—No es mala idea ir a las carreras —dijo mi mujer—. Hace tanto tiempo que no vamos. Nos llevaremos de comer y una botella de vino. Voy a hacer unos buenos sándwiches.
—Iremos en tren, que es lo más barato. Pero si lo prefieres vamos a otra parte. De todos modos, hoy lo pasaremos bien en cualquier parte. Hace un día maravilloso.
—No, lo mejor es ir a las carreras.
—Si prefieres emplear ese dinero en otra cosa...
—No —cortó con arrogancia; sus hermosos altos pómulos eran una máscara de arrogancia—. Con tanto vacilar, nos estamos dando importancia.
De modo que tomamos el tren en la Gare du Nord, atravesamos la parte más sucia y más triste de la ciudad, y anduvimos desde el apeadero hasta el oasis del hipódromo. Llegamos temprano. Nos sentamos en mi gabardina, extendida encima del césped recién cortado, y comimos y bebimos la botella de vino, mirando la vieja tribuna, las taquillas de apuestas que eran de madera pintada marrón, el verde de la pista, el verde más oscuro de las vallas, el espejeo sombrío de los fosos de agua con los muros bajos de piedra encalada y los postes y barreras también blancos, el recinto de los establos con sus árboles de hojas nuevas, y los primeros caballos que guiaban al pesaje. Terminamos el vino y estudiamos el programa de carreras que traía el periódico, y luego mi mujer se tendió en la gabardina y se durmió, con el sol en la cara. Yo di una vuelta y encontré a un conocido, uno que años atrás encontraba en el San Siro de Milán. Me recomendó dos caballos.
—Bueno, no es que sean una inversión segura —dijo—. Pero tampoco te van a salir muy caros.
Por el primer caballo apostamos la mitad del dinero que teníamos, y ganamos doce por uno: saltó con hermoso estilo, tomó el mando de la carrera corriendo por el borde exterior de la pista, y ganó por cuatro cuerpos de ventaja. Guardamos la mitad del dinero, y la otra mitad la apostamos por el segundo caballo, que arrancó muy rápido, estuvo en cabeza en todo el trecho de obstáculos, y en la recta final fue perdiendo terreno a cada salto, y las dos fustas vibraban y el favorito daba alcance a nuestro caballo, pero éste resistió y todavía cruzó en cabeza la línea de meta.
Pedimos unas copas de champaña en el bar, mientras esperábamos que anunciaran la cotización de las apuestas.
—Eso de las carreras le deja a uno agotado —dijo mi mujer—. ¿Viste cómo se le echaba encima ese otro caballo?
—Todavía me lo siento aquí en la barriga.
—¿Cuánto nos darán?
—Lo cotizaban a dieciocho por uno. Pero a lo mejor en el último momento han apostado otros.
Pasaron los caballos, y el nuestro estaba empapado y dilataba las narices para resollar, mientras el jockey le daba palmadas.
—Pobrecillo —dijo mi mujer—. A nosotros nos bastó con apostar.
Los caballos se alejaron, y bebimos otra copa de champaña, y al fin salió la cifra de nuestra ganancia: 85. Quería decir que daban ochenta y cinco francos por cada diez.
—Tienen que haber apostado una enormidad de dinero por ese caballo, a última hora —dije.
Pero el caso es que también nosotros ganábamos dinero, y era una suma grande para nosotros, y resultaba que además de la primavera había llegado el dinero. Me pareció que no podíamos desear más. Dividiendo aquel dinero en cuatro partes, podíamos repartirnos la mitad entre los dos y dejar la otra mitad para capital de carreras. Yo siempre guardaba el capital de carreras secreto y separado de todo otro capital.
Otro día del mismo año, en que llegamos de vuelta de un viaje y nos fuimos a no sé qué hipódromo y volvimos a ganar, a la vuelta nos paramos en Prunier y nos sentamos a una mesa en el bar, habiendo estudiado los precios de todas las maravillas que anunciaban en la ventana. Comimos ostras y
crabe à la mexicaine
, con unas copas de Sancerre. Ya de noche, atravesamos andando las Tullerías, y nos paramos a mirar el Arc du Caroussel tras la negrura de los jardines, y al fondo de toda aquella severa tiniebla se veían los faroles de la place de la Concorde y la larga hilera de luces alejándose hacia el Arco de Triunfo. Luego miramos la masa negra del Louvre, y dije:
—¿Crees que es verdad eso de que los tres arcos están en línea recta? ¿Estos dos y el Sermione de Milán?
—Yo qué sé, Tatie. Si lo dicen, ellos lo sabrán. ¿Te acuerdas de cuando nos asomamos al lado italiano del San Bernardo, y después de aquella subida por la nieve nos encontramos en plena primavera, y tú y Chink y yo caminamos todo el día de bajada hasta Aosta, y estábamos en plena primavera?
—Chink lo tituló «la expedición al San Bernardo en zapatos de calle». ¿Te acuerdas de los zapatos que llevabas?
—Pobrecillos zapatos. ¿Te acuerdas de la copa de frutas que tomamos en el caté Biffi, en la Galleria? ¿Aquel vino de Capri con melocotones y fresas silvestres, con hielo, en un jarro alto de cristal?
—Entonces se me ocurrió por primera vez que es muy raro eso de los tres arcos.
—Me acuerdo del Sermione. Se parece mucho a este arco.
—¿Te acuerdas de aquella posada en Aigle, aquel día en que tú y Chink os sentasteis en el jardín a leer, mientras yo pescaba?
—Claro que me acuerdo.
Yo recordé el Ródano, estrecho y gris y lleno de agua de nieve, que tenía a cada lado un curso de agua buena para las truchas: el Stockalper y el canal del Ródano. Aquel día, el Stockalper estaba muy límpido ya, pero el canal del Ródano seguía turbio.
—¿Te acuerdas de que los castaños estaban en flor, y de cuando yo quise contaros un chiste que a mí me parece me contó Jim Gamble, un chiste que trata de una parra, y resultó que no pude acordarme?
—Sí. Y tú y Chink no parabais de hablar sobre el modo de dar realidad a las cosas al escribir, y de captarlas con todo lo que decíais. A veces tenía razón él y a veces la tenías tú. Me acuerdo de todos los matices de luz que observabais, y de todas las calidades de la materia y de todas las formas, y de lo que discutíais.
Seguimos andando y salimos del jardín por la puerta que da al Louvre y cruzamos la calle y seguimos por el puente, y luego nos paramos para acodarnos en el pretil de piedra y mirar abajo, al río.
—Los tres discutíamos a propósito de cualquier cosa, siempre de cosas concretas, y siempre nos tomábamos el pelo unos a otros —dijo Hadley—. Me acuerdo de todo lo que hicimos y de todo lo que dijimos en todos los días de aquel viaje. Te lo juro. De todo. En una conversación entre tú y Chink, yo tomaba parte. No era como ser una esposa invitada en casa de Miss Stein
—Lo que yo quisiera recordar es el chiste de la parra.
—No vale la pena. Las parras tienen importancia, pero no los chistes.
—¿Te acuerdas de que compre vino en Aigle y lo llevamos al chalet? Nos lo vendieron en la posada. Dijeron que era un vino bueno con las truchas. Nos lo llevamos envuelto en hojas de
La gazette de Lucerne
, me parece.
—El vino de Sion era mejor. ¿Te acuerdas de que Madame Gangeswisch nos preparó las truchas
au bleu
, en el chalet? Las truchas que pescaste eran estupendas, y bebimos vino de Sion, y comimos en la terraza mirando a la pendiente de la ladera. Al otro lado del lago se veía el Dent du Midi con nieve hasta media ladera, y los árboles en la boca del Ródano, donde el río se mete en el lago.
—En invierno y en primavera, siempre echamos de menos a Chink.
—Siempre. Yo le echo mucho de menos, ahora que está tan lejos.
Chink era un oficial de carrera, que al salir de Sandhurst fue enviado a Mons. Yo le conocí en Italia, y durante muchos años fue nuestro mejor amigo, mío primero y luego de los dos. Cuando tenía un permiso, se reunía con nosotros.
—Procurará conseguir un permiso esta primavera. La semana pasada escribió de Colonia.
—Ya lo sé. Tenemos que vivir en el presente, no perdernos ni un minuto sin gozarlo.
—En el momento presente, sólo vemos el agua que da en los sillares del puente. Levantemos la mirada, a ver qué encontramos.
Miramos, y allí estaba todo: nuestro río y nuestra ciudad y la isla de nuestra ciudad.
—Tenemos demasiada suerte —dijo ella—. Me da miedo. Me gustará que venga Chink. Él es nuestro protector.
—Si se lo dices, se enfadará.
—Claro.
—É1 piensa que es nuestro compañero de exploración.
—Lo es. Pero no todos exploramos lo mismo.
Dejamos el puente y alcanzamos nuestra ribera.
—¿Tienes hambre otra vez? —dije—. Tanto hablar y tanto andar.
—Desde luego que tengo hambre. ¿Tú no?
—Vamos a un restaurante de primera, y cenemos bien de verdad.
—Escoge.
—¿Michaud?
—Sí que es de primera, y está a un paso.
Tomamos, pues, por la rué des Saints-Pères hasta la esquina de la rué Jacob, parándonos a mirar los escaparates de cuadros y de muebles. Antes de entrar en Michaud, leímos la carta enmarcada junto a la puerta. Estaba lleno de gente, y nos quedamos fuera en espera de que alguien se marchara, acechando las mesas donde ya tomaban el café.
El paseo nos había puesto hambrientos, y para nosotros comer en un sitio caro como Michaud era una aventura llena de alegría. Allí estaba Joyce cenando con su familia. Él y su esposa se sentaban de espaldas a la pared, y Joyce examinaba la carta a través de sus gruesos lentes, acercándosela a la cara; a su lado se sentaba Nora, que comía con apetito, pero sólo platos finos; Giorgio era delgado, cuidaba mucho su aspecto, y su nuca se veía muy bien peinada; Lucía tenía una gran belleza rizada, y era una muchacha no del todo desarrollada todavía. Hablaban en italiao.
Mientras esperábamos de pie, me pregunté si lo que habíamos sentido en el puente era sólo hambre. Le planteé la duda a mi mujer y me contestó:
—Yo que sé, Tatie. Hay tantas clases de hambre. En primavera hay todavía más. Pero ahora ya ha pasado. Ponerse a recordar, eso sí que es una especie de hambre.
Yo me estaba poniendo tonto, pero me salvé al mirar adentro y ver dos
tournedos
que un camarero servía y darme cuenta de que tenía un hambre de la especie más natural.
—Hoy dijiste que tenemos suerte. Claro que la tenemos. Pero no olvides que un experto nos aconsejó.
Ella se echó a reír.
—No pensaba en las carreras. Qué muchacho, que lo toma todo al pie de la letra. Pensaba en otra clase de suerte.
—Me parece que a Chink no le interesan los caballos —dije, elevando mi estupidez al cubo.
—No. Le interesarían si los montara él.
—¿Querrás volver alguna vez a las carreras?
—Claro que sí. Pero ahora podemos ir adonde nos dé la gana.
—¿De verdad te gustará volver?
—Claro. ¿No te gusta a ti?
Cuando al fin conseguimos entrar en Michaud, cenamos estupendamente. Pero al terminar y quedarnos vacíos de hambre, aquella sensación que en el puente nos había parecido era hambre seguía acuciándonos, y la sentíamos todavía cuando tomamos el autobús de vuelta a casa. La sentíamos al entrar en el cuarto, y después de meternos en la cama y hacer el amor a oscuras, la sensación estaba allí. Cuando me desperté y miré la ventana abierta y vi la luz de la luna en los tejados de las altas casas, allí estaba la sensación. Escondí la cara entre las sombras rehuyendo la luna, pero no pude dormirme y seguí dándole vueltas a aquella emoción. Los dos nos despertamos dos veces aquella noche, pero al fin mi mujer durmió con dulzura, con la luz de la luna en su cara. Yo quería pensar en todo aquello, pero estaba atontado. Tan sencilla que me había parecido la vida aquella mañana, cuando me desperté y vi la falsa primavera, y oí la flauta del hombre de las cabras, y salí a comprar el periódico de caballos.
Pero París era una muy vieja ciudad y nosotros éramos jóvenes, y allí nada era sencillo, ni siquiera el ser pobre, ni el dinero ganado de pronto, ni la luz de la luna, ni el bien ni el mal, ni la respiración de una persona tendida a mi lado bajo la luz de la luna.
Muchas otras veces, aquel año y otros años, nos fuimos a las carreras cuando yo había estado trabajando a primera hora de la mañana, y en las carreras Hadley se divertía y a veces se entusiasmaba. Pero no era como subir por un prado de alta montaña, más arriba del último bosque, ni como el andar de noche de vuelta al chalet, ni como subir con Chink, nuestro mejor amigo, hasta un puerto tras el cual se abría un nuevo país. Y en realidad, aquello no era siquiera afición a las carreras de caballos. No era más que apostar por algún caballo. Pero nosotros lo llamábamos ir a las carreras.
La afición a las carreras nunca se interpuso entre nosotros. Sólo una persona era capaz de tanto. Pero, durante mucho tiempo, la afición nos acompañó como un amigo exigente. Eso, claro, juzgándola con benevolencia. Yo, que juzgaba con tanta ferocidad a las personas y su capacidad destructiva, toleraba aquel amigo que, como podía hacernos favores, era el más mentiroso, el más hermoso, el más seductor, perverso y absorbente. Para extraer su beneficio y obtener provecho, había que dedicarle todo el tiempo, y a mí tiempo no me sobraba. Pero encontré una excusa para tratarle en el hecho de que a veces escribía sobre él. De todos modos, al final, cuando perdí mis manuscritos, sólo quedó un cuento tratando de las carreras de caballos, gracias a que el día antes lo mandé por correo.
Fui acostumbrándome a ir solo a las carreras, y cada vez me obsesionaban más y me hacían perder más tiempo. Aquella temporada, en cuanto podía me dedicaba a seguir las carreras en dos hipódromos, el de Auteuil y el de Enghien. Para apostar sobre la base del historial y la calidad real de cada caballo, había que trabajar todo el día y al fin resultaba que el procedimiento no daba dinero. Tanto cálculo no casaba más que en teoría. Por otra parte, no había más que comprar un periódico y allí estaban los cálculos hechos.
Para tener posibilidad de ganar había que mirar todas las carreras desde lo más alto de las tribunas de Auteuil, corriendo para llegar allí antes de que dieran la salida, y luego fijarse en lo que hacía cada caballo, y observar con atención el caballo que tal vez hubiera podido ganar, pero no ganaba, y descubrir por qué y cómo diablos el caballo no había hecho lo que debiera. Uno tenía que seguir el juego de las apuestas y todos los movimientos de la cotización cada vez que iba a tomar la salida un caballo por el que uno se interesaba, y luego aprender a la perfección el modo de correr del caballo, y finalmente distinguir los síntomas de que su propietario iba a exigirle el máximo rendimiento. Siempre podía ocurrir que un caballo perdiera incluso dando su máximo; pero por lo menos uno sabía entonces el limite de sus posibilidades. Todo aquello no era un trabajo fácil, pero en Auteuil era hermoso ver las carreras día tras día, a condición de no perderse ninguna carrera sin tongo con buenos caballos, hasta que al fin uno conocía a la perfección el hipódromo y todos sus aspectos. Y lo que ocurría al fin, era que uno se enredaba con demasiadas gentes, con jockeys y con entrenadores y con propietarios y con demasiados caballos y demasiados objetos.