derrumbaban sobre las sillas con estrépito de tambores.
Sacudiéndose las hojas del pelo y del cuello de la casaca, Laurence usó el brazo bueno para levantarse con torpeza de debajo de las ramas. En su frenesí, Temerario y Lien acababan de volcar una columna del escenario. Toda la grandiosa estructura empezó a ladearse y a inclinarse hacia el suelo grado a grado de una forma casi majestuosa. Era evidente que iba a caer hacia su propia destrucción, pero Mianning no buscó refugio. El príncipe se había acercado a Laurence tendiéndole una mano para levantarle y tal vez no había comprendido el auténtico peligro. Su dragón Chuan también estaba distraído, pues trataba de interponerse entre Mianning y el duelo.
Levantándose con un gran esfuerzo, Laurence consiguió tirar a Mianning al suelo al mismo tiempo que toda la estructura dorada y pintada se estrellaba contra las piedras del patio y se rompía en esquirlas de madera de un palmo de longitud. Laurence se agachó sobre el príncipe para escudarlos a ambos y se cubrió la nuca con el brazo bueno. Varias astillas se clavaron dolorosamente incluso a través del tejido acolchado de su gruesa casaca, una se le quedó hincada en el muslo donde sólo llevaba los pantalones y otra, afilada como una navaja, le rajó el cuero cabelludo por encima de la sien al pasar.
Laurence se levantó enjugándose la sangre de la mejilla cuando terminó aquella granizada mortal. Entonces vio cómo Yongxing se desplomaba con expresión atónita. Una enorme astilla puntiaguda le salía del ojo.
Temerario y Lien consiguieron desenredarse, se apartaron y se quedaron agazapados sin dejar de mirarse, gruñendo y agitando la cola con rabia. Temerario primero echó una rápida mirada de reojo hacia Yongxing, con la idea de intentar otro asalto, y se quedó tan sorprendido que dejó la pata delantera levantada en el aire. Lien rugió y saltó contra él, pero Temerario la esquivó en lugar de contraatacar, y en ese momento la dragona vio lo que había pasado.
Durante unos segundos se quedó completamente inmóvil: sólo los zarcillos de su gorguera se agitaban un poco bajo la brisa y finos hilillos de sangre negruzca goteaban por sus patas. Lien se acercó muy despacio al cuerpo de Yongxing, agachó la cabeza y le empujó un poco con el hocico, como si quisiera confirmar por sí misma lo que ya debería haber sabido.
No hubo ningún movimiento, ni siquiera un último espasmo del cuerpo, como Laurence había visto a veces en personas que habían muerto de repente. Yongxing yacía cuan largo era. El gesto de sorpresa había desaparecido con la relajación final de sus músculos y ahora su rostro era sereno y no sonreía. Tenía una mano extendida lejos del cuerpo y ligeramente abierta, y la otra cruzada sobre el pecho. Su túnica enjoyada aún brillaba a la chisporroteante luz de las antorchas. Nadie más se acercó. Los pocos guardias y sirvientes que no habían huido lo contemplaban todo acurrucados en los bordes del claro, mientras que los demás dragones guardaban silencio.
Lien no chilló, como Laurence se había temido, ni emitió ningún sonido en absoluto. Tampoco se volvió contra Temerario; en lugar de eso, usó las garras para limpiar con sumo cuidado las astillas que habían caído sobre la ropa de Yongxing, los trozos de madera rota y unas cuantas hojas de bambú desgarradas. Después, levantó el cuerpo con ambas patas, alzó el vuelo y se perdió silenciosamente en la oscuridad.
Laurence dio un tirón para librarse de las manos inquietas que no dejaban de pellizcarle, primero en una dirección y después en la otra, pero no había escapatoria, ni de dichas manos ni del incómodo peso de la túnica amarilla tejida con rígidos hilos verdes y dorados, y que aún pesaba más por las gemas incrustadas en los ojos de los dragones bordados por todas partes. Aquella carga le producía un dolor espantoso en el hombro, aunque ya había pasado una semana de la herida; y mientras los sastres se empeñaban en seguir moviéndole el brazo para ajustarle las mangas.
—¿Todavía no está listo? —preguntó Hammond en tono impaciente, asomando la cabeza a la habitación. Después sermoneó a los sastres con una ráfaga de frases en chino, y Laurence cerró la boca para reprimir una exclamación cuando uno de ellos, con las prisas, le pinchó con la aguja.
—No creo que lleguemos tarde. ¿No nos esperan a las dos? —preguntó Laurence, cometiendo el error de girarse para ver un reloj, lo que le valió recibir gritos de tres direcciones distintas.
—Cuando uno se va a reunir con el emperador se espera que llegue muchas horas antes, y en este caso es mejor pasarse de puntillosos que quedarse cortos —le explicó Hammond, apartando a un lado su propia túnica azul para pasar sobre un taburete—. ¿Está seguro de que recuerda las frases y el orden en que debe pronunciarlas?
Laurence se dejó aleccionar una vez más; al menos, eso le servía para olvidar su incómoda posición. Al fin le dejaron ir, aunque uno de los sastres los siguió por medio recibidor para hacer un último arreglo en los hombros mientras Hammond intentaba meterle prisa.