En principio, yo sólo apostaba por un caballo en el que tenía fe, y el caso es que a veces encontré caballos en los que nadie creía salvo los hombres que los entrenaban y los montaban, y aposté por ellos y me ganaron carrera tras carrera. Al fin lo dejé porque me robaba demasiado tiempo y demasiada energía, y vi que tenía la cabeza llena de las cosas que ocurrían en Enghien, sin contar los hipódromos de carreras sin obstáculos.
Cuando dejé de tomar las carreras como un trabajo serio, me quedé satisfecho, pero con una sensación de vacío. Por entonces, ya había descubierto que todo, lo bueno y lo malo, deja un vacío cuando se interrumpe. Pero si se trata de algo malo, el vacío va llenándose por sí solo. Mientras que el vacío de algo bueno sólo puede llenarse descubriendo algo mejor. Incorporé el capital de apuestas al fondo de gastos generales, y me sentí descansado y virtuoso.
El día en que dejé las carreras pasé a la otra ribera y encontré a mi amigo Mike Ward trabajando en la oficina de viajes del Guaranty Trust, que estaba entonces en la esquina de la rué des Italiens con el boulevard des Italiens. Ingresé en el banco el capital de apuestas, pero no lo dije a nadie. Ni siquiera lo añadí al saldo de mi cuenta en el talonario, pero lo guardé en la memoria.
—¿Quieres que comamos juntos? —pregunté a Mike.
—Claro que sí, niño. Claro que quiero. ¿Pero qué le pasa hoy al niño? ¿No vas hoy a las carreras?
—No.
Comimos en el square Louvois, en un bistró sencillo muy bueno, y nos dieron un vino blanco de maravilla. Al otro lado del square estaba la Bibliothèque Nationale.
—Tú nunca fuiste muy aficionado a las carreras —dije a Mike.
—No. Hace mucho tiempo que no voy.
—¿Por qué lo dejaste?
—No sé —contestó Mike—. Bueno, sí que lo sé. Desde luego que lo sé. Una cosa en la que tienes que apostar para divertirte no merece la pena.
—¿No vas nunca?
—A veces, para una carrera grande. Una con caballos de primera.
Íbamos comiendo rebanadas del buen pan del bistró, con pâté encima, y bebiendo el vinillo blanco.
—¿Tuviste mucha afición? —pregunté.
—Mucha.
—¿Has descubierto algo más divertido?
—Las carreras de bicicletas.
—No me digas.
—Uno se divierte sin necesidad de apostar. Ya verás.
—Los caballos llevan demasiado tiempo.
—Demasiado. Se comen todo el tiempo. Y no me gusta la gente que anda alrededor.
—A mí llegó a interesarme mucho.
—Lo comprendo. ¿Saldas con ganancia?
—Gané bastante.
—Buen momento para pararte, pues.
—Es lo que he hecho.
—Se hace difícil parar. Oye, niño, lo que vamos a hacer algún día es ir a las carreras de bicicletas.
El ciclismo resultó una cosa nueva y muy divertida, y como no sabía nada de aquello la novedad me fascinaba. Pero no tomamos en seguida la afición. Llegó más tarde, y al fin ocupó un puesto importante en nuestra vida, algún tiempo después, cuando todo lo del primer período en París se nos vino al suelo.
Pero, por un tiempo, nos bastó con quedarnos en nuestro barrio y no tener que atravesar París para ir a los hipódromos, y apostar sólo por nuestra vida y nuestro trabajo y por los pintores amigos, y no basar la vida en un juego de azar disfrazado con otros nombres. He empezado muchas veces a escribir un cuento sobre carreras de bicicletas, pero nunca me ha salido ninguno que fuera tan bueno como son las carreras, las de velódromo cubierto o al aire libre tanto como las de carretera. Pero algún día lograré meter en unas páginas el Vélodrome d’Hiver con su luz que atravesaba capas y capas de humo, con la pista de madera y sus empinados virajes, y el zumbido de los tubulares sobre la madera cuando pasaban los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas. Lograré meter la impresión fantástica del medio fondo, el ruido de las motos de los entrenadores con sus rodillos, y los entrenadores con sus pesados cascos y sus teatrales trajes de cuero, que se inclinaban hacia atrás para proteger a los ciclistas de la resistencia del aire, y los ciclistas con sus cascos ligeros que se pegaban a los manillares, sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales, y las pequeñas ruedas delanteras se pegaban al rodillo de la moto tras la cual se abrigaba el ciclista, y los duelos en que se alcanzaba el colmo de la excitación, con el petardeo de las motos y con los ciclistas corriendo codo a codo y rueda a rueda, arriba por el peralte y lanzándose abajo y dando vueltas a una velocidad como para matarse, y de pronto un hombre que no podía sostener la velocidad y se descomponía, y se le veía chocar brutalmente contra la sólida muralla de aire de la que hasta entonces había estado separado.
Había tantas clases de carreras. Los sprints por eliminatorias hasta llegar a la carrera final, en los que los dos corredores retenían durante largos segundos su velocidad, cada cual esperando que el otro guiara el sprint y así obtener un abrigo inicial, y luego las vueltas a medio paso hasta la zambullida final en la fascinadora pureza de la velocidad. Había los programas de carreras a la americana, con sus series de sprints que llenaban la tarde. Había las hazañas de velocidad absoluta, cuando un hombre corría solitario durante una hora contra el reloj, y había las terriblemente peligrosas y hermosas carreras de cien kilómetros en los grandes peraltes de madera de la pista de quinientos metros del Stade Buffalo, el velódromo al aire libre en Montrouge donde se hacían las carreras tras moto. Estaba Linart, el gran campeón belga a quien llamaban el Sioux por su perfil.que agachaba la cabeza para sorber aguardiente caliente por un tubo de caucho unido a un termo que llevaba debajo del jersey, y así cobraba fuerzas para el terrible arranque de velocidad de sus fines de carrera. Había los campeonatos de Francia tras moto, en la pista de cemento de seiscientos sesenta metros del Parc des Princes, en Auteuil, cerca del hipódromo, que era la pista más peligrosa de todas, y allí vimos un día caer al gran corredor Ganay, y oímos cómo se le aplastaba el cráneo dentro del casco, tal como uno aplasta un huevo duro contra una piedra, en una merienda en el campo, para quitar la cáscara. Tengo que escribir sobre el extraño mundo de las carreras de seis días y las maravillas de las carreras por carretera en la alta montaña. El francés es la única lengua en que se ha escrito bien sobre esto y los términos son todos franceses, y por eso es difícil escribir en otra lengua. Mike tenía toda la razón, uno no necesita apostar. Pero todo eso pertenece a otra época de nuestra vida en París.
Si uno vive en París y no come bastante, les aseguro que el hambre pega fuerte, ya que todas las panaderías presentan cosas tan buenas en los escaparates, y la gente come al aire libre, en mesas puestas en la acera frente a los restaurantes, y uno ve y huele la buena comida. Y si uno había renunciado al periodismo, y estaba escribiendo cosas por las que nadie en América daba un real, y si al salir de casa uno decía que le habían invitado a comer pero no era verdad, el mejor sitio para matar las horas de la comida era en el jardín del Luxemburgo, porque uno no veía ni olía nada de comer en todo el trayecto desde la plaza de l’Observatoire hasta la rué de Vaugirard. Y siempre podía uno entrar en el museo del Luxemburgo, y los cuadros se afilaban y aclaraban y se volvían más hermosos cuando uno los miraba con el vientre vacío y con la ligereza que da el hambre. Teniendo hambre, llegué a entender mucho mejor a Cézanne y su modo de componer paisajes. Muchas veces me pregunté si él tendría también hambre cuando pintaba, pero me dije que si la tenía era seguramente porque se le había olvidado la hora de la comida. Una de esas ideas indocumentadas pero sugestivas que a uno se le ocurren cuando tiene sueño o hambre. Más tarde, pense que Cézanne debía estar hambriento, pero de otra clase de hambre.
Al salir del Luxemburgo, uno podía bajar la estrecha rué Férou hasta la place Saint-Sulpice, y tampoco se encontraba ningún restaurante, y estaba tranquila la plaza, con sus árboles y sus bancos. Había una fuente con leones, y las palomas andaban por el empedrado y se posaban en las estatuas de los obispos. Estaba la iglesia, y en el lado norte de la plaza había tiendas que vendían objetos de arte religioso y vestimentas sacerdotales.
A partir de aquella plaza, era imposible seguir andando hasta el río sin pasar frente a tiendas que ofrecían frutas o legumbres o vinos, y frente a panaderías y confiterías. Pero, meditando cuidadosamente el itinerario, se podía dar la vuelta a mano derecha de la iglesia de piedra gris y blanca hasta llegar a la rué de l’Odéon, y doblar también a la derecha hacia la librería de Sylvia Beach, y eran pocas las tiendas de comestibles que había en el camino. En la rué de l’Odéon no había ningún lugar donde comer, a no ser que uno siguiera hasta la plaza, donde había tres restaurantes.
Cuando al fin alcanzaba el número 12 de la rué de l’Odéon, mi hambre estaba reprimida, pero mis sentidos se habían puesto de nuevo en receptividad exacerbada. Las fotos de la librería parecían diferentes, y me fijaba en libros que siempre me habían pasado desapercibidos.
—¡Oh, Hemingway, qué delgado está usted! —decía Sylvia—. ¿Come usted lo suficiente?
—Claro que sí.
—¿Qué almorzó usted hoy?
Se me revolvía el estómago, y contestaba:
—Ahora voy a casa, a almorzar.
—¿A las tres de la tarde?
—¿Son ya las tres? Se me pasó el tiempo sin darme cuenta.
—Adrienne decía el otro día que quiere invitarles a cenar a usted y a Hadley. Invitaremos también a Fargue. A usted le es simpático Fargue, ¿verdad? O a Larbaud. Usted le tiene simpatía, estoy segura. O a cualquiera por quien usted sienta verdadera simpatía. ¿No olvidará decírselo a Hadley?
—Ella tendrá mucho gusto en ir.
—Les mandaré un
pneu
. No trabaje usted tanto como para olvidarse de las comidas.
—No lo haré.
—Y ahora vaya a su casa, que se quedará sin comer.
—Me guardarán la comida.
—No tiene que comer frío. Le conviene una buena comida caliente.
—¿Ha recibido correo para mí?
—Me parece que no. Pero voy a mirar.
Miró, y encontró un papel con una nota y puso cara de satisfacción, y abrió con llave un cajón de su mesa.
—Llegó esto cuando yo no estaba —dijo.
Era una carta y tenía todo el aspecto de contener dinero.
—Wedderkop —añadió Sylvia.
—Debe ser del
Querschnitt
. ¿Vio usted a Wedderkop?
—No. Pero vino cuando estaba George, y dejó esto. Ya hablará con usted, no se preocupe. Debió pensar que lo mejor era pagar primero.
—Aquí hay seiscientos francos. Dice que seguirán otros pagos.
—Qué suerte que usted me hiciera mirar si había algo. Mi querido señor Buena Suerte.
—Lo que menos comprendo es eso de que Alemania sea el único país donde consigo colocar mis cosas. En el
Querschnitt
y en la
Frankfurter Zeitung
.
—Sí que es curioso. Pero no se preocupe. Además no es verdad. Siempre le puede colocar un cuento a Ford, para la
Transatlantic Review
—bromeó Sylvia.
—A treinta francos por página. Pongamos que coloque un cuento cada tres meses en la
Transatlanlic
. Un cuento de cinco páginas, resulta a ciento cincuenta francos cada trimestre. Seiscientos francos al año.
—Pero, Hemingway, no piense en lo que sus cuentos rinden ahora. Lo importante es que usted es capaz de escribirlos.
—Ya sé. Desde luego que soy capaz de escribirlos. Pero nadie quiere comprarlos. No he ganado ningún dinero desde que dejé el periodismo.
—Sus cuentos se venderán. Ya ve que ahora mismo ha recibido dinero por uno.
—Perdóneme, Sylvia. Perdone que hable de estas cosas.
—¿Qué hay que perdonar? Usted puede siempre hablarme, de esto o de cua.quier otra cosa. ¿No sabe usted que los escritores nunca hablan más que de sus propios apuros? Pero prométame que no se preocupará, y que comerá lo suficiente.
—Se lo prometo.
—Bueno, vaya a su casa, pues, y almuerce.
Salí a la rué de l’Odéon descontento conmigo mismo, por haberme quejado de mis apuros. Hacía lo que hacía por mi propia voluntad, y luego lo hacía de un modo estúpido. Aquel día hubiera debido comprarme un pan, y comerlo en vez de quedarme sin almuerzo. Al pensarlo, sentía en la boca el sabor de la corteza tostada. Pero la boca se queda seca, con pan y sin nada que beber. Maldito quejicoso. Sucio farsante de santo y mártir, me dije a mí mismo. Dejas el periodismo porque lo has decidido. Tienes crédito, y sabes que Sylvia te prestaría dinero. Y además ya te lo ha prestado, y muchas veces. Y después de los sablazos irás aflojando en otras cosas. Puedes ir diciendo que el hambre es una maravilla, y que los cuadros parecen mejores cuando uno está hambriento. Pero comer es otra maravilla. ¿Y sabes dónde vas a comer ahora?
Vas a comer en Lipp. Comer y beber.
Caminé aprisa hasta Lipp, y todos los objetos que mi estómago percibía con tanta rapidez como mis ojos o mi nariz hacían más agradable el corto paseo. Había poca gente en la
brasserie
, y cuando estuve sentado en la banqueta, con el espejo a mi espalda y una mesa ante mí, el camarero me preguntó si quería cerveza. Pedí un
distingué
, que era una gran jarra de cristal con un litro de cerveza, y una ensalada de patatas.
La cerveza estaba muy fría, y era un gusto beberla. Las
pommes à 1’huile
eran de pulpa firme, marinadas en un delicioso aceite de oliva. Las sazoné con pimienta, y las comí con pan mojado en el aceite. Después de beber el primer largo trago de cerveza, seguí bebiendo y comiendo muy despacio. Terminadas las
pommes à 1’huile
, pedí otra ración y un
cervelas
, o sea una salchicha parecida a las de Frankfurt, pero muy grande, cortada en dos mitades y cubierta con una salsa especial, a base de mostaza.
Rebañé con pan todo el aceite y toda la salsa y bebí la cerveza despacio hasta que empezó a entibiarse. Cuando la terminé pedí un
demi
, y observé cómo llenaban el vaso de la espita del barril. Me pareció más frío todavía que el
distingué
, y bebí la mitad del vaso.
No podía decirse que yo estuviera preocupándome, pensé. Yo sabía que mis cuentos eran buenos, y al fin iban a publicarlos en América. Cuando dejé de trabajar para periódicos, tenía la plena seguridad de que mis cuentos iban a publicarse. Pero todos los editores a quienes los mandé me devolvieron el manuscrito. Mi confianza había surgido cuando Edward O’Brien me tomó el cuento «My Old Man» para su antología anual de relatos cortos, y además me dedicó el volumen de aquel año. Recordándolo, me reí y bebí otro sorbo de cerveza. Mi cuento no había aparecido en revista, y O’Brien tuvo que violar todas sus normas para incluirlo en su tomo. Volví a reír, y el camarero me miró de reojo. Lo divertido del caso es que, al fin, O’Brien había escrito mal mi nombre. El cuento que escogió era uno de los dos que me quedaron cuando todos mis manuscritos se perdieron. A Hadley le robaron la maleta en la Gare de Lyon, cuando iba a Lausanne y se llevaba todos mis manuscritos por darme una buena sorpresa, para que yo pudiera trabajar en mis cosas en las montañas donde íbamos a pasar unas vacaciones. Hadley se llevó los manuscritos originales y los puestos en limpio a máquina y las copias al papel carbón, todo muy bien ordenado en carpetas de cartulina. Uno de los dos cuentos se salvó porque Lincoln Steffens lo había mandado al director de un periódico, y lo devolvieron. Viajaba en el correo cuando me robaron lo demás. El otro cuento salvado era el que se titulaba «Up in Michigan», que acababa de escribir el día en que Miss Stein nos visitó. Como ella dijo que el relato era
inaccrochable
, nunca llegué a pasarlo a máquina. Se quedó en un cajón a trasmano.