Tras empezar la conversación de modo tan feliz, siguieron charlando sobre temas neutrales: el clima de China, la comida y el asombroso número de dragones. Laurence no podía dejar de sentir cierta simpatía por él, un camarada de Occidente en las profundidades de aquel enclave oriental, y aunque De Guignes no era militar, su familiaridad con la Fuerza Aérea francesa le hacía un compañero comprensivo. Al final de la cena pasearon juntos mientras seguían al patio a los demás invitados. La mayoría de éstos se estaba marchando ya, transportada por dragones de la misma forma que habían visto antes al sobrevolar la ciudad.
—Es un medio de transporte muy inteligente, ¿no le parece? —dijo De Guignes.
Laurence, que estaba observando con interés, asintió sin reservas. Los dragones, que en su mayor parte eran de la variedad azul que había aprendido a reconocer como la más común, llevaban arneses ligeros compuestos de tiras de seda que caían sobre sus costados y de los que colgaban numerosos lazos, anchos y también de seda. Los pasajeros trepaban hasta llegar al primer lazo vacío, que se pasaban por encima de los brazos y por debajo de las asentaderas: así podían sentarse con cierta estabilidad aferrándose a la tira principal, siempre que el dragón volara sin sobresaltos.
Cuando Hammond salió del pabellón y los vio, los ojos se le abrieron como platos y se apresuró a unirse a ellos. Él y De Guignes se sonrieron y hablaron en tono muy amistoso; pero tan pronto como el francés se excusó para alejarse en compañía de un par de mandarines chinos, Hammond se volvió hacia Laurence y le exigió sin el menor pudor que le contara todo lo que habían hablado.
—¡Un mes esperándonos! —Hammond se quedó consternado al saberlo y se las arregló para insinuar, sin decir nada abiertamente ofensivo, que consideraba a Laurence un iluso por aceptar tal cual las palabras de De Guignes—. Sólo Dios sabe qué habrá tramado contra nosotros en todo este tiempo. Le ruego que no mantenga más conversaciones en privado con él.
En vez de responder a estos comentarios como le habría gustado, Laurence dejó a Hammond y acudió junto a Temerario. Qian había sido la última en partir, tras despedirse de su hijo acariciándole con la nariz antes de emprender el vuelo. Su silueta negra y esbelta no tardó en desaparecer en la noche, y Temerario se quedó mirándola muy pensativo.
Habían acomodado la isla como residencia para ellos en una solución de compromiso. Era propiedad del emperador y poseía varios pabellones elegantes para dragones de gran corpulencia que a su vez tenían adosados alojamientos para uso humano. A Laurence y su grupo les permitieron instalarse en una residencia aneja al pabellón más grande, del que la separaba un ancho patio. El edificio era bonito y espacioso, pero el piso de arriba estaba tomado por una hueste de criados que excedían en mucho sus necesidades. Aunque al ver cómo vagaban por la casa y parecían salir hasta de debajo de las alfombras, Laurence empezó a sospechar que eran a la vez sus guardianes y sus espías.
Su sueño fue pesado, pero se interrumpió antes del amanecer cuando los criados se asomaron para ver si estaba despierto. Después del cuarto intento en diez minutos, Laurence se rindió de mala gana y se levantó; todavía le dolía la cabeza, ya que la víspera el vino había corrido con generosidad. Al ver que sus intentos por conseguir una palangana eran infructuosos, decidió por fin salir al patio para lavarse en el estanque. Esto no supuso ninguna dificultad, ya que en la pared había una enorme ventana circular casi tan alta como él y el alféizar estaba prácticamente a la altura del suelo.
Temerario estaba tendido indolentemente en el otro extremo, panza abajo y con la cola estirada en toda su extensión. Aún dormía como un tronco y de vez en cuando emitía gruñidos de placer en sus sueños. De debajo del pavimento salía un sistema de tuberías de bambú que evidentemente servía para calentar las piedras y que vertía agua caliente al estanque, de modo que las abluciones de Laurence fueron más confortables de lo que esperaba. Los criados revoloteaban a su alrededor visiblemente impacientes y parecían escandalizados al ver que se desnudaba hasta la cintura para lavarse. Cuando por fin volvió a entrar al pabellón, le trajeron ropa china: unos pantalones holgados y una túnica de cuello duro, que parecía ser la vestimenta casi universal entre ellos. Se resistió un momento, pero al echar un vistazo a sus propias ropas comprobó que durante el viaje se habían arrugado de una forma lamentable. Aquel atavío nativo, si bien no era a lo que estaba acostumbrado, se veía al menos limpio, y no resultaba incómodo, aunque él se sentía casi indecente sin llevar una casaca o un pañuelo apropiados.
Un hombre que debía de ser una especie de funcionario había acudido a desayunar con ellos y estaba ya esperando en la mesa, lo cual tenía que ser el motivo para las prisas de los criados. Laurence saludó con una breve inclinación al desconocido, que se llamaba Zhao Wei, y dejó que Hammond llevara la conversación mientras él bebía una abundante cantidad de té. Era fuerte y aromático, pero no había leche a la vista, y cuando tradujeron su petición, los criados pusieron cara de no entender lo que quería.
—En su benevolencia, Su Majestad Imperial ha decretado que ustedes residirán aquí mientras dure su visita —estaba diciendo Zhao Wei. Su inglés no estaba demasiado pulido, pero se entendía. Tenía pinta de ser algo estirado y relamido, y observaba a Laurence, que aún no manejaba bien los palillos, con un gesto de desdén a punto de aflorar en la boca—. Pueden pasear por el patio si lo desean, pero no pueden abandonar la residencia sin presentar una solicitud formal y recibir autorización.
—Señor, estamos muy agradecidos, pero deben tener en cuenta que si no se nos permite libertad de movimientos durante el día, el tamaño de esta casa no se adecua en absoluto a nuestras necesidades —objetó Hammond—. De hecho, anoche sólo el capitán Laurence y yo tuvimos aposentos privados, que aun así eran pequeños e inadecuados a nuestra posición, mientras que el resto de nuestros compatriotas tuvo que apretarse en un dormitorio compartido.
Laurence no había reparado en aquellas carencias. A su parecer, tanto aquella intención de restringir sus movimientos como las negociaciones de Hammond para conseguir más espacio eran absurdas, y aún más cuando, por lo que se traslucía de la conversación, habían vaciado toda la isla en deferencia a Temerario. En aquel complejo podían alojarse más de diez dragones con toda comodidad, y había tantas residencias para humanos que los miembros del equipo de Laurence podían tener si querían un edificio para cada uno. Además, su residencia estaba en perfecto estado, era confortable y mucho más espaciosa que los camarotes en los que habían dormido los últimos siete meses. Laurence no veía ninguna razón para desear espacio adicional, del mismo modo que no la veía para negarles libertad de movimientos en la isla, pero Hammond y Zhao Wei siguieron negociando el asunto con una mesurada severidad y completa educación.
Por fin, Zhao Wei consintió en que pudieran dar paseos por la isla en compañía de los criados, «siempre que no se acerquen ni a la orilla ni a los embarcaderos, y que no interfieran en las patrullas de los vigilantes». Hammond se declaró satisfecho con esto. Zhao Wei dio un sorbo a su té y añadió:
—Por supuesto, Su Majestad desea que Lung Tien Xiang vea algo de la ciudad. Cuando haya comido, yo mismo lo guiaré en una visita.
—Estoy seguro de que será muy instructiva para Temerario y el capitán Laurence —se apresuró a decir Hammond antes de que a Laurence le diera tiempo a tomar aire—. De hecho, señor, ha sido usted muy amable al proporcionar un traje local al capitán Laurence para que no se vea acosado por una excesiva curiosidad.
Sólo en ese momento reparó Zhao Wei en la vestimenta de Laurence, con una expresión que dejaba bien claro que él no tenía nada que ver, pero aceptó su derrota con talante razonablemente bueno. Tan sólo dijo, con una pequeña inclinación de cabeza:
—Espero que esté listo para salir en breve, capitán.
—¿Y podemos pasear por la ciudad? —preguntó emocionado Temerario mientras lo lavaban y restregaban después del desayuno. Tendió sus patas delanteras con las garras extendidas para que se las frotaran vigorosamente con agua caliente. Incluso sus dientes recibieron el mismo tratamiento: una joven criada se metió dentro de su boca para cepillarle los de atrás.
—Desde luego —dijo Zhao Wei, mostrando una perplejidad sincera ante la pregunta.
—Tal vez puedas ver algún campo de entrenamiento de dragones, si es que hay alguno en los límites de la ciudad —sugirió Hammond, que los había acompañado fuera del pabellón—. Seguro que lo encuentras muy interesante, Temerario.
—¡Claro que sí! —respondió éste. Su gorguera enhiesta estaba casi temblando.
Hammond dirigió una mirada de complicidad a Laurence que éste prefirió ignorar por completo. No tenía muchas ganas de jugar a los espías ni de prolongar la visita, por interesantes que pudieran ser las vistas.
—¿Estás listo, Temerario? —preguntó.
Los llevaron hasta la orilla en una barcaza lujosa pero poco manejable que basculaba insegura bajo el peso de Temerario incluso en las mansas aguas de aquel diminuto lago. Laurence se quedó cerca del timón y vigiló al inepto piloto con mirada crítica y severa; de buen grado le habría quitado el mando de la embarcación. Emplearon en recorrer la escasa distancia que había hasta la orilla el doble del tiempo necesario. Habían relevado de sus tareas de patrulla en la isla a una nutrida escolta de guardias armados para que los acompañaran en la excursión. La mayoría se desplegó por delante para abrirles paso por las calles, pero diez de ellos se quedaron detrás de Laurence, empujándose unos a otros en una especie de apretada formación que parecía un muro humano para bloquearle y evitar que se apartara del camino.
Zhao Wei los llevó por otro de aquellos elaborados portales rojos y dorados; éste se abría en un muro fortificado y conducía a una avenida muy ancha. Estaba vigilado por guardias uniformados con la librea imperial, así como por dos dragones que también llevaban sus arreos: uno, de la variedad roja que ya les era tan familiar, y otro un espécimen verde brillante con marcas rojas. Sus capitanes estaban sentados tomando té bajo un toldo. El día era caluroso, por lo que se habían quitado los jubones acolchados, y podía apreciarse que ambos eran mujeres.
—Ya veo que también tienen capitanas —le dijo Laurence a Zhao Wei—. ¿Es que sirven con unas razas determinadas?
—Las mujeres son cuidadoras de los dragones que entran en el ejército —respondió Zhao Wei—. Naturalmente, sólo las razas inferiores eligen ese tipo de trabajo. Ese verde de ahí es un Cristal Esmeralda. Son demasiado tardos y perezosos para hacerlo bien en los exámenes, y en cuanto a los Flor Escarlata, les gusta demasiado combatir, así que no sirven para nada más.
—¿Quiere usted decir que en su Fuerza Aérea sólo sirven mujeres? —preguntó Laurence, convencido de que no lo había entendido bien. Sin embargo, Zhao Wei asintió—. Pero ¿qué motivo hay para esa política? Seguro que no les piden a las mujeres que sirvan en la Infantería ni en la Marina —protestó Laurence.
Como su consternación era evidente, Zhao Wei, que tal vez se sentía en la obligación de defender las peculiares prácticas de su país, procedió a narrarle la leyenda en que se basaban. La habían adornado, por supuesto, con detalles románticos. Supuestamente, una chica se había disfrazado de hombre para luchar en lugar de su padre, se había convertido en cuidadora de un dragón militar y había salvado al Imperio al vencer una gran batalla. Por consiguiente, el emperador de aquella época había decretado que las chicas podían servir con dragones.
Pero, exageraciones pintorescas aparte, daba la impresión de haber descrito con precisión la política de la nación. Cuando llegaba la hora de hacer una leva, se exigía que cada cabeza de familia sirviera en persona o enviara a un hijo en su lugar. Dado que a las chicas se las valoraba mucho menos que a los chicos, se habían convertido en la elección preferida para cumplir con esa cuota siempre que era posible. Y como sólo podían servir en la Fuerza Aérea, habían llegado a dominar esa rama del ejército hasta que al final se había convertido en exclusivamente femenina.
El relato de esta leyenda, aderezado con un recitado de su versión tradicional en verso, de la que Laurence sospechaba que debía de perder muchos matices en la traducción, los acompañó mientras cruzaban la puerta y recorrían cierta extensión de la avenida, hasta llegar a una amplia plaza gris algo apartada de la calle y llena de niños y crías de dragón. Los chicos estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, y tras ellos los dragones estaban enroscados. Todos juntos, en una extraña mezcla de voces infantiles y tonos dragontinos más retumbantes, contestaban como loros lo que les decía desde un estrado un maestro humano que leía en voz alta de un gran libro y después de cada frase hacía una señal a los estudiantes para que la repitieran.
Zhao Wei hizo un gesto con la mano abarcándolos.
—Querían ustedes ver nuestras escuelas. Ésta es una clase nueva, claro. Tan sólo están empezando a estudiar las Analectas.
En su fuero interno, a Laurence le chocaba la idea de hacer estudiar a los dragones y someterlos a exámenes escritos.
—No parecen emparejados —dijo, estudiando al grupo. Cuando Zhao Wei le miró inexpresivo, Laurence se explicó—: Quiero decir que los chicos no están sentados con sus propias crías, y la verdad es que parecen tener pocos años para ellas.
—Oh, esos dragones son demasiado jóvenes, así que aún no han escogido cuidador —dijo Zhao Wei—. No tienen más que unas cuantas semanas. Estarán preparados para elegir cuando hayan vivido quince meses, y los chicos serán mayores.
Laurence se frenó, sorprendido, y se dio la vuelta para mirar de nuevo a las crías. Siempre había oído que a los dragones había que domesticarlos directamente cuando salían del huevo para evitar que se hicieran salvajes y huyeran a los bosques, pero el ejemplo chino contradecía aquello de raíz. Temerario dijo:
—Deben de sentirse muy solos. A mí no me habría gustado estar sin Laurence cuando salí del huevo —bajó la cabeza y empujó a Laurence con el hocico—. Además, debe de ser muy cansado tener que cazar todo el rato por tu cuenta cuando acabas de eclosionar. Yo siempre tenía hambre —añadió, más prosaico.
—Por supuesto, las crías no cazan por su cuenta —repuso Zhao Wei—. Tienen que estudiar. Hay dragones que cuidan los huevos y alimentan a los jóvenes. Es mucho mejor que tener a una persona que lo haga. De lo contrario, el joven dragón no podría evitar encariñarse antes de tener la sabiduría necesaria para juzgar bien el carácter y las virtudes del compañero propuesto.