Temerario II - El Trono de Jade (42 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Era un comentario intencionado, desde luego, y Laurence contestó con frialdad:

—Supongo que eso puede ser un problema si ustedes no tienen tan regulada la forma en que debe elegirse a los hombres destinados a esa misión. Entre nosotros, desde luego, lo normal es que un hombre sirva muchos años en la Fuerza Aérea antes de que se le considere digno de ser presentado ante un huevo de dragón. En tales circunstancias, me parece que un compromiso temprano como el que usted critica puede plantar los cimientos para un afecto más profundo y duradero, y también más gratificante para ambas partes.

Prosiguieron camino hasta internarse en la ciudad propiamente dicha. Ahora, al ver los alrededores desde una perspectiva más convencional que desde el aire, Laurence volvió a sorprenderse de la gran anchura de las calles, que parecían haber sido diseñadas teniendo en mente a los dragones. Le conferían a la ciudad una sensación de amplitud muy diferente de Londres, aunque el número total de habitantes debía de ser, sospechaba, más o menos igual. Aquí era Temerario quien lo contemplaba todo con asombro más que quien era observado. Era obvio que el populacho de la capital estaba acostumbrado a la presencia de las razas más augustas, mientras que él nunca había estado en una ciudad, y su cuello casi formaba un bucle sobre sí mismo de tanto girar la cabeza intentando mirar en tres direcciones a la vez.

Los guardias empujaban sin contemplaciones a los transeúntes normales para abrir paso a los palanquines verdes que llevaban a los mandarines en servicio oficial. Una procesión nupcial oro y escarlata serpenteaba entre gritos y aplausos por las calles, con músicos y fuegos artificiales en el cortejo, mientras que la novia iba escondida en una silla cubierta por visillos. Debía de tratarse de una pareja rica a juzgar por el lujo de la ceremonia. De vez en cuando encontraban mulas, acostumbradas a los dragones, que chacoloteaban con sus cascos sobre el empedrado mientras tiraban de sus carretas, pero Laurence no vio caballos en las avenidas principales, ni tampoco carruajes: debía de ser imposible domarlos para que soportaran la presencia de tantos dragones. El aire olía diferente: en vez del hedor acre y grasiento a estiércol y orín de caballo, que en Londres era inevitable, allí reinaba un olor tenuemente sulfuroso a excrementos de dragón, más acusado cuando el viento soplaba del noreste. Laurence sospechó que debía de haber grandes pozos negros en esa parte de la ciudad.

Y, por todas partes, dragones y más dragones. Los azules, los más comunes, se dedicaban a una gran variedad de tareas. Además de aquellos que transportaban personas con sus arneses, otros acarreaban cargas; pero un gran número parecía deambular por su cuenta para llevar a cabo negocios más importantes, y llevaban collares de diversos colores, lo que parecía significar algo similar a los tonos de las joyas de los mandarines. Zhao Wei les confirmó que eran indicadores de rango y que los dragones adornados de esa guisa estaban al servicio del Estado.

—Los Shen-lung son como las personas, algunos más listos y otros más perezosos —dijo, y añadió algo que interesó mucho a Laurence—. Muchas razas superiores han salido de entre los mejores de su variedad y a los más sabios incluso se les llega a honrar apareándolos con Imperiales.

También se veían decenas de razas distintas, algunos con compañeros humanos y otros sin ellos, afanados en diversos recados. En una ocasión se cruzaron con dos dragones Imperiales que venían en sentido contrario y que inclinaron la cabeza cortésmente al pasar junto a Temerario. Iban adornados con pañuelos de seda roja anudados, rodeados por cadenas de oro y sembrados de pequeñas perlas; resultaban muy elegantes y Temerario los miró de reojo con gesto codicioso.

Poco después llegaron a un distrito comercial. Las tiendas estaban decoradas con lujosas tallas y pan de oro, y llenas de artículos. Había sedas de una textura y un color excepcionales, algunas de las cuales superaban en calidad cualquier cosa que Laurence hubiera visto en Londres. También había grandes madejas y rollos de algodón azul, así como de hilo y de tela en diferentes grados de calidad, tanto por el grosor como por la intensidad del tinte. Y algo que llamó aún más la atención de Laurence: porcelana. Al contrario que su padre, no era un experto en tal arte, pero la precisión de aquellos diseños blancos y azules también le pareció superior a las vajillas de importación que había visto antes, y los platos de colores se le antojaron especialmente encantadores.

—Temerario, ¿te importa preguntarle si acepta oro? —le dijo.

El dragón se había acercado a la tienda con mucho interés mientras que el comerciante veía con gesto inquieto cómo su cabeza asomaba por la entrada. Éste, al menos, parecía ser un lugar en el que los dragones no eran bienvenidos, aunque estaban en China. El comerciante, que parecía indeciso, le hizo unas cuantas preguntas a Zhao Wei. Después, consintió en tomar media guinea para estudiarla. La golpeó contra el canto de la mesa y después le dijo a su hijo que saliera de la trastienda: como le quedaban pocos dientes, le dio la moneda al joven para que la mordiera. Una mujer que estaba sentada en la parte trasera se asomó por un rincón, interesada por el ruido. El hombre la amonestó ruidosa e inútilmente: hasta que la mujer no contempló a Laurence a sus anchas, no se retiró de nuevo, pero su voz venía estridente desde la trastienda, así que debía de estar participando en el debate.

El tendero pareció satisfecho al fin, pero el hombre se abalanzó hacia él y se lo quitó entre un torrente de palabras cuando Laurence eligió el jarrón que había estado examinando. Tras indicarle con un gesto que esperara, se metió en la trastienda.

—Dice que no vale tanto —le explicó Temerario.

—Pero si sólo le he dado media libra… —protestó Laurence.

El hombre volvió con un jarrón mucho mayor, pintado en un rojo oscuro que casi resplandecía y cuyos delicados matices se convertían en la parte superior en un blanco purísimo. El jarrón estaba casi tan pulido como un espejo. El mercader lo depositó sobre la mesa y todos lo miraron con admiración; ni siquiera Zhao Wei pudo reprimir un murmullo de aprobación, y Temerario dijo:

—¡Oh, es precioso!

Laurence consiguió con cierta dificultad que el tendero aceptara unas cuantas guineas más, y aun así se sintió culpable al llevarse el jarrón, que envolvió en muchas capas de algodón para protegerlo. Nunca había visto una porcelana tan bonita como aquélla, y ya le estaba preocupando que se pudiera romper en el largo viaje de vuelta. Animado por su primer éxito, se embarcó en más compras: sedas, más porcelanas y también un pequeño colgante de jade que le señaló el propio Zhao Wei, cuya desdeñosa fachada se había convertido gradualmente en entusiasmo por ir de tiendas. También le explicó que los símbolos que tenía grabados eran el principio del poema sobre la legendaria mujer soldado que cabalgó un dragón. Al parecer, era un amuleto de buena suerte que solía comprársele a una chica cuando estaba a punto de emprender la carrera militar. Laurence pensó que a Jane Roland le gustaría y lo añadió a la creciente pila de compras. Pronto Zhao Wei tuvo que ordenar a varios de sus soldados que llevaran los diversos paquetes; ya no parecían tan preocupados por la posible fuga de Laurence como por el hecho de que les estaba cargando como acémilas.

Los precios de muchos artículos parecían considerablemente menores de lo que Laurence estaba acostumbrado a ver, por lo general, y la diferencia era más alta de lo que podía achacarse al coste del transporte. Esto en sí no era ninguna sorpresa, tras oír a los comisionados de la Compañía en Macao hablar de la rapacidad de los mandarines locales y los sobornos que exigían, además de los impuestos estatales. Pero la diferencia era tan alta que Laurence tuvo que revisar muy al alza sus cálculos sobre el grado de extorsión existente.

—Es una gran pena —le dijo a Temerario cuando llegaron al final de la avenida—. Supongo que estos mercaderes se ganarían la vida mucho mejor si permitieran un comercio libre, y los artesanos también. El que tengan que enviar todos sus productos a través de Cantón es lo que permite a los mandarines de esa ciudad unos precios tan desorbitados. Probablemente ni siquiera se molestan ya que pueden vender sus mercancías aquí, así que sólo recibimos las migajas de su mercado.

—A lo mejor no quieren vender las piezas más bonitas tan lejos de aquí. Ese olor me gusta mucho —dijo Temerario con gesto aprobador cuando cruzaron un puentecillo que llevaba a otro distrito, rodeado por un estrecho foso de agua y un muro de piedra de poca altura.

A ambos lados de la calle había zanjas no muy profundas llenas de carbones al rojo. Sobre ellos se asaban animales ensartados en lanzas de metal, mientras unos cocineros sudorosos y medio desnudos los rociaban con jugo. Había vacas, cerdos, ovejas, ciervos, caballos y otras criaturas más pequeñas y difíciles de identificar. Laurence prefirió no mirar con mucha atención. Las salsas goteaban y se chamuscaban sobre los carbones, levantando espesas bocanadas de humo aromático. Allí únicamente había unos cuantos humanos comprando, que sorteaban con agilidad a los dragones que componían la mayor parte de la clientela.

Temerario había desayunado con ganas un par de venados jóvenes con patos rellenos de acompañamiento. Aunque no pidió nada, se quedó mirando casi con melancolía a un dragón púrpura más pequeño que él que estaba comiéndose unos cochinillos asados de un espetón, pero en un callejón más estrecho Laurence también vio a un dragón azul de aspecto cansado y con la piel surcada de viejas llagas por el arnés de seda. El dragón se apartó con tristeza de una vaca asada de aspecto suculento y señalaba en su lugar a una oveja pequeña y más bien chamuscada que habían dejado a un lado. Luego se la llevó a un rincón y empezó a comérsela muy despacio para que le durara más, sin desdeñar ni las entrañas ni los huesos.

Era lógico que algunos fueran menos afortunados que otros si se esperaba de los dragones que se ganaran el pan, pero Laurence se sentía casi como un delincuente al ver a uno que pasaba hambre, sobre todo cuando había un despilfarro tan exagerado en la residencia donde se alojaban y en otros lugares. Temerario no se dio cuenta, pues tenía la mirada fija en los mostradores. Salieron del distrito por otro puente que les llevó de vuelta a la ancha avenida donde habían empezado. El dragón suspiró con placer, dejando escapar el aroma por su nariz muy poco a poco.

Laurence, por su parte, se había quedado muy callado. Lo que acababa de contemplar había disipado la fascinación natural por las novedades que le rodeaban y el interés que era lógico experimentar por una capital extranjera de tal extensión. Privado de esas distracciones, se vio inexorablemente obligado a reconocer el vivo contraste en la forma de tratar a los dragones. Las calles de la ciudad no eran más anchas que las de Londres por alguna curiosa coincidencia ni por una cuestión de gusto, y ni siquiera por la grandiosidad que ofrecían a la vista: era evidente que las habían diseñado así para que los dragones pudieran vivir en plena armonía con los humanos. Y también era indiscutible que ese diseño cumplía su misión y beneficiaba a ambas partes. El caso de pobreza que acababa de ver servía para ilustrar el bien común.

Ya casi era la hora de comer y Zhao Wei desanduvo el camino para volver a la isla. Temerario también se quedó más callado cuando dejaron atrás el recinto del mercado y ambos caminaron en silencio hasta llegar a la puerta de la muralla. Allí hicieron un alto para volverse y contemplar la ciudad, que seguía tan dinámica como antes. Zhao Wei captó la mirada del dragón y le dijo algo en chino.

—Es muy bonita —respondió Temerario, y añadió—: Pero no puedo compararlas. Nunca he paseado por Londres, ni siquiera por Dover.

Se despidieron brevemente de Zhao Wei junto al pabellón y entraron juntos en él. Laurence se desplomó sobre un banco de madera, mientras que Temerario empezaba a pasear inquieto, moviendo la cola de un lado a otro en su agitación.

—No es verdad en absoluto —estalló al fin—. Laurence, hemos ido adonde nos ha dado la gana. He estado en las calles y en las tiendas y nadie se ha asustado ni ha salido huyendo, ni en el sur ni aquí. La gente no teme a los dragones, para nada.

—Debo pedirte perdón —contestó Laurence con voz queda—. Reconozco que estaba equivocado. Es evidente que los hombres pueden acostumbrarse. Supongo que al haber tantos dragones aquí, los humanos se habitúan a ellos desde niños y les pierden el miedo, pero te aseguro que no te he mentido deliberadamente: en Inglaterra no pasa lo mismo. Debe de ser cuestión de acostumbrarse.

—Si acostumbrarse a nosotros puede hacer que los humanos dejen de tenernos miedo, no entiendo por qué nos tienen encerrados para que ellos sigan asustándose —dijo Temerario.

Laurence no encontró respuesta para esto, ni lo intentó. En vez de ello, se retiró a su propio cuarto para comer algo. El dragón se enroscó para dormir su siesta habitual, aunque estaba inquieto y no dejaba de cavilar, mientras Laurence se sentaba solo y picoteaba de su plato sin demasiado apetito. Hammond vino a preguntarle qué habían visto. Laurence le contestó con toda la parquedad posible, sin disimular que estaba irritado, y poco después Hammond se fue ruborizado y apretando los labios.

—¿Le ha estado dando la tabarra ese tipo? —preguntó Granby al tiempo que se asomaba a la habitación.

—No —contestó Laurence, con voz desmayada, a la vez que se levantaba para lavarse las manos en la palangana que había llenado en el estanque—. Creo que acabo de ser muy grosero con él, y no se lo merecía en absoluto. Tan sólo quería saber cómo crían aquí a los dragones para argumentarles que en Inglaterra no hemos tratado tan mal a Temerario.

—Bueno, en mi opinión se merecía un buen rapapolvo —dijo Granby—. Cuando me he despertado y me ha dicho tan campante que le había empaquetado a usted solo con un chino, me habría tirado de los pelos. Ya sé que Temerario no dejaría que le hicieran daño, pero en medio de una multitud puede ocurrir cualquier cosa.

—No, nadie ha intentado nada. Al principio nuestro guía ha sido un poco antipático, pero al final se ha mostrado muy educado —Laurence echó una mirada a los bultos apilados en un rincón, donde los habían dejado los hombres de Zhao Wei—. Empiezo a pensar que Hammond tenía razón, John, y que todo eran imaginación y cuentos de viejas —terminó con tristeza. Después de la larga visita de aquel día, le parecía que el príncipe no tenía por qué rebajarse a un asesinato cuando las numerosas ventajas de su país podían servirle como argumentos más suaves pero no menos persuasivos.

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