—Tengo entendido que Temerario ha estado sirviendo en vuestro ejército.
Había en su voz una nota de reproche inconfundible que no necesitaba traducción.
—Entre nosotros, todos los dragones que pueden sirven en defensa de su patria. No se trata de ningún deshonor, sino de cumplir con nuestro deber —dijo Laurence—. Le aseguro que le valoramos en la más alta medida posible. Entre nosotros hay muy pocos dragones. Apreciamos mucho incluso a los que son de razas inferiores, y Temerario está en el rango más elevado.
Ella soltó un gruñido grave y pensativo.
—¿Por qué hay tan pocos dragones que debéis pedir a los más valiosos que luchen?
—Somos una nación pequeña, no como la de usted —repuso Laurence—. En las Islas Británicas sólo había un puñado de razas silvestres más bien pequeñas cuando los romanos llegaron y empezaron a domesticarlas. Desde entonces, nuestros linajes se han multiplicado mediante la hibridación, y gracias a una cuidadosa administración de nuestros rebaños de ganado hemos conseguido incrementar el número de dragones, pero aun así no podemos mantener a tantos como hay aquí.
Qian bajó la cabeza y le miró con interés.
—Y respecto a los franceses, ¿cómo se comportan con los dragones?
De manera instintiva, Laurence estaba convencido de que los ingleses trataban a los dragones mejor y con más generosidad que ninguna otra nación occidental, pero era tristemente consciente de que también habría pensado lo mismo con respecto a China de no haber viajado a ella y ver por sí mismo que la situación era distinta. Un mes antes, podría haber hablado con orgullo de los cuidados que recibían los dragones británicos. Como todos ellos, Temerario había comido carne cruda y había dormido en claros al aire libre, con entrenamiento constante y poca diversión. Laurence pensó que hablar de tales condiciones ante aquella elegante dragona y en su palacio cubierto de flores era como jactarse ante la reina de criar niños en una pocilga. Si los franceses no eran mejores, tampoco eran mucho peores; y Laurence tenía en muy poca estima a quienes trataban de cubrir los defectos de su propio servicio criticando los de otros.
—En circunstancias ordinarias, la forma de actuar en Francia es muy parecida a la nuestra, o eso creo —contestó por fin—. No sé qué promesas le hicieron a usted en el caso particular de Temerario, pero puedo decirle que el emperador Napoleón también es un militar. Seguía en campaña cuando salimos de Inglaterra, y es dudoso que cualquier dragón que pueda tener de compañero se quede atrás mientras él va a la guerra.
—Tengo entendido que tú también desciendes de reyes —dijo Qian de improviso, y volviendo la cabeza habló con un criado, que se apresuró a traer un largo rollo de papel de arroz y desplegarlo sobre la mesa. Con asombro, Laurence vio que era una copia, escrita con caligrafía mucho más fina y también más grande, del árbol genealógico que había trazado mucho antes, en el banquete de Año Nuevo—. ¿Es esto correcto? —preguntó ella, al verle tan sorprendido.
A Laurence no se le había ocurrido pensar que aquella información pudiera llegar a oídos de la dragona, ni que la encontrara interesante, pero al instante se tragó sus reparos. Estaba dispuesto a pasarse un día y una noche presumiendo de su posición social si con ello se ganaba su aprobación.
—Es cierto que mi familia proviene de un linaje antiguo y orgulloso. Como verá, yo mismo he entrado al servicio de la Fuerza Aérea y lo considero un honor —dijo, con cierto remordimiento de culpa. En los círculos en los que había nacido nadie habría compartido su opinión.
Qian asintió, al parecer satisfecha, y volvió a sorber su té mientras el criado se llevaba el árbol genealógico. Laurence se quedó pensando qué más podía añadir.
—Si me permite el atrevimiento, creo que puedo hablar en nombre de mi gobierno al decir que estaremos muy contentos de aceptar las mismas condiciones que aceptaron los franceses cuando ustedes les enviaron el huevo de Temerario.
—Hay que tomar en cuenta muchas otras cosas —fue toda la respuesta que obtuvo ante esta propuesta.
Temerario y los dos Imperiales volvían ya de su paseo; era evidente que Temerario les había impuesto un paso más bien rápido. Al mismo tiempo, la dragona blanca pasó junto a ellos de vuelta a sus alojamientos. Yongxing andaba junto a ella y le hablaba en voz baja, con una mano apoyada sobre su costado en un gesto afectuoso. La dragona caminaba despacio para no dejar rezagado ni al príncipe ni a los diversos ayudantes que los seguían a regañadientes, cargados con libros y grandes rollos de papel. Los Imperiales se apartaron un poco y esperaron a dejarles pasar antes de volver al pabellón.
—Qian, ¿por qué tiene ese color? —preguntó Temerario, mirando de reojo a Lien mientras ésta se alejaba—. Tiene un aspecto muy extraño.
—¿Quién puede entender los designios del Cielo? —dijo Qian en tono severo—. No seas irrespetuoso. Lien es una gran erudita. Hace muchos años se convirtió en
chuang-yuan
, aunque al ser una Celestial no tuvo que hacer los exámenes
[5]
. Y también es tu prima mayor. Fue engendrada por Chu, que a su vez nació de Xian, como yo.
—Oh —dijo Temerario, avergonzado. Luego, preguntó con más timidez—: ¿Quién era mi padre?
—Lung Qin Gao —respondió Qian, y retorció la cola. Aquel recuerdo parecía agradarla—. Es un dragón Imperial, y en este momento se encuentra en el sur, en Hangzhou. Su compañero es un príncipe de tercer rango y están visitando el Lago Oeste.
Laurence se sorprendió al saber que los Celestiales podían cruzarse con Imperiales. Pero cuando lo preguntó con ciertas dudas, Qian se lo confirmó:
—Así es como se mantiene nuestro linaje. No podemos aparearnos entre nosotros —dijo, y añadió, sin darse cuenta de que estaba dejando aturdido a Laurence—. Ahora sólo quedamos yo misma y Lien, que somos hembras, el Abuelo y Chu, y aparte están Chuan, Ming y Zhi, y todos somos primos como mucho.
—¿Sólo hay ocho en total? —Hammond le miró de hito en hito y se sentó confundido, y con razón.
—No sé cómo pueden seguir así para siempre —dijo Granby—. ¿Están tan locos de reservarlos tan sólo para los emperadores aunque eso suponga poner en peligro todo el linaje?
—Evidentemente, de cuando en cuando de una pareja de Imperiales nace un Celestial —añadió Laurence, entre bocado y bocado. Por fin se había sentado a cenar en su alcoba, terriblemente tarde: eran las siete y en el exterior había oscurecido; casi había reventado de tanto beber té para engañar al hambre durante aquella visita que había durado horas y horas—. Así es como nació el más viejo que vive aquí, y de él descienden todos los demás, remontándose cuatro o cinco generaciones.
—No puedo entenderlo —dijo Hammond, sin prestar atención al resto de la conversación—. Ocho Celestiales… ¿Por qué demonios se les ocurrió mandarlo fuera de aquí? Seguramente, al menos para aparearlo… No,
no puedo
creerlo. No es posible que Bonaparte los haya impresionado tanto, no con noticias de segunda mano y con un continente de por medio. Debe haber algo más, algo que aún no he captado. Caballeros, espero que me disculpen —añadió en tono distraído, y se levantó y los dejó solos.
Laurence terminó su cena sin demasiado apetito y dejó los palillos en la mesa.
—En cualquier caso, ella no ha dicho que no se quede con nosotros —Granby rompió el silencio, aunque en tono abatido.
Pasado un rato, Laurence dijo, más que nada por acallar sus propios pensamientos:
—Yo no podía ser tan egoísta como para intentar negarle el placer de conocer mejor a su propia raza o aprender más sobre su país de nacimiento.
—Al final eso son tonterías, Laurence —dijo Granby, tratando de consolarle—. Un dragón no se separará de su capitán ni por todas las joyas de Arabia ni por todos los terneros de la Cristiandad.
Laurence se levantó y se acercó a la ventana. Temerario se había enroscado para pasar la noche una vez más sobre las piedras caldeadas del patio. La luna había salido y era hermoso ver al dragón bajo su luz plateada, rodeado a ambos lados por las ramas de los árboles en flor y reflejado en el estanque con todas las escamas brillantes.
—Es verdad. Un dragón puede soportar casi todo antes de que lo separen de su capitán. Eso no quiere decir que un hombre honrado deba pedirle que lo soporte —musitó Laurence con un hilo de voz, y corrió la cortina.
El propio Temerario estuvo muy callado el día después de la visita. Laurence salió a sentarse a su lado y lo miró con inquietud, pero no sabía cómo abordar el asunto que lo atormentaba, ni qué decir. Si Temerario se sentía cada vez más descontento con su destino en Inglaterra y quería quedarse, no había nada que hacer. Hammond no pondría pegas siempre que pudiera llevar a buen término sus negociaciones. Estaba mucho más preocupado por establecer una embajada permanente y firmar algún tipo de tratado que por llevarse a Temerario a casa. Laurence no tenía ninguna intención de forzar la cuestión antes de tiempo.
Cuando se despidieron, Qian le había dicho a su hijo que podía visitar el palacio cuando quisiera, pero no había hecho extensiva la misma invitación a Laurence. Temerario no le había pedido permiso para ir, pero no hacía más que mirar a lo lejos, pensativo, y recorrer el patio en círculos. Incluso rechazó la oferta de Laurence de leer juntos. Al fin, cada vez más enojado consigo mismo, Laurence le preguntó:
—¿Quieres ir a ver a Qian otra vez? Seguro que agradece tu visita.
—A ti no te ha invitado —objetó Temerario, pero a la vez desplegó las alas a medias, indeciso.
—El que una madre quiera ver a su hijo en privado no puede suponer ninguna ofensa —dijo Laurence.
Esta excusa fue suficiente. Temerario, casi resplandeciente de alegría, emprendió el vuelo al instante. No regresó hasta el atardecer, muy contento y con muchos planes para volver.
—Han empezado a enseñarme a escribir —dijo—. Hoy he aprendido ya veinticinco signos. ¿Quieres que te los enseñe?
—Claro que sí —respondió Laurence, y no sólo por complacerle. Con gesto adusto, se puso a estudiar los símbolos que Temerario le explicaba y a copiarlos lo mejor que pudo con una pluma en lugar de un pincel mientras el dragón los pronunciaba para él, aunque acogía con un gesto más bien escéptico los intentos de Laurence por reproducir los sonidos. No hizo grandes avances, pero su empeño hacía tan feliz a Temerario que le era imposible protestar por ello, y de paso le servía para disimular la terrible tensión que había sufrido durante aquel interminable día.
Sin embargo, y para terminar de exasperarle, en aquel asunto Laurence no sólo tenía que luchar contra sus propios sentimientos, sino también contra Hammond.
—
Una
visita, y en compañía de usted, ha podido servir para tranquilizar a su madre y brindarles a usted y ella una oportunidad de conocerse —puntualizó el diplomático—, pero no podemos permitir estas visitas continuas y en solitario. Si llega un momento en que prefiere China y decide quedarse por propia voluntad, perderemos toda esperanza de éxito. Nos enviarán de vuelta a casa de inmediato.
—Basta, señor —dijo Laurence, indignado—. No tengo la menor intención de insultar a Temerario sugiriendo que su natural deseo de relacionarse con su linaje supone una deslealtad.
Hammond insistió y la conversación se fue acalorando. Por fin, Laurence dijo:
—Si debo dejar claro esto, que así sea: no me considero sometido a sus órdenes. No he recibido instrucciones a tal efecto, y sus intentos por imponerme su autoridad sin un fundamento oficial son del todo inaceptables.
Sus relaciones, que eran frías pero tolerables, se convirtieron en gélidas, y aquella noche Hammond no fue a cenar con Laurence y sus oficiales. Al día siguiente, sin embargo, acudió temprano al pabellón, antes de que Temerario saliera a hacer su visita, y le acompañaba el príncipe Yongxing.
—Su Alteza ha tenido la amabilidad de venir a ver qué tal estamos. Estoy seguro de que se unirá a mí para darle la bienvenida —dijo, subrayando con cierta dureza las últimas palabras. Laurence se levantó de mala gana y compuso su gesto más formal.
—Es usted muy amable, señor. Como verá, estamos muy a gusto aquí —dijo con rígida cortesía, y también con cautela. No se fiaba en lo más mínimo de las intenciones de Yongxing.
El príncipe inclinó la cabeza un poco, igualmente envarado y sin sonreír. Después se volvió y le hizo una seña a un joven que le acompañaba. No tenía más de trece años y vestía unas ropas anodinas en el algodón de color añil tan habitual. El muchacho levantó la vista, inclinó levemente la barbilla ante Laurence y pasó de largo para dirigirse hacia Temerario, a quien saludó con toda ceremonia. Levantó ambas manos con los dedos entrelazados e inclinó la cabeza, al mismo tiempo que decía algo en chino. Temerario parecía un tanto aturdido, y Hammond exclamó:
—¡Dile que sí, por el amor de Dios!
—Oh… —respondió Temerario, dubitativo. Pero después le dijo algo al chico, evidentemente afirmativo. Laurence se sorprendió al ver que el muchacho trepaba a la pata delantera de Temerario y se acomodaba allí. El semblante de Yongxing siempre era difícil de leer, pero había una pincelada de satisfacción en su boca. Después dijo:
—Nosotros vamos a entrar a tomar el té —y se volvió.
—Asegúrate de no dejarle caer —se apresuró a añadir Hammond dirigiéndose a Temerario mientras miraba con aprensión al chico. Éste se había sentado con las piernas cruzadas y un gran aplomo, y parecía tan probable que se cayera como que una estatua de Buda se bajara sola de su pedestal.
—¡Roland! —llamó Laurence. Ella y Dyer estaban estudiando trigonometría en un rincón—. Por favor, pregúntele si quiere tomar algo.
Roland asintió y se acercó a hablar con el muchacho en su chino chapurreado, mientras Laurence cruzaba el patio detrás de los otros dos hombres y entraba en la residencia. Los criados habían cambiado los muebles a toda prisa: para Yongxing un asiento tapizado con un escabel para los pies, y para Laurence y Hammond dos sillas sin brazos colocadas en ángulo recto con la del príncipe. Trajeron el té con gran ceremonia y deferencia, y durante todo el proceso Yongxing permaneció en absoluto silencio. Siguió sin hablar cuando los sirvientes se retiraron al fin. Se dedicó a beber su té en lentos sorbos.
Hammond se decidió a romper el silencio agradeciendo amablemente la comodidad de su residencia y las atenciones que habían recibido.