París era una fiesta (15 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

BOOK: París era una fiesta
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Comimos por muy poco dinero en un restaurante argelino, y me gustaron la comida y el vino de Argelia. El tragafuegos era un buen hombre y era interesante verle comer, ya que era capaz de mascar con las encías tan bien como la mayoría de la gente hace con los dientes. Me preguntó cómo me ganaba yo la vida y dije que estaba empezando a trabajar como escritor. Me preguntó qué escribía, y le dije que cuentos. Dijo que él sabía muchos cuentos, algunos más horribles e increíbles que todo lo que se había escrito en el mundo. Podría contármelos y yo los pondría por escrito, y si ganaba algún dinero le daría a él la parte que me pareciera equitativa. O mejor aún, podíamos irnos juntos a África del Norte y él me guiaría al país del Sultán Azul, donde yo obtendría cuentos como nadie había oído nunca.

Le pregunté qué clase de cuentos eran, y me dijo que trataban de batallas, ejecuciones, torturas, violaciones, horribles costumbres, increíbles prácticas, orgías: todo lo que yo pudiera necesitar. Era ya hora de que yo volviera al hotel y probara otra vez de encontrar a Scott, de modo que pagué la cuenta y dije al argelino que seguramente volveríamos a encontrarnos algún día. Él dijo que pensaba irse acercando a Marsella trabajando por el camino, y yo le dije que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos y que había tenido mucho gusto en cenar con él. Le dejé ocupado en enderezar monedas torcidas y apilarlas en la mesa, y me volví al hotel.

De noche, Lyon no era precisamente una ciudad alegre. Era una ciudad grande, pesada, de dinero sólido, y probablemente estaba muy bien para quien tuviera dinero y le gustara aquel tipo de ciudades. Durante años oí hablar de los maravillosos pollos que se comen en los restautantes de Lyon, pero aquella noche cenamos cordero. Estaba muy bueno.

En el hotel no se había recibido comunicación de Scott, y me fui a la cama en aquel lujo desusado y me puse a leer el primer tomo de los
Apuntes de un cazador
de Turgéniev, un ejemplar prestado por la librería de Sylvia Beach. Hacía tres años que no me encontraba entre el lujo de un gran hotel, y abrí de par en par las ventanas y apilé las almohadas para apoyar cabeza y hombros, y fui feliz con Turgéniev en Rusia hasta que me dormí leyendo. A la mañana siguiente me estaba afeitando para bajar a desayunar, cuando llamaron de la conserjería diciendo que un caballero preguntaba por mí.

—Díganle que suba, por favor —dije.

Seguí afeitándome y escuchando los ruidos de la ciudad, que se había despertado pesadamente al amanecer.

Scott no subió, y finalmente nos reunimos en el vestíbulo.

—Siento muchísimo que se haya producido este enredo —dijo—. Si me hubieras dicho en qué hotel pensabas alojarte, nada hubiera ocurrido.

—No tiene importancia —contesté, ya que teníamos mucho camino por recorrer y más valía hacerlo en paz—. ¿En qué tren viniste?

—Uno que salió poco después del tuyo. Era un tren muy cómodo, y no se por qué no vinimos juntos.

—¿Has desayunado?

—Todavía no. No he hecho más que dar vueltas por la ciudad buscándote.

—Qué pena —contesté—. ¿No te dijeron de tu casa que yo estaba aquí?

—No. Zelda no se encontraba bien, y probablemente no hubiera debido dejarla sola. Por ahora, este viaje es un desastre.

—Vamos a desayunar y a buscar el coche y pongámonos en marcha —dije.

—Estupendo. ¿Desayunamos aqui?

—Será más rápido ir a un café.

—Pero aquí tenemos la seguridad de desayunar bien.

—Vale.

Tuvimos un gran desayuno al modo americano, con jamón y huevos, y fue muy bueno. Pero entre pedirlo, esperar a que lo trajeran, comerlo y esperar la cuenta, se pasó cerca de una hora. Y en el momento en que el camarero llegaba con la cuenta, Scott tuvo la idea de encargar que nos prepararan un almuerzo como para picnic. Intenté convencerle de que lo dejara, diciéndole que podríamos comprar una botella de Mâcon en Mâcon , y en cualquier charcutería unos embutidos para hacer sándwiches. O si encontrábamos las tiendas cerradas al pasar por un pueblo, siempre podríamos pararnos en cualquier restaurante. Pero Scott dijo que yo le había dicho que los pollos de Lyon eran de primera, y que teníamos que llevarnos un pollo. De modo que en el hotel nos prepararon un almuerzo, y no se requirió más tiempo que cuatro o cinco veces el tiempo que nos hubiera llevado comprarlo en una tienda.

Era evidente que Scott había bebido algunas copas antes de reunirse conmigo, y como parecía que todavía necesitaba otra, le pregunté si no quería que fuéramos al bar a beberla antes de marchar. Me contestó que él nunca bebía por las mañanas, y me preguntó si yo tenía costumbre de hacerlo. Dije que dependía por completo de mi humor y de lo que tenía que hacer, y él dijo que si yo sentía necesidad de una copa, él me acompañaría para que no tuviera que beber solo. De modo que nos bebimos un whisky con Perrier en el bar mientras esperábamos el almuerzo, y los dos nos sentimos mucho más a gusto.

Pagué la cuenta de la habitación y del bar, aunque Scott quería pagarlo todo. Desde el principio de aquel viaje se me formó un complejo de emociones sobre la cuestión del dinero, y vi que en definitiva me sentía tanto más tranquilo cuanto mayor era la parte que yo pagaba. Estaba gastando el dinero que habíamos ahorrado para España, pero sabía que tenía crédito con Sylvia Beach y que podía pedirle prestado lo que entonces malgastaba, y devolvérselo más adelante.

Al llegar al garaje donde guardaban el coche de Scott, me llevé la sorpresa de que el pequeño Renault era descapotable y no tenía capota. Me parece que la capota se estropeó cuando desembarcaron el cochecito en Marsella, o en todo caso se estropeó en Marsella por una razón u otra, y Zelda mandó que la quitaran y no quiso que pusieran otra nueva. Scott me reveló que su mujer detestaba las capotas de coche, y que habían viajado descapotados hasta Lyon, donde la lluvia les detuvo. Por lo demás, el coche se encontraba en buen estado, y Scott pagó la cuenta después de regatear las partidas de lavado, de engrase y de dos litros de aceite. El mecánico del garaje me explicó que el coche necesitaba le cambiaran los aros de los pistones, y que era evidente que lo habían hecho circular sin aceite y sin agua. Me enseñó los puntos donde la pintura se había quemado al recalentarse el motor. Dijo que si yo lograba convencer a
Monsieur
de que encargara en París los aros, el coche, que después de todo era un buen cochecito, no marcharía mal.


Monsieur
no me permitió poner una capota —dijo.

—¿No?

—Uno está obligado a tratar bien a un vehículo.

—Claro que sí.

—¿Los señores no llevan impermeables?

—No —contesté—. Yo no sabía eso de la capota.

—Procure que
Monsieur
se ponga serio —me pidió—. Al menos en lo que afecta al coche.

—Ah —dije.

La lluvia nos detuvo a cosa de una hora al norte de Lyon.

A lo largo del día, tuvimos que parar algo asi como diez veces por la lluvia. Eran chaparrones fugaces, y unos duraban más y otros menos. Teniendo impermeables, no hubiera sido desagradable conducir bajo aquella lluvia de primavera. Pero como no los teníamos, nos guarecíamos debajo de los árboles o nos parábamos en los cafés que bordeaban la carretera. Almorzamos estupendamente con lo que llevábamos del hotel de Lyon, o sea con un excelente pollo trufado y un pan delicioso y un vino blanco de Mâcon, y Scott se ponía muy contento bebiendo el maconés blanco a cada parada que hacíamos. En Mâcon compré otras cuatro botellas de excelente vino, y las iba descorchando a medida que nos hacían falta.

Mi sospecha es que Scott no había nunca bebido vino directamente de la botella, y la cosa le excitaba como una expedición a los barrios bajos, o como se excita una muchacha cuando por primera vez se arroja al mar sin traje de baño. Pero, a primera hora de la tarde, a Scott empezó a entrarle preocupación por su salud. Me contó los casos de dos personas que poco antes habían muerto de congestión pulmonar. Las dos murieron en Italia, y los dos casos le habían impresionado hondamente.

Le dije que lo de congestión pulmonar no era más que un término anticuado para decir pulmonía, y él me aseguró que yo estaba equivocado y disparataba. La congestión pulmonar era una enfermedad específicamente europea, y yo no tenía por qué enterarme de su existencia aun leyendo los libros de medicina de mi padre, ya que en ellos se estudiaban solo las enfermedades específicamente americanas.

Dije que mi padre estudió también en Europa. Pero Scolt explicó que en Europa la congestión pulmonar era un fenómeno de aparición reciente, y que era imposible que mi padre lo hubiera alcanzado. Explicó también que las enfermedades difieren mucho de unas regiones de América a otras, y que si mi padre ejerciera la medicina en Nueva York y no en el Middle West, muy otra sería la gama de enfermedades con la que estaría familiarizado. Dijo «la gama», me acuerdo muy bien.

Dije que no era desacertada la observación de que ciertas enfermedades abundan en determinadas zonas de los Estados Unidos y en cambio se ignoran en otras, y cité como ejemplo la alta cifra de la lepra en Nueva Orleans, en contraste con su baja incidencia, en aquel momento, en Chicago. Pero añadí que los médicos tienen un sistema de intercambio de conocimientos y de información, y que por cierto a propósito de aquella conversación me acordaba de haber leído en el
Journal of the American Medical Association
un exhaustivo estudio sobre la congestión pulmonar en Europa, que refería su historia remontándose hasta el propio Hipócrates. Esto le dio ánimos por algún tiempo, y además le animé a que bebiera otro trago del Mâcon, ya que un buen vino blanco, de cuerpo pero de moderada fuerza alcohólica, podía decirse estaba indicado específicamente para combatir la enfermedad.

Scott se alegró un poco después de aquello, pero pronto empezó a decaer de nuevo, y me preguntó si había modo de llegar a una gran ciudad antes de que se le declararan la fiebre y el delirio con que, según yo le dije, se anuncia la verdadera congestión pulmonar en su forma europea. Al decir esto, le aseguré que mis palabras eran traducción de un artículo sobre la susodicha enfermedad, que leí en una revista médica francesa una vez que me encontraba en el Hospital Americano de Neuilly, esperando a que me cauterizaran la garganta. Un término como el de «cauterizar» actuaba sobre Scott como un calmante. Pero de todos modos quería saber cuándo llegaríamos a la ciudad. Dije que apretando un poco tardaríamos de veinticinco minutos a una hora.

Scott preguntó entonces si yo le tenía miedo a la muerte, y dije que a ratos sí y a ratos menos.

Entonces se puso a llover de veras, y en la primera aldea nos refugiamos en un café. No recuerdo todos los detalles de aquella tarde, pero sé que cuando al fin recalamos en un hotel, en una ciudad que debía ser Chalon-sur-Saône, era ya tarde y las farmacias estaban cerradas. Scott se desnudó y se acostó en cuanto llegamos al hotel. Dijo que no le importaba morir de congestión pulmonar. Lo único que le angustiaba era saber quién iba a cuidar de Zelda y de la pequeña Scotty. Yo realmente no veía modo de asumir la misión, ya que bastante apuro me daba cuidar de mi mujer Hadley y del joven Bumby, pero dije que haría cuanto estuviera en mi mano y Scott me dio las gracias. Me pidió que velara por que Zelda no bebiera y por que Scotty tuviera una institutriz inglesa.

Mandamos nuestras ropas a secar y nos quedamos en pijama. Fuera seguía lloviendo, pero el ambiente del cuarto, con todas las luces encendidas, era alegre. Scott yacía en la cama para conservar sus fuerzas y entablar combate con la enfermedad. Tomé su pulso, que era de setenta y dos, y le puse la mano en la frente, que estaba fría. Le ausculté el pecho y le hice respirar hondo, y el pecho daba un buen sonido.

—Mira, Scott —le dije—, tú estás perfectamente bien. Si quieres hacer lo más sensato para no pillar un resfriado, te quedas en la cama y pido una limonada y un whisky para cada uno, y tú te tomas una aspirina con lo tuyo, y ni siquiera tendrás un resfriado de nariz.

—Remedios de vieja comadre —dijo Scott.

—No tienes temperatura. ¿Cómo diablos vas a tener una congestión pulmonar si ni siquiera tienes temperatura?

—No me chilles —dijo Scott—. ¿Cómo sabes que no tengo temperatura?

—Tienes el pulso normal y la frente fría.

—Oh, a ojo de buen cubero —dijo Scott con amargura—. Si de verdad eres un amigo, consigúeme un termómetro.

—Estoy en pijama.

—Manda a buscarlo.

Llamé al timbre. El camarero no acudió, y volví a llamar y salí al pasillo en busca de alguien. Scott yacía con los ojos cerrados, respirando despacio y con cuidado, y con su color de cera y sus facciones perfectas parecía el cadáver de un joven cruzado. Ya me estaba hartando de la vida literaria, si aquello era la vida literaria, y echaba de menos mi trabajo y sentía la soledad de muerte que llega al cabo de cada día de la vida que uno ha desperdiciado. Estaba muy harto de Scotl y de aquella necia comedia, pero busqué al camarero y le di dinero para que comprara un termómetro y un tubo de aspirina, y pedí dos
citrons pressés
y dos whiskies dobles. Intenté encargar una botella de whisky, pero sólo servían copas.

De vuelta al cuarto, vi que Scott seguía yaciendo como en su propia tumba, esculpido como monumento de sí mismo, con los ojos cerrados y respirando con ejemplar dignidad.

Al oírme entrar habló:

—¿Conseguiste el termómetro?

Me acerqué y le puse la mano en la frente. No estaba fría como la tumba, pero estaba fresca y sin sudor.

—No —dije.

—Pensé que lo traerías.

—Mandé a buscarlo.

—No es lo mismo.

—Claro que no lo es. ¿Cómo va a ser lo mismo?

No había modo de irritarse con Scott, como no hay modo de irritarse con un loco, pero me entraba una cólera conmigo mismo, por haberme dejado enredar en aquella memez. Sin embargo, había algo serio detrás de la farsa de Scott, y yo lo sabía muy bien. En aquellos días, casi todos los borrachos morían de pulmonía, enfermedad que ahora está casi eliminada. Pero uno no concebía que Scott fuera un verdadero borracho, ya que le hacían efecto cantidades tan pequeñas de alcohol.

En Europa tomábamos el vino como cosa tan sana y normal como la comida, y además como un gran dispensador de alegría y bienestar y felicidad. Beber vino no era un esnobismo ni signo de distinción ni un culto; era tan natural como comer, e igualmente necesario para mí, y nunca se me hubiera ocurrido pasar una comida sin beber o vino o sidra o cerveza. Me gustaban todos los vinos salvo los dulces o dulzones y los demasiados pesados, y nunca imaginé que si Scott compartía conmigo unas pocas botellas de un vino blanco de Mâcon, seco y más bien ligero, en él se iban a producir cambios químicos que le converlirían en un majadero. Claro que bebimos el whisky con Perrier por la mañana, pero, dentro de la ignorancia que yo tenía entonces sobre cuestiones de alcoholismo, no podía concebir que un whisky hiciera daño a una persona que iba en un coche descapotado bajo la lluvia. El alcohol tenía que oxidarse en muy poco tiempo.

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