Y luego aparecen los ricos, y nada sigue igual que antes ni volverá a serlo nunca. El pez piloto se marcha, desde luego. Siempre está yendo a alguna parte o viniendo de alguna parte, y nunca se queda por mucho tiempo. Se mete en política o en teatro y luego se sale, igual que se mete en los países y luego se sale de ellos, y cuando es joven se mete en las vidas ajenas y se abre en ellas una salida. Nadie le pesca, ni le pescan los ricos. No hay modo de pescarle a él, y sólo a los que confían en él se les apresa y se les mata. Tiene el insustituible adiestramiento temprano del hijo de tal, y un latente amor al dinero, inconfesado por mucho tiempo. Termina siendo rico él mismo, y cada dólar que gana le desplaza un grueso de dólar más a la derecha.
Los ricos le querían y confiaban en él porque era tímido, cómico, construido según un modelo clásico, e infalible en su actividad como pez piloto.
Cuando hay dos personas que se quieren y son felices y alegres, y una de ellas o las dos realizan una obra de auténtica calidad, la gente se siente atraída hacia la pareja de un modo tan fatal como los pájaros migratorios son atraídos de noche hacia un faro poderoso. Si aquellas dos personas estuvieran tan sólidamente construidas como un faro, el fenómeno causaría muy poco daño, excepto a los pájaros. Pero los que atraen a la gente de mundo por su felicidad y por su talento acostumbran a tener poca experiencia. No saben cómo escapar al avasallamiento y huir lejos. No siempre entienden la verdad de los ricos: los atractivos ricos, los encantadores, los que se dejan querer en seguida, los generosos, los comprensivos, los que no tienen defectos y dotan a cada día de una cualidad festiva, y que, cuando han pasado arrancando el alimento que necesitan, lo dejan todo más muerto que las raíces de una hierba hollada por los caballos de Atila.
Los ricos llegaban guiados por el pez piloto. Un año antes, no se hubieran acercado por nada del mundo. Entonces no había ninguna certidumbre. La obra que se hacía era igualmente buena y la felicidad era mayor, pero no se había publicado todavía ninguna novela, de modo que no había modo de estar seguro. ¿Por qué habían de hacerlo? Picasso sí que era un valor seguro, y lo era ya cuando ellos no sabían todavía lo que es un cuadro. También estaban seguros de otro pintor. Y de muchos otros. Pero aquel año estaban seguros también de mí, y les transmitió la consigna el pez piloto que mandaron a cerciorarse de que serían bien recibidos y de que yo no iba a cocear. El pez piloto era amigo nuestro, naturalmente.
En aquellos días yo confiaba en el pez piloto tanto como hubiera confiado en Instrucciones Náuticas del Almirantazgo Británico para las Costas Mediterráneas. Bajo el encanto aquellos ricos, me mostré tan confiado y tan estúpido como un perro perdiguero que quiere salir de paseo con cualquier hombre con una escopeta, o como un animal de circo que por fin cree haber encontrado a un domador que le aprecia por sí mismo y por mor de su alma inmortal. La idea de que todos los días debían ser festivos me pareció un descubrimiento maravilloso. Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que puede caer un escritor, y mucho más peligroso para su carrera de escritor que, para un esquiador, el esquiar sin cuerda por los ventisqueros, antes de que las verdaderas nevadas de invierno hayan recubierto las brechas del hielo.
Me decían :
—Es una cosa grande, Ernest. Una cosa grande de verdad. Tú mismo no puedes darte cuenta de lo grande que es.
Y yo meneaba el rabo de puro contento, y me zambullían en la charca de la vida convertida en fiesta, a ver si hacía la gracia de volver con algún hermoso pedazo de palo entre los dientes, en vez de pensar:
—Si a esos hijos de tal les gusta lo que he escrito, algo podrido debe de haber dentro.
Eso hubiera pensado yo si hubiera sido capaz de reaccionar como un verdadero profesional, aunque, si hubiera sido capaz de reaccionar como un verdadero profesional, nunca les hubiera leído la novela.
Antes de que llegaran los ricos a que me refiero, ya otros ricos nos habían contaminado, usando la más vieja artimaña que el mundo conoce. Consiste en lograr que una joven soltera se convierta por un tiempo en la mejor amiga de otra joven que está casada, que se ponga a convivir con la esposa y con el marido, y que, inconsciente e inocente e implacablemente, inicie una maniobra para casarse con el marido. Cuando el marido es un escritor ocupado en un trabajo arduo que le lleva mucho tiempo, y durante la mayor parte del día no puede hacer compañía ni dar apoyo a su mujer, el plan parece estar lleno de ventajas, hasta que se descubre cómo funciona el mecanismo. Al terminar su jornada de trabajo, el marido se encuentra a su alrededor con dos muchachas atractivas. Una es nueva y desconocida, y con un poco de mala suerte el marido se encuentra enamorado de ambas a la vez.
Entonces, en vez de los dos y su hijo, ahí tenemos a los tres. AI principio es divertido y estimulante, y sigue siéndolo por largo tiempo. Todas las verdaderas maldades nacen en estado de inocencia. Uno vive al día, y goza de lo que tiene y no se apura. Uno empieza a decir mentiras, y no quisiera decirlas, y empieza el desmoronamiento y cada día crece el peligro, pero uno va viviendo al día, como en la guerra.
Tuve que dejar Schruns e ir a Nueva York para ponerme de acuerdo con los editores. Una vez listo el asunto en Nueva York, volví a París con el propósito de tomar el primer tren que saliera de la Gare de 1’Est para Austria. Pero la chica de quien me había enamorado estaba entonces en París, y no tomé el primer tren, ni tampoco el segundo ni el tercero.
Cuando al fin vi a mi mujer de pie junto a las vías, mientras el tren entraba en la estación entre grandes pilas de troncos, antes hubiera querido haberme muerto que haberme enamorado de otra. Ella sonreía, el sol daba en su hermosa cara morena por la nieve y el sol, y su cuerpo era hermoso, y centelleaba el sol en el oro rojizo de su pelo que era hermoso y había crecido cu desorden todo el invierno, y de pie a su lado estaba Mr. Bumby, rubio y corpulento y con sus mejillas rojas por el invierno, con el aspecto de un buen hijo del V orarlberg.
—Oh Tatie mío —dijo ella entre mis brazos—, qué suerte que estés de vuelta y que le hayan salido tan bien los negocios con los editores. Te quiero tanto y te eché tanto de menos.
Yo la quería y no quería a nadie mas, y el tiempo que pasamos solos fue de mágica maravilla. Trabajé a gusto y juntos hicimos grandes excursiones, y me creí de nuevo invulnerable, y el otro asunto no volvió a empezar hasta que, a fines de la primavera, dejamos las sierras y volvimos a París.
Aquello fue el final de la primera parte de París. París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiaba la ciudad. Nunca volvimos al Vorarlberg, ni tampoco volvieron los ricos.
París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.
* En
Torrentes de primavera
(N . del t)
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*
Fiesta,
en la traducción castellana
(N. del t)
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* La ruta seguida por Ernest Hemingway para ir de Madrid a Juan-le-Pins, y la descripción de esta villa como una estación balnearia de los bajos Pirineos, son «más bien estravagantes», para decirlo en frase de Mr. Archibald MacLeish, quien sin embargo ha tenido la amabilidad de confirmarnos que los Hemingway y los Fitzgerald y otros amigos se reunieron en Juan-les-Pins en el verano de 1925, y de sugerirnos que tales incoherencias se deben al hecho de que el presente libro es, como el prólogo advierte, «una obra de ficción».
(N. del t.)
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