—Pero Tatie, tienes que ir a pagar esta misma tarde —dijo ella.
—Claro que voy a ir —dije—. Iremos juntos. Y luego pasearemos por el río siguiendo los muelles.
—Iremos por la rué de Seine y entraremos en todas las exposiciones y miraremos los escaparates.
—Estupendo. Podemos ir a cualquier parte y nos metemos en un café nuevo donde nadie nos conozca y tomaremos una copa.
—Podemos tomar dos copas.
—Entonces también podemos cenar en alguna parte.
—Eso no. No olvides que hay que pagar en la librería.
—Bueno, volveremos y cenaremos aquí y tendremos una buena cena y para beber compraremos vino de Beaune de ese de la cooperativa de enfrente que marca el precio en el escaparate. Y luego leeremos un rato y nos iremos a la cama y haremos el amor.
—Y vo te querré siempre a ti y tú siempre a mí.
—Siempre. Y a nadie más.
—Seremos felices toda la tarde y toda la noche. Y ahora vamos a almorzar.
—Estoy muerto de hambre —dije—. He estado trabajando en el café y no he tomado más que un cortado.
—¿Qué tal el trabajo?
—Me parece que bien. Veremos. ¿Qué hay para comer?
—Unos rábanos, y un buen
foie de veau
con puré de patatas y escarola. Y tarta de manzana.
—Y tendremos para leer todos los libros del mundo y cuando nos marchemos de viaje nos los podremos llevar.
—¿Hay derecho a hacer eso?
—Claro que sí.
—¿Tiene también a Henry James?
—Claro que sí.
—Hombre —dijo ella—. Qué suerte encontrar eso.
—Siempre estamos de suerte —dije, y como un necio no toqué madera. Y en un piso que tenía madera por todas partes.
Se podían seguir varios caminos para bajar hasta el río desde lo alto de la rué Cardinal-Lemoine. El más corto consistía en seguir calle abajo, pero era una pendiente empinada, y después de dar en el llano y atravesar el tráfico denso al comienzo del boulevard Saint-Germain uno desembarcaba en un barrio aburrido, asomando al río por un muelle sórdido y ventoso que tenía a la derecha la Halle aux Vins. La tal Halle no era un mercado como cualquier otro de París sino una especie de almacén de puerto franco donde se guardaba vino mediante el pago de cierto impuesto, y de fuera era tan deprimente como un cuartel o un campo de concentración.
Atravesando un brazo del Sena se llegaba a la Île Saint-Louis, con sus calles estrechas y sus viejas casas altas y hermosas, pero en vez de cruzar el río uno podía doblar a la izquierda y caminar a lo largo de los muelles, viendo al otro lado toda la longitud de la Île Saint-Louis y luego la Cité con Notre-Dame.
En los puestos de libros que hay en el pretil de los muelles uno encontraba a veces libros americanos recién publicados, y los vendían muy baratos. Entonces el restaurante de la Tour d’Argent tenía encima unas cuantas habitaciones y las alquilaban ofreciendo un descuento en el restaurante, y si los inquilinos al marcharse dejaban algún libro en la habitación, el
valet de chambre
los vendía a un puesto cercano y la dueña del puesto los daba por muy poco dinero. No tenía ninguna confianza en los libros escritos en inglés, apenas pagaba nada por ellos, y los revendía por un beneficio mínimo, pero rápido.
—¿Son buenos? —me preguntó una vez cuando nos habíamos hecho amigos.
—A veces se encuentra uno bueno.
—¿Y cómo hay modo de distinguirlo?
—Yo los distingo leyéndolos.
—Bueno, pero es un juego de azar. ¿Y cuánta gente hay que sepa inglés?
—Guárdemelos y yo les daré una ojeada.
—No. No puedo guardarlos. Usted no pasa con regularidad. Está demasiado tiempo sin venir. Tengo que venderlos en cuanto puedo. Nadie me garantiza que tengan algún valor. Si resulta que no valen nada, me quedo sin venderlos.
—¿Y cómo distingue usted si un libro francés vale algo?
—Primero, depende de si tiene ilustraciones. Luego, según que las ilustraciones sean buenas o malas. Luego está la encuadernación. Si un libro es bueno, el que lo compra se lo hace encuadernar bien. Los libros ingleses vienen todos encuadernados, pero mal. No hay modo de formarse un juicio.
Pasado aquel puesto cerca de La Tour d’Argent, para encontrar otro que vendiera libros americanos e ingleses había que llegar al Quai des Grands-Augustins. Allí se encontraban varios, hasta más allá del Quai Voltaire, que tenían libros comprados al personal de los hoteles de la Rive Gauche, sobre todo al hotel Voltaire que tenía una clientela más rica que los otros. Un día, a otra dueña de puesto que también era amiga mía le pregunté si alguna vez los mismos propietarios iban a vender sus libros.
—Nunca —me dijo—. Los tiran. Por eso sabemos que no tienen valor.
—Es que muchas veces se los regaló algún amigo para leer en el barco.
—No lo dudo —dijo—. Y muchos deben olvidarlos en el barco.
—Sí —dije—. Y la compañía los recoge y los hace encuadernar y forman las bibliotecas de los barcos.
—Bueno, algo es algo —dijo—. Por lo menos así están bien encuadernados. Un libro bien encuadernado sí que tiene valor.
Yo paseaba por los muelles al terminar mi trabajo o cuando intentaba reflexionar y organizarme las ideas. Me resultaba más fácil reflexionar mientras andaba y hacía algo o mientras miraba a la gente hacer algún trabajo que supieran hacer bien. En el extremo de la isla de la Cité, debajo del Pont-Neuf, donde está la estatua de Henri-Quatre y la isla termina en punta afilada como una proa de barco, había un jardincillo al borde del agua con unos hermosos castaños, robustos y de copa ancha, y con las corrientes y remolinos que el Sena forma al fluir se encuentran excelentes puntos de pesca. Uno baja al jardín por una escalera, y puede observar a los pescadores que están allí mismo o debajo del gran puente. Los puntos buenos para la pesca cambian según el nivel del río, y me acuerdo de que los pescadores usaban cañas muy largas con varias secciones enchufadas, pero pescaban con hilo muy fino y anzuelo ligero, con flotadores de plumas, y exploraban con mucha pericia la parte de agua que les correspondía. Siempre pescaban algo, y a veces hacían muy buena pesca de gobios, un pescado que es una delicia en fritura, y yo era capaz de comerme sartenes enteras. Eran pescados gordos y de pulpa suave, de sabor incluso mejor que la sardina fresca, y nos los comíamos con espinas y todo.
Uno de los mejores lugares para comerlos era un restaurante al aire libre, río arriba, en Bas-Meudon, adonde íbamos cuando teníamos dinero para hacer una excursión lejos de nuestro barrio. Se llamaba Le Pêche Miraculeuse y tenían un espléndido vino blanco por el estilo del
muscadet
. Era un lugar salido de un cuento de Maupassant, con un panorama de río de cuadro de Sisley. Pero no había necesidad de llegar tan lejos para comer el
goujon
. Se comían muy buenas frituras en la Île Saint-Louis.
Yo conocía a varios pescadores de los que se ponían en los puntos buenos del Sena entre la Île Saint-Louis y la place du Vert-Galant, y a veces cuando hacia un día hermoso me compraba un litro de vino y un pan y salchichón y me sentaba al sol a leer algún libro recién comprado también, y a mirar cómo pescaban.
Los viajeros que escriben libros sobre París hablan de los pescadores del Sena como si fueran unos chalados que nunca sacan nada, pero la verdad es que se trata de una pesca seria y fructífera. La mayoría de los pescadores eran jubilados con pequeñas pensiones que entonces todavía no sabían si iban a parar en nada con la inflación, o fanáticos de la pesca que aprovechaban la primera jornada o media jornada libre. Había mejor pesca en Charenton, donde el Marne desemboca en el Sena, o río arriba o abajo de París, pero también se encontraba muy buena pesca en París mismo. Yo no pescaba porque no tenía aparejo y prefería ahorrar para irme de pesca a España. Además, entonces no sabía nunca cuándo iba a tener un día libre o cuándo tendría que salir de viaje por cuenta del periódico, y no quería enredarme en una pesca que a veces se daba bien y a veces se daba mal. Pero la observaba con atención y era interesante y provechoso conocer la técnica, y siempre me alegraba que hubiera pescadores en la ciudad, dedicados a una pesca sensata y metódica, que llevaban buenas frituras a sus casas.
Con los pescadores y toda la vida del río mismo, las hermosas gabarras con su vida a bordo, los trenes de gabarras de los que tiraba un remolcador con chimeneas que se plegaban para pasar bajo los puentes, los grandes olmos en los muelles de piedra y los plátanos y en algunos puntos los álamos, y nunca me sentía solo paseando por el río. Con tanto árbol en la ciudad, uno veía acercarse la primavera de un día a otro, hasta que después de una noche de viento cálido venía una mañana en que ya la teníamos allí. A veces, las espesas lluvias frías la echaban otra vez y parecía que nunca iba a volver, y que uno perdía una estación de la vida. Eran los únicos períodos de verdadera tristeza en París, porque eran contra naturaleza. Ya se sabía que el otoño tenía que ser triste. Cada año se le iba a uno parte de sí mismo con las hojas que caían de los árboles, a medida que las ramas se quedaban desnudas frente al viento y a la luz fría del invierno. Pero siempre pensaba uno que la primavera volvería, igual que sabía uno que fluiría otra vez el río aunque se helara. En cambio, cuando las lluvias frías persistían y mataban la primavera, era como si una persona joven muriera sin razón.
En aquellos días, de todos modos, al fin volvía siempre la primavera, pero era aterrador que por poco nos fallaba.
Cuando llegaba la primavera, incluso si era una primavera falsa, la única cuestión era encontrar el lugar donde uno pudiera ser feliz. Si estábamos solos, ningún día podía estropeársenos, y bastaba esquivar toda cita para que cada día se abriera sin límite. Sólo la gente ponía límites a la felicidad, salvo las poquísimas personas que eran tan buenas como la misma primavera.
En las mañanas de primavera, yo me ponía a trabajar temprano, mientras mi mujer dormía todavía. Las ventanas estaban abiertas de par en par, y el empedrado de la calle iba secándose tras la lluvia. El sol arrancaba la humedad a las fachadas de enfrente. Las tiendas estaban todavía encerradas en sus postigos. El cabrero subía por la calle al son de su flauta, y la mujer que vivía en el piso encima del nuestro bajaba a la calle con un gran jarro. El cabrero escogía una de sus cabras negras, de ubres pesadas, y la ordeñaba en el jarro, mientras el perro arrimaba las demás cabras a la acera. Las cabras miraban a su alrededor, torciendo el cuello como turistas en un panorama nuevo. El cabrero cobraba y daba las gracias a la mujer, y subía calle arriba tocando la flauta, y el perro guiaba a las cabras que meneaban los cuernos a cabezadas. Yo volvía a concentrarme en mi trabajo, mientras la mujer subía las escaleras con su jarro de leche de cabra. Iba calzada con las zapatillas de suela de fieltro, como cuando hacía la limpieza del piso, y no se oían sus pasos, pero sí su jadeo cuando se paraba en el rellano junto a nuestra puerta, y luego la puerta de su piso al cerrarse. En todo el edificio, era la única vecina que compraba la leche de cabra.
Una mañana bajé a comprar un periódico de hípica. Incluso en el barrio más pobre se podía comprar el periódico especializado en las carreras de caballos, pero en días hermosos como aquél había que comprarlo temprano, antes de que se agotara. Lo encontré en la rué Descartes, en la esquina de la place Contrescarpe. El rebaño de cabras bajaba por la rué Descartes, y yo respiraba hondo mientras volvía de prisa a casa y a mi trabajo, resistiendo la tentación de la aurora y de seguir a las cabras calle abajo. Pero antes de ponerme a trabajar di una ojeada al periódico. Había carreras en Enghien, el pequeño y bonito y deshonesto hipódromo que frecuentábamos los no profesionales.
Aquel día, pues, cuando concluí mi trabajo, nos fuimos a las carreras. Teníamos algún dinero, recién recibido del periódico de Toronto que me empleaba, y queríamos apostar si se presentaba la ocasión de una apuesta arriesgada, por un caballo no favorito. Una vez en Auteuil, mi mujer había escogido un caballo que se llamaba
Chèvre d’Or
y que podía dar ciento veinte por uno, y el caballo llegó a tomar veinte largos de ventaja hasta que se cayó en el último salto, dando en el suelo con nuestros ahorros de los que hubiéramos vivido seis meses. Desde entonces, nuestro empeño era olvidar aquel salto. Fue una temporada en que Íbamos ganando en las apuestas, hasta que se nos cayó
Chèvre d’Or
.
—¿Tenemos bastante dinero para una apuesta seria, Tatíe? —me preguntó mi mujer.
—No. No hagamos cá!culos. Vamos a las carreras y gastemos el dinero que tengo en el bolsillo, y luego olvidémoslo. ¿Te gustaría más gastarlo de otro modo?
—Hombre —dijo ella.
—Bueno, claro. Ya me doy cuenta de que andamos apurados y de que a veces soy quisquilloso y mezquino con el dinero.
—No —dijo ella—. Pero...
Desde luego, yo no había hecho nada por darle un poco de comodidad, y tenía que reconocer que los apuros no eran cosa de broma. A la persona que trabaja y que encuentra satisfacción en su trabajo, la pobreza no le preocupa. Los que sufren son los otros. Para mí, las bañeras y las duchas y los retretes eran cosas sin valor porque cualquier necio las tiene y además nosotros las teníamos también cuando salíamos de viaje, lo cual ocurría a menudo. Para el uso ordinario, siempre había los baños públicos al cabo de la calle, junto al río. Mi mujer no se quejaba nunca por cosas así, como tampoco lloriqueaba porque
Chèvre d’Or
se cayera. Sí lloró, me acuerdo, pero por el caballo y no por el dinero. Yo me comporté como un estúpido cuando ella deseaba una chaqueta de piel de cordero gris, que luego me gustó mucho cuando al fin pudo comprársela. Y en muchas otras ocasiones fui un estúpido. Lo malo de la lucha contra la pobreza es que el único modo de ganarla es no gastar. Y los que menos pueden olvidar esto son los que piensan ahorrar en trajes para comprar cuadros. Claro que nosotros no nos veíamos clasificados en la categoría de los pobres. No queríamos aceptar la clasificación. Nos creíamos superiores, y en la clase de los ricos contábamos sólo a ciertas personas que despreciábamos y mirábamos con justa desconfianza. Para mí era la cosa más natural llevar
chandail
de boxeador para calentarme. Las cuestiones de elegancia eran memeces de ricos. Nosotros comíamos bien y barato, y bebíamos bien y barato, y juntos dormíamos bien y con calor, y nos queríamos.