Después de la estancia en Lausanne, pues, pasamos a Italia, y un d;'a mostré el cuento que trataba de las carreras de caballos a O’Brien, un hombre amable y tímido, pálido, con ojos azul claro y un pelo liso y lacio que se cortaba él mismo, que entonces estaba en pensión en un monaslerio cerca de Rapallo. Yo pasaba por una mala época y creía que nunca más volvería a ser capaz de escribir, y le mostré el cuento a O’Brien como una curiosidad, en un impulso como el que uno tiene cuando enseña, neciamente, la bitácora de un barco que ha perdido en un inverosímil naufragio, o cuando exhibe la bota y hace un chiste sobre el pie que tuvieron que amputarle de resultas de un accidente. Luego, cuando O’Brien leyó el cuento, vi que le dolía más que a mí. Yo nunca había visto que nadie sufriera por nada que no fuera una muerte o un dolor físico insoportable, excepto a Hadley cuando me dijo que le habían robado los manuscritos. Mi mujer lloraba y lloraba sin parar, y no se atrevía a decirme lo ocurrido. Yo le dije que por muy grave que fuera el desastre, no podría valer la pena de tanto llanto, y que dejara de preocuparse, que fuera lo que fuera ya se arreglaría. Entre los dos lo arreglaríamos. Al fin me lo dijo. Aunque me lo aseguró no pude creer que se hubiera llevado también las copias al papel carbón. Entonces yo ganaba buen dinero de los periódicos. Pagué a un compañero para que hiciera mi reportaje, y tomé el tren para París. Sí que era verdad, y me acuerdo demasiado bien de lo que hice en la noche después de mi llegada al piso y de comprobar que era verdad. Pero cuando estábamos en Italia, todo aquello había quedado atrás, según Chink me había enseñado a no hacer nunca comentarios sobre las bajas de un combate; de modo que le dije a O’Brien que no se lo tomara tan a pecho. Probablemente me iba a resultar beneficiosa la pérdida de mis trabajos de aprendiz, y en fin, le serví la clase de majaderías con que se levanta el ánimo de una tropa. Dije que iba a ponerme en seguida a escribir otros cuentos. Y en el momento en que lo dije creyendo que era sólo una mentira para que se animara, me di cuenta de que iba a ser verdad.
Sentado allí en Lipp, seguí pensando y recordé el primer cuento que logré escribir después de la pérdida de mis manuscritos. Fue en Cortina d’Ampezzo, adonde había vuelto a reunirme con Hadley, después de una temporada de esquí en primavera, interrumpida para ir a hacer un reportaje a Renania y al Ruhr. Era un cuento muy sencillo titulado «Out of Season», en el cual omití el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho.
Bueno, pensé, así me salen los cuentos ahora, que nadie los entiende. Si algo hay seguro, es esto. El hecho cierto es que no hay ninguna demanda por mis cuentos. Pero un día llegarán a entenderlos, como pasa siempre con la pintura. Sólo hace falta tiempo, y sólo hace falta confianza.
Hay que tomar un cuidado muy particular de uno mismo en las épocas en que uno tiene que reducir la comida, para que el pensamiento no sea sólo un pensamiento de hambriento. El hambre es una buena disciplina, y enseña mucho. Y mientras la gente no entiende lo que uno escribe, uno está más adelantado que ellos. Lo que ocurre es eso, pensé, que estoy tan adelantado que no me alcanza el dinero para comer con regularidad. No sería mala cosa si esos que van detrás se acercaran un poco.
Me di cuenta de que tenía que escribir una novela. Pero parecía imposible conseguirlo, precisamente cuando, esforzándome con gran dificultad, había aspirado a meter en un solo párrafo el destilado de todo lo que sale en una novela. Tenía que ponerme a escribir cuentos más extensos, y a entrenarme para una carrera de larga distancia. Cuando escribí mi única novela anterior, perdida también con la maleta que me robaron en la Gare de Lyon, yo tenía todavía la facultad lírica de la adolescencia, tan perecedera y engañosa como la propia juventud. Yo sabía que probablemente era una suerte haber perdido aquella novela, pero sabía también que tenía que escribir otra. De todos modos, iba a retrasarlo tanto como pudiera, hasta que no hubiera otro remedio. Y antes matarme que escribir una novela porque era un medio de comer con regularidad. Cuando tuviera que escribirla, sería porque no podía hacer otra cosa ni me quedaba otra elección. De momento había que dejar que subiera la presión en la caldera. Entretanto, escribiría un cuento largo sobre un asunto que conociera bien.
Al llegar a este punto, ya había pagado la nota y dejado la cervecería, y tomé por la derecha y crucé la rué de Rennes, para no entrar en los Deux Magots a tomar café. Andando por la rué Bonaparte, me fui a casa por el camino más corto.
¿Cuál era el tema que yo conocía mejor, y que no había tratado todavía en alguno de los manuscritos perdidos? ¿Qué conocía yo mejor, y qué tenía para mí más importancia? Sobre este punto, no cabía la duda. La única duda que cabía, era la del camino que había que escoger para llegar lo más pronto posible al lugar de trabajo. Aquel día, el camino más corto llevaba de la rué Bonaparte a la rué Guynemer, y luego a la rué d’Assas, y finalmente subía por la rué Notre-Dame-des-Champs hasta la Closerie des Lilas.
Me senté en una esquina mientras la luz del atardecer entraba pasando por encima de mi hombro, y me puse a escribir en mi libreta. El camarero me trajo un
café crème
, del que bebí la mitad cuando estuvo frío, y olvidé el resto en la mesa. Cuando terminé de escribir, no quería alejarme de mi río, dejar de mirar las truchas en el remanso y la superficie del agua henchida y lisa, que presionaba contra la resistencia del puente de madera. El tema del cuento era la vuelta de la guerra, pero a la guerra no se la mencionaba nunca.
Sin embargo, a la mañana siguiente el río volvería a estar ante mí, y yo tendría que construir el río y los campos y todo lo que tenía que ocurrir en el relato. Se abría una serie de días que aquel trabajo llenaría enteramente. Era lo único que importaba. En mi bolsillo estaba el dinero recibido de Alemania, de modo que no había apuro. Cuando aquel dinero se terminara, llegaría otro.
Lo único que yo tenía que hacer era conservar mi cabeza en buena forma, hasta que a la mañana siguiente me pusiera otra vez a trabajar.
La Closerie des Lilas era el único buen café que había cerca de casa, cuando vivíamos en el piso encima de la serrería, en el número 113 de la rué Notre-Dame-des-Champs. Y era uno de los mejores cafés de París. En invierno se estaba caliente dentro, y en primavera y otoño se estaba muy bien fuera, cuando ponían mesitas a la sombra de los árboles junto a la estatua del mariscal Ney, y las grandes mesas cuadradas bajo los toldos, en la acera del boulevard. Nos hicimos buenos amigos de dos camareros del café. La gente del Dôme y de la Rotonde nunca iban a la Closerie. No hubieran encontrado allí a nadie que les conociera, y nadie les hubiera mirado con la boca abierta cuando entraban. Por entonces, muchos iban a aquellos dos cafés en la esquina del boulevard Montparnasse con el boulevard Raspail para ofrecerse como espectáculo público, y puede decirse que aquellos cafés equivalían a las crónicas de sociedad, como sustitutivos cotidianos de la inmortalidad.
En tiempos anteriores, la Closerie des Lilas fue un café donde se reunían poetas más o menos regularmente, y su último gran poeta era Paul Fort, a quien yo nunca leí. El único poeta que yo vi allí es Blaise Cendrars, con su rota nariz de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible, que liaba los pitillos con la mano que le quedaba. Era un buen compañero hasta que estaba demasiado borracho, e incluso entonces, las mentiras que soltaba le hacían más interesante que a otros sus relatos verídicos. Pero nunca vi a otro poeta en la Closerie, y además a Cendrars sólo le encontré allí una vez. La mayoría de los clientes eran señores viejos y barbudos, de ropas gastadas, que iban allí con sus esposas o sus queridas, y algunos, pero no todos, llevaban en la solapa la cintila roja de la Legión de Honor. Con optimismo, les clasificábamos a todos como hombres de ciencia, como
savants
, y el tiempo que mataban con un aperitivo era casi tan largo como el que mataban ante un café con leche otros señores de trajes más gastados todavía, que iban allí con sus esposas o sus queridas y mostraban la cintita violeta de las Palmas Académicas, lo cual no tenía nada que ver con la Academia Francesa, y nosotros suponíamos que significaba eran profesores o maestros.
En conjunto, aquellas gentes componían un café agradable, ya que sólo se observaban entre sí, y lo que les interesaba eran sus copas o sus tazas de café o sus infusiones, sin contar los periódicos que estaban sujetos a sus varillas de madera, y en aquel ambiente nadie se exhibía.
Había también otros tipos de hombres, vecinos del barrio, que frecuentaban la Closerie. Algunos llevaban en la solapa la cinta de la Croix de Guerre, y otros la cinta amarilla y verde de la Médaille Militaire, y yo me fijaba en lo bien que superaban las dificultades debidas a los brazos o las piernas que les faltaban, y en la excelente calidad de sus ojos artificiales, y en lo muy hábilmente que les habían rehecho la cara. En una cara cuyo porcentaje de reconstrucción era alto, se veía siempre un brillo casi iridiscente, que recordaba el de un esquí bien engrasado, y nosotros respetábamos a estos clientes más que a los
savants
y los profesores, aunque bien podían estos últimos haber servido también en la guerra sin sufrir mutilación.
En aquellos días, no teníamos confianza en nadie que no hubiera estado en la guerra, pero además no teníamos plena confianza en nadie, y a menudo imperaba la opinión de que Cendrars no tenía por qué ponerse tan truculento a propósito de su desvanecido brazo. El día en que le encontré allí, me alivió que la cosa ocurriera a primera hora de la tarde, antes de que llegaran los clientes fijos de la Closerie.
Otra tarde, estaba yo sentado a una de las mesas de fuera, mirando cómo iba cambiando el color de la luz que daba en los árboles y los edificios, y cómo pasaban los grandes y lentos caballos que a menudo se veían por los boulevards exteriores. La puerta del café se abrió a mi espalda, y un hombre salió y se plantó a mi derecha, junto a mi mesa.
—De modo que aquí está usted —dijo.
Era Ford Madox Ford, según se hacía llamar entonces, porque desde la guerra había repudiado su apellido alemán de Hueffer. Jadeaba a través de su hirsuto mostacho manchado, y se erguía con rigidez, como si fuera un embudo ambulante, puesto con la punta hacia abajo y bien trajeado.
—¿Permite que me siente? —preguntó sentándose.
Miró al boulevard con sus ojos de un azul desvaído. Las cejas y las pestañas eran incoloras.
—Desperdicié buenos años de mi vida por lograr que la matanza de estas bestias se hiciera en forma humana —declaró.
—Ya me lo ha dicho —repuse.
—No creo habérselo dicho.
—Estoy seguro.
—Muy raro. Nunca se lo he dicho a nadie en mi vida.
—¿Quiere usted beber algo?
El camarero esperaba ante nosotros, y Ford pidió un Chambéry-cassis. El camarero, que era alto y delgado y se peinaba con brillantina para cubrir su coronilla calva, y ostentaba un gran mostacho en el viejo estilo del cuerpo de dragones, repitió el pedido.
—No. En vez de eso, tráigame una
fine à l’eau
—dijo Ford.
—Una
fine à l’eau
para el señor —transmitió el camarero al mozo del mostrador.
Yo evitaba siempre mirar a Ford en la medida de lo posible, y siempre retenía mi aliento cuando me encontraba cerca de él en una estancia cerrada, pero aquella tarde estábamos al aire libre, y además las hojas caídas volaban sobre la acera, llegando por mi lado de la mesa y alejándose por el suyo, de modo que le miré francamente. Me arrepentí, y miré a la acera de enfrente. La luz estaba cambiando otra vez, y me había perdido el instante del cambio. Bebí un sorbo de mi copa para comprobar si la proximidad de Ford le había dado mal sabor, pero todavía estaba pura.
—Está usted deprimido —dijo él.
—No.
—Sí lo está. Le conviene salir más de casa. Vine a invitarle a las reunioncillas que tenemos en ese divertido Bal Musette que hay cerca de la place Contrescarpe, en la rué du Cardinal-Lemoine.
—Viví dos años encima del baile ése, antes de que usted volviera a París.
—Qué cosa más rara. ¿Está seguro?
—Sí —afirmé—. Estoy seguro. El propietario de la sala del baile tenía también un taxi, y cuando yo tenía que tomar un avión él me llevaba siempre al aeródromo, y cada vez, antes de salir, entrábamos en la sala que estaba a oscuras, y bebíamos una copa de vino blanco en el mostrador de cinc.
—Nunca me ha interesado la aviación —dijo Ford—. Usted y su esposa, arréglense para ir al Bal Musette el sábado por la noche. Es un lugar muy alegre. Le dibujaré un plano para que pueda encontrarlo. Yo lo descubrí por pura casualidad.
—Está en la planta baja del número 74 de la rué Cardinal-Lemoine —dije—. Yo vivía en el tercer piso.
—Es una casa sin número —dijo Ford—. Pero la encontrará sin dificultad, si consigue llegar hasta la place Contrescarpe.
Bebí otro largo sorbo. El camarero había traído ia bebida de Ford, pero Ford le rectificaba.
—No, no pedí un coñac con soda —dijo, paciente, pero severo—. Pedí un vermouth Chambéry con cassis.
—No importa, Jean —dije—. Yo me quedaré con la fine. Tráigale al señor lo que pide ahora.
—Lo que pedí antes —corrigió Ford.
En aquel momento, un hombre más bien demacrado que se cubría con una capa pasó por la acera. Iba en compañía de una mujer alta, y echó una ojeada a nuestra mesa y a las mesas vecinas, y luego siguió su camino por el boulevard.
—¿Vio usted cómo le negué el saludo? —dijo Ford—. ¿Eh? ¿Vio cómo se lo negué?
—No. ¿A quién se lo negó?
—A Belloc —dijo Ford—. ¡Ya lo creo que se lo negué! ¡ Y de qué modo !
—No me fijé —dije—. ¿Y por qué le negó el saludo?
—Por toda suerte de buenas razones —dijo Ford—. ¡Y de qué modo se lo negué!
Era feliz, perfecta y completamente feliz. Yo no conocía a Belloc, pero tuve la impresión de alguien que anda absorto en algún pensamiento, y la ojeada que dio a nuestra mesa fue casi automática. Pero me apenó que Ford hubiera estado grosero con él, ya que, siendo yo entonces un joven que iniciaba su educación, sentía muy alto respeto por los escritores de más edad. Esto parece incomprensible ahora, pero en aquellos días se daba mucho.