París era una fiesta (11 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

BOOK: París era una fiesta
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Caminando de vuelta a casa, intenté enumerar las cosas en que Lewis me hacía pensar, y encontré varias cosas. Pero eran todas de orden médico, excepto el sudor de pies. Quise descomponer su cara en sus distintas facciones e írmelas describiendo, pero sólo recordé los ojos. Debajo del sombrero negro, en el primer instante en que le vi, me parecieron los ojos de un violador fracasado.

—Hoy he conocido al hombre más repelente con quien me he encontrado nunca —dije a mi mujer.

—Por favor, Tatie, no me hables de él —contestó—. No me digas nada. Estamos a punto de comer.

Cosa de una semana más tarde, hablé con Miss Stein y le dije que había conocido a Wyndham Lewis, y le pregunté si ella le conocía.

—Yo le llamo «la Tenia Métrica» —me dijo—. Llega de Londres y ve un buen cuadro, y se saca un lápiz del bolsillo y se pone a medir los detalles del cuadro, y dale de tomar medidas con el pulgar en el lápiz. Y toma sus vistas y sus medidas y apunta exactamente cómo está hecho. Luego se vuelve a Londres y rehace el cuadro, y no le sale. No se ha dado ni cuenta de por dónde va la cosa.

De modo que me acostumbré a pensar en él como la Tenia Métrica. Un término más amable y más provisto de piedad cristiana que cualquiera de los que yo mismo había inventado para designarle. Más tarde, hice lo posible por apreciarle y mostrarme amistoso con él, como hice con todos los amigos de Ezra cuando él me los explicaba. Pero aquella impresión tuve, el día que le conocí en el estudio de Ezra.

Ezra era el escritor más generoso y más desinteresado que nunca he conocido. Corría en auxilio de los poetas, pintores, escultores y prosistas en los que tenía fe, y si alguien estaba verdaderamente apurado, corría en su auxilio tanto si tenía fe como si no. Se preocupaba por todo el mundo, y en los primeros tiempos de nuestra amitad la persona que más le preocupaba era T. S. Eliot, quien, según me dijo Ezra, tenía que estar empleado en un banco en Londres, y, por consiguiente, no disponía de tiempo ni seguía un horario apropiado para dar un buen rendimiento poético.

Ezra fundó una institución llamada Bel Esprit, asociándose con Miss Natalie Barney, que era una americana rica, protectora de las artes. Miss Barney había sido amiga de Rémy de Gourmont (eso fue antes de mis tiempos), y tenía en su casa un salón donde recibía en cierto día de la semana, y en su jardín un templete griego. Muchas mujeres, americanas y francesas, provistas de dinero suficiente, tenían sus salones, y comprendí pronto que eran unos lugares excelentes para que yo me guardara de poner en ellos los pies. Pero creo que Miss Barney era la única con un templete griego en su jardín.

Ezra me mostró el folleto anunciador del Bel Esprit, y Miss Barney le había permitido usar una viñeta del templete griego para la portada. La concepción encarnada en el Bel Esprit era la de que cada cual aportaría una parte de sus ingresos, y entre todos constituiríamos un fondo con el que sacaríamos a Mr. Eliot de su banco, y él tendría dinero para escribir poesía. A mí me pareció una buena idea, y una vez que tuviéramos a Mr. Eliot fuera de su banco, Ezra calculó que la cosa progresaría en línea recta y labraríamos un porvenir para lodo el mundo.

Yo metí un poco de claroscuro en la cosa al referirme siempre a Eliot bajo el titulo de Comandante Eliot, fingiendo le confundía con el Comandante Douglas, un economista cuyas ideas entusiasmaron grandemente a Ezra. Pero Ezra comprendió que a pesar de todo mi corazón latía como los buenos y que yo estaba imbuido de Bel Esprit, por mucho que a Ezra le irritara oírme solicitar de mis amigos fondos para sacar al Comandante Eliot del banco, y oír a alguien replicar que qué diablos estaba haciendo un comandante en un banco, y que si le habían dado el retiro, no se comprendía que no tuviera una pensión, o que por lo menos no hubiera recibido una indemnización al retirarse.

En casos tales, yo explicaba a mis amigos que todo aquello no venía a cuento. Uno estaba dotado de Bel Esprit o no lo estaba. Si tienes Bel Esprit, contribuirás para que el Comandante salga del banco. Si no lo tienes peor para ti. ¿Comprendes por lo menos el significado del templete griego? ¿No? Ya me parecía a mi. Adiós, muy buenas. Te metes tu dinero donde te convenga. No lo aceptamos aunque nos lo implores de rodillas.

Mi actividad como agente del Bel Esprit fue muy enérgica, y por entonces mis sueños más felices eran aquellos en que veía al Comandante salir a grandes zancadas por la puerta del banco, transformado en hombre libre. No logro acordarme de cómo se cascó por fin el Bel Esprit, pero me parece que tiene alguna relación con el hecho de que el Comandante publicó
The Waste Land
y el poema le ganó el premio del
Dial
, y poco después una dama con título financió para Eliot una revista llamada
The Criterion
, y ni Ezra ni yo tuvimos que preocuparnos más por él. Creo que el templete se encuentra todavía en su jardín. Para mí fue una decepción eso de que no hubiéramos logrado sacar al Comandante de su banco mediante la operación única del Bel Esprit, según yo lo visualizaba en mis sueños, con lo que tal vez se hubiera venido a vivir en el templete griego, por donde podríamos dejarnos caer de vez en cuando, Ezra y yo, a coronarle de laurel. Yo conocía un lugar donde había laureles muy hermosos, y yo hubiera podido ir a cortar unas ramas y traerlas en bicicleta, y hubiéramos podido coronarle cada vez que se sintiera solo, o cada vez que a Ezra le fuera dable revisar los manuscritos o las pruebas de otro poema tan grande como
The Waste Land
. Para mí, la empresa aquella resultó moralmenle perniciosa, como han resultado tantas otras cosas, porque me metí en el bolsillo el dinero que había destinado a sacar al Comandante del banco, y me lo llevé a Enghien y lo aposté en caballos que saltaban bajo la influencia de estimulantes. En dos reuniones hípicas, los estimulados caballos por los que yo apostaba dejaron atrás a los animales sin estimulo o con estímulo insuficiente, salvo en una carrera en la que nuestro angelito querido se estimuló hasta tal punto que antes de la salida arrojó a su jockey al suelo y se escapó, y dio una vuelta entera al circuito del
steeplechase
, saltando hermosamente en su soledad, tal como uno salta a veces en sueños. Cuando lo cazaron y lo volvieron a montar, arrancó en cabeza y, como dicen los franceses, hizo una carrera honrosa, pero el dinero fue para otro.

Me hubiera sentido más dichoso si el dinero de la apuesta hubiera ido a parar al Bel Esprit, que había dejado de existir. Pero me consolé pensando que, con las apuestas acertadas, hubiera podido contribuir al Bel Esprit con una suma mucho mayor que mi primera intención.

Un final bastante extraño

El modo como acabaron las relaciones con Gertrude Stein fue bastante extraño. Nos habíamos hecho muy amigos y yo le había hecho varios favores en cosas prácticas, tales como lograr que su largo libro empezara a publicarse por entregas en la revista de Ford, y ayudar en la dactilografía del manuscrito y la corrección de las pruebas, y empezábamos a ser amigos más íntimos de lo que yo podía sensatamente desear. Nunca se saca gran cosa de que un hombre sea amigo de una mujer célebre, aunque puede ser agradable antes de que se tuerza hacia la suerte o la desgracia, y por lo regular todavía se saca menos cuando se trata de escritoras realmente ambiciosas.

Una vez me excusé por haber pasado cierto tiempo sin visitar el 27 de la rué de Fleurus, alegando que no sabía si era probable que Miss Stein se encontrara en casa, y entonces ella me dijo:

—Pero hombre, Hemingway, aquí está usted en su casa. Lo digo con toda sinceridad, créame. Entre siempre que quiera, y la doncella —la mencionó por su nombre, pero lo he olvidado— le atenderá, y usted se instala a sus anchas hasta que yo llegue.

No abusé del ofrecimiento, pero a veces me dejaba caer por allí y la doncella me servía una copa, y yo miraba los cuadros y si Miss Stein no aparecía daba las gracias a la doncella y dejaba una nota y me iba. Cuando Miss Stein y una compañera se disponían para un viaje al sur de Francia en el coche de Miss Stein, ella me pidió que la visitara cierta tarde para despedirnos. Nos había invitado a que Hadley y yo fuéramos a verla al lugar de sus vacaciones, quedándonos en un hotel, pero nosotros teníamos otros planes y otros lugares adonde queríamos ir. Naturalmente, no se dice esto con franqueza, sino que a uno le gustaría mucho ir con los amigos y hará todo lo posible, y a última hora no hay manera. Empecé a dominar el sistema para no obedecer a las invitaciones. Tuve que aprenderlo. Mucho después, Picasso me dijo que cuando los ricos le invitaban él aceptaba siempre porque así se ponían tan contentos, pero luego salía un obstáculo y no había manera. De todos modos no lo decía por Miss Stein, sino por gente muy distinta.

Hacía un hermoso tiempo de primavera cuando bajé para mis adioses desde la plaza de l’Observatoire, atravesando el Petit-Luxembourg. Los castaños de Indias estaban en flor, y había muchos niños jugando en las sendas de gravilla mientras sus niñeras se sentaban en los bancos, y vi a muchas palomas torcaces en los árboles y además oía a otras que eran invisibles.

La doncella abrió la puerta sin que yo tocara el timbre, y me dijo que entrara y esperara. Miss Stein llegaría de un momento a otro. Era antes de mediodía, pero la chica me sirvió una copa de aguardiente, la puso en mi mano y me guiñó el ojo con alegría. El incoloro alcohol me sabía bien en la lengua, y lo tenía todavía en la boca cuando oí a alguien que hablaba dirigiéndose a Miss Stein, y nunca he oído a nadie dirigirse en tal forma a otra persona. A nadie, nunca, en ninguna parte.

Luego me alcanzó la voz de Miss Stein, defendiéndose y suplicando. Decía:

—Esto no, cielo. No hagas esto. No, por favor, no hagas esto. Haré todo lo que me pidas, pero no, cielo, esto no, por favor. No lo hagas. No, cielo, por favor, no.

Tragué la bebida y dejé la copa en la mesa y salí disparado hacia la puerta. La doncella meneó el índice apuntándome y murmuró:

—No se marche. Estará con usted en seguida.

—Tengo que irme —dije.

Procuré no oír nada más mientras me alejaba, pero la cosa continuaba y el único modo de no oír era no estar allí. No era agradable oír a una, y las respuestas de la otra eran peores.

Ya en el patio, pedí a la doncella:

—Por favor, diga que nos encontramos en el patio. Que yo no pude entretenerme, porque un amigo ha caído enfermo. Desee a la señora buen viaje de mi parte. Ya escribiré.

—Entendido,
monsieur
. Qué lástima que tenga usted tanta prisa.

—Sí —dije—. Qué lástima.

Y así acabó todo para mí, de un modo bastante estúpido, aunque seguí haciendo pequeños recados, aparecí cuando se me requería, llevé a gentes que eran deseadas, y esperé mi despido, junto con la mayoría de los hombres amigos, cuando llegó la época en que nuevas amistades se introdujeron. Daba pena ver nuevos cuadros sin valor colgados al lado de los grandes cuadros, pero a mí ya no me importaba. No me importaba un comino. Ella se peleó con todos los que la queríamos excepto con Juan Gris, y con éste no pudo pelearse porque se había muerto. Además me parece que a él no le hubiera importado porque ya nada le importaba según se ve por sus últimos cuadros.

Finalmente, ella se peleó también con los nuevos amigos, pero nosotros ya no seguíamos las fluctuaciones de la situación. Llegó a parecerse a un emperador romano, lo cual está muy bien si a uno le gusta que las mujeres se parezcan a emperadores romanos. Pero Picasso la había retratado, y yo me acordaba muy bien de ella cuando se parecía a una mujer friulana.

Por fin, todo el mundo, o casi lodo el mundo, se reconcilió con ella para no parecer pedante o resentido. Pero yo nunca pude reconciliarme de verdad, no pude reconciliarme ni de corazón ni de cabeza. Esto, que la cabeza no sea capaz de reconciliarse, es lo peor que pueda pasar. Pero aquel caso era más complicado todavía.

El hombre marcado para la muerte

Aquella tarde en que conocí a Ernest Walsh, el poeta, en el estudio de Ezra, al poeta le acompañaban dos chicas con largos abrigos de visón, y afuera en la calle le esperaba un largo coche reluciente, alquilado en el Claridge, con un chófer de uniforme. Las chicas eran rubias y habían atravesado el Atlántico en el mismo barco en que iba Walsh. El barco había llegado la víspera, y el poeta llevó las chicas a visitar a Ezra.

Ernest Walsh era moreno, vehemente, impecablemente irlandés, poético, y visiblemente marcado para la muerte, tal como en las películas salen personajes marcados para la muerte. Conversó con Ezra mientras yo hablaba con las chicas, que me preguntaron si había leído los poemas de Mr. Walsh. No los había leído, y una de ellas sacó un número, de verde cubierta, de la revista de Harriet Monroe,
Poetry:A Magazine of Verse
, y me enseñó unos poemas de Walsh que la revista traía.

—Le pagan mil doscientos dólares por poema —dijo la muchacha.

—Por cada poema —dijo la otra.

Si mi memoria no fallaba, yo recibía doce dólares por página, en el mejor de los casos, de la misma revista.

—Debe ser un gran poeta —dije.

—A Eddie Guest no le pagan tanto por sus canciones —me informó la primera chica.

—No le pagan tampoco tanto a ese otro poeta. Ése, ya sabe usted.

—Kipling —dijo su amiga.

—A nadie más le pagan tanto —dijo la chica primera.

—¿Se quedan en París mucho tiempo? —les pregunté.

—Pues no. No puede decirse que por mucho tiempo. Vinimos con un grupo de amigos.

—Llegamos en el barco ése, ya sabe usted. Pero en realidad no había nadie a bordo. Bueno, claro que estaba Mr. Walsh.

—¿No será Mr. Walsh el jugador, el célebre especialista de los naipes?

Ella me miró con mirada decepcionada, pero comprensiva.

—No. No necesita esas cosas. Pudiendo escribir poemas como los suyos...

—¿En qué barco regresan ustedes?

—Bueno, depende. Depende de los barcos y de otras muchas cosas. ¿Piensa usted regresar?

—No. Aquí me defiendo.

—Este barrio parece más bien pobre, de todos modos.

—Sí. Pero no es mal barrio. Yo trabajo en los cafés, y de vez en cuando doy una vuelta por los hipódromos.

—¿Puede ir al hipódromo vestido así?

—No. Éste es mi traje de café.

—Ah, ya entiendo el truco —dijo una de las chicas—. Me gustaría conocer un poco esa vida de cafés. ¿No te gustaría a ti, rica?

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