—¿Pero nunca te divertiste ni aprendiste nada útil, Tatie?—preguntó mi mujer.
—Pude aprender mucho sobre Michael Arlen, si hubiera escuchado, y he aprendido cosas que todavía no tengo puestas en perspectiva.
—¿Es Scott feliz alguna vez?
—Acaso.
—Pobre hombre.
—Aprendí una cosa.
—¿Cuál?
—Nunca salgas de viaje con una persona que no amas.
—Estupendo.
—Sí. Y nos marchamos a España.
—Sí. Y faltan menos de seis semanas. Y este año no permitiremos que nadie nos estropee el viaje, ¿verdad?
—No. Y después de Pamplona nos iremos a Madrid y Valencia.
Ella ronroneó como un gato.
—Pobre Scott —dije.
—Pobre todo el mundo —dijo Hadley—. Ricos los gatos que no tienen dinero.
—Tenemos mucha suerte.
—Hay que ser bueno y conservarla.
Para tocar madera golpeamos los dos en la mesa, y el camarero vino a preguntar qué queríamos. Pero lo que queríamos no podía dárnoslo ni él ni nadie, ni aparecía golpeando en mesas de madera o en veladores de mármol, que es lo que aquello era en realidad. Pero no lo sabíamos entonces, y nos sentíamos muy felices.
Uno o dos días más tarde trajo Scott su libro. Tenía una sobrecubierta chillona, y recuerdo que me avergonzaron la vulgaridad, el mal gusto y el bajo reclamo de aquella presentación. Parecía la sobrecubierta para un mal libro de
science-fiction
. Scott me dijo que no me fijara en la sobrecubierta, que el motivo del dibujo era un anuncio que había junto a una carretera en Long Island y que tenía importancia en el relato. Dijo que al principio le gustó aquella sobrecubierta, pero que luego dejó de gustarle. Yo la retiré para leer el libro.
Cuando terminé de leerlo, comprendí que hiciera Scott lo que hiciera, por muy mal que se portara, yo tenía que considerar que era como una enfermedad, y ayudarle en todo lo que pudiera y procurar ser buen amigo suyo. Scott tenía muchísimos buenísimos amigos, más que nadie que yo conociera. Pero me alisté como uno más, tanto si podía serle útil como si no. Si era capaz de escribir un libro tan bueno como
The Great Gatsby
, no cabía duda de que sería capaz de escribir otro todavía mejor. Entonces yo no conocía todavía a Zelda, y por consiguiente no tenía idea de las terribles desventajas con que luchaba Scott. Pero pronto íbamos a descubrirlas.
Scott Fitgerald nos invitó a almorzar, con su esposa Zelda y con su niña, en su piso de la rué de Tilsitt. No recuerdo gran cosa del piso, excepto que estaba mal iluminado y mal aireado, y que en él no había nada que pareciera pertenecer a los Fitzgerald, excepto la colección de los primeros libros de Scott encuadernados en piel azul celeste, con los títulos en oro. También nos mostró Scott un enorme libro de contabilidad, con la lista de todos los cuentos que había publicado, año tras año, y la indicación de lo que le habían pagado por cada cuento, más los derechos de adaptación cinematográfica, y las cifras de venta y los derechos cobrados por todos sus libros. Todo estaba anotado con tanto cuidado como el cuaderno de bitácora de un navio, y Scott nos lo enseñó con una especie de orgullo impersonal, como si fuera un conservador de museo. Scott estaba nervioso y hospitalario, y al mostrarnos la contabilidad de sus ganancias parecía nos señalara el panorama que se abría desde su finca. No se abría ningún panorama.
Zelda tenía una resaca de espanto. Habían estado en Montmartre la noche antes, y se habían peleado porque Scott no quería emborracharse. Me dijo que se había resuelto a trabajar de verdad y a no beber, y Zelda le trataba como a un aguafiestas o a un mala sombra. Ésos fueron los términos que ella empleó ante nosotros, y hubo recriminaciones, y Zelda se ponía pelma insistiendo:
—No es verdad. No hice eso. Que no es verdad, Scott. Al cabo de un momento, parecía que se acordaba de algo divertido y se echaba a reír alegremente, sin explicación.
Aquel día no estaba Zelda todo lo guapa que debiera. Su hermoso pelo rubio oscuro quedó estropeado por un tiempo a causa de una mala permanente que le hicieron en Lyon, y miraba cansadamente y tenía las facciones crispadas y ajadas.
Estuvo ceremoniosamente amable con Hadley y conmigo, pero una gran porción de su persona parecía estar ausente y encontrarse todavía en la juerga de la que había regresado aquella madrugada. Tanto ella como Scott parecían creer que Scott y yo nos lo habíamos pasado divinamente en el viaje desde Lyon y estaba celosa. «Vosotros dos os vais y os lo pasáis muy bien juntos. Lo justo sería que yo también me divirtiera con nuestros amigos, aquí, en París», le dijo a Scott. Scott se había puesto la máscara y asumido el papel de anfitrión perfecto. Comimos un almuerzo muy malo, que el vino alegró un poco, pero no mucho. La niña era rubia, gordinflona, bien formada y rebosante de salud, y hablaba inglés con el acento plebeyo de Londres. Scott explicó que le habían puesto a la niña un ama inglesa porque él quería que cuando fuera mayor hablara como Lady Diana Manners.
Zelda tenía ojos de gavilán y labios estrechos, y modales y acento de algún Estado del Sur. Observando su cara, uno veía cómo su espíritu abandonaba la mesa y escapaba a la juerga de la víspera, y luego volvía Zelda con ojos impenetrables como los de un gato, pero los ojos se llenaban de contento al cabo de un instante, y el contento recorría la línea fina de sus labios y se desvanecía. Scott seguía encarnando el buen anfitrión jovial, y Zelda le miraba, y una sonrisa feliz asomaba a sus ojos, y también a sus labios, a medida que Scott iba dándole al vino. Algún tiempo después, llegué a conocer muy bien aquella sonrisa. Significaba que Zelda se daba cuenta de que Scott no estaba ya en condiciones de escribir.
Zelda estaba celosa del trabajo de Scott, y cuando llegamos a conocerles bien nos dimos cuenta de que la situación se ajustaba a un esquema regularmente repetido. Scott tomaba la resolución de no embarcarse para las juergas de borrachera que iban a durar toda la noche, y de hacer cada día un poco de ejercicio y trabajar con regularidad. Se ponía a trabajar, y en cuanto se había calentado y el trabajo marchaba bien, allí estaba Zelda quejándose de lo mucho que se aburría, y arrastrándole a otra borrachera. Se peleaban y luego hacían las paces, y él sudaba su alcohol en largas caminatas conmigo, y resolvía que aquella vez sí que se ponía a trabajar de veras, y, en efecto, se ponía y el trabajo se le daba bien. Y vuelta a empezar.
Scott estaba muy enamorado de Zelda, y muy celoso. Muchas veces, en nuestras caminatas, me contó aquello de cuando ella se enamoró de un piloto aviador de la marina francesa. Pero desde entonces no le había dado ningún serio motivo de celos, con ningún otro hombre. En aquella primavera, le daba motivos de celos con otras mujeres, y cuando iban a una de aquellas juergas de Montmartre él estaba muerto de miedo a perder su conocimiento o a que se perdiera el de ella. Al principio, perder el conocimiento de resultas de la bebida había sido la gran defensa de ambos. Se quedaban dormidos con sólo beber una cantidad de licor o de champaña que poco efecto le hubiera hecho a un bebedor acostumbrado, y cuando se quedaban dormidos dormían como niños. Les he visto perder el conocimiento, no como si estuvieran borrachos sino como si les hubieran anestesiado, y entonces sus amigos, o a veces un chófer de taxi, les metían en la cama, y al despertarse estaban frescos y alegres, ya que no habían tomado bastante alcohol para que pudiera enfermarles antes de dormirles.
Pero en el momento de que estoy hablando, ya habían perdido aquella defensa natural. Entonces Zelda aguantaba más bebida que Scott, pero Scott temía que ella perdiera el conocimiento entre las gentes que frecuentaban aquella primavera, y en los lugares a que iban. A Scott no le gustaban ni las gentes ni los lugares, y para soportar a gentes y lugares tenía que beber más de lo que podía aguantar sin perder el dominio de sí mismo, y luego tenía que seguir bebiendo para mantenerse despierto a partir del momento en que ordinariamente se hubiera tumbado. Total, que pocos intervalos de trabajo le quedaban.
Continuamente intentaba trabajar. Cada día probaba y fracasaba. Echaba la culpa a París, la ciudad mejor organizada para que un escritor escriba, y continuamente pensaba en encontrar algún buen lugar donde él y Zelda podrían volver a ser felices juntos. Pensaba en la Riviera, tal como era antes de que lo hubieran urbanizado todo, con las maravillosas anchuras de mar azul y las playas de arena y las anchuras de bosques de pinos y los montes del Esterel que alcanzaban el borde del mar. Recordaba la región tal como era cuando él la descubrió con Zelda, antes de que todo el mundo fuera allí de veraneo.
Scott me habló de la Riviera y me dijo que mi mujer y yo debíamos ir allí el verano siguiente, y que si íbamos él nos encontraría una casa que no fuera cara, y los dos trabajaríamos como negros todo el día, pero nos bañaríamos y tomaríamos el sol y nos pondríamos bronceados, y no íbamos a beber más que un solo aperitivo antes del almuerzo y uno solo antes de la cena. Zelda sería feliz allí, decía él. Le gustaba nadar y se zambullía como una campeona, y cuando aquel modo de vida la hacía feliz sólo deseaba que él trabajara, y todo iba a marchar como un modelo de disciplina. Él y Zelda y la niña iban a pasar el verano en la Riviera.
Yo trataba de convencerle de que escribiera sus cuentos tan bien como supiera, y de que no hiciera truquitos para acomodarlos a una fórmula, según el mismo me había explicado que hacía.
—Has escrito una buena novela —le decía yo—. Y ahora no debes escribir basura.
—La novela no se vende —contestaba—. Tengo que escribir cuentos, y tienen que ser cuentos de éxito para las revistas.
—Escribe el mejor cuento que puedas, y escríbelo tan bien como sepas.
—Ya lo haré —decía.
Pero según iban las cosas, suerte tenía si podía escribir de cualquier manera. No es que Zelda hiciera nada por atraer a las gentes que la rondaban, y no había peligro de que se liara, a lo que ella decía. Pero la divertían y Scott se ponía celoso y tenía que acompañarla a todas partes. Aquello hacía polvo su trabajo, y ella también tenía sus celos, y precisamente del trabajo de Scott más que de nada.
Por todo aquel fin de primavera y principio de verano, Scott hizo lo que pudo por trabajar, pero sólo lo logró en breves arranques. Cuando nos encontrábamos estaba siempre alegre, a veces desesperadamente alegre, y bromeaba con gracia y era un buen compañero. Cuando pasaba algún mal rato, yo escuchaba sus lamentaciones y probaba de hacerle comprender que si no se dejaba extraviar lejos de lo que él era realmente, podría escribir como él sabía, y de que sólo la muerte es irrevocable. Por entonces todavía era capaz de tomarse el pelo a sí mismo, y yo pensaba que mientras le quedara esa capacidad no corría peligro. En medio de todo aquello, escribió un cuento bueno, «The Rich Boy», y yo estaba seguro de que era capaz de escribir incluso mejor, como, en efecto, hizo años más tarde.
Nosotros pasamos el verano en España, donde empecé una novela, y terminé el borrador tras la vuelta a París, en septiembre. Scott y Zelda estuvieron en el Cap d’Antibes, y cuando en otoño volví a verle en París, él estaba muy cambiado. La Riviera no había servido para apartarle del alcohol, y entonces andaba borracho de día y no sólo de noche. Le importaba un bledo que los demás estuvieran trabajando, y se nos presentaba en el 113 de la rué Notre-Dame-des-Champs, borracho, a cualquier hora del día o de la noche. Se había acostumbrado a tratar con mucha grosería a sus inferiores o a cualquier persona que él considerara como inferior.
Un día cruzó la puerta de la serrería con su hija, porque el ama inglesa tenía fiesta y él se ocupaba de la pequeña. Al llegar al pie de la escalera, la niña dijo que quería ir al retrete. Scott empezó a desvestirla, y entonces el propietario, que vivía en la planta baja, asomó y le dijo:
—Señor, hay una
cabinet de toilette
frente a usted, a la izquierda de la escalera.
—Sí, y allí voy a meterle a usted de cabeza, si sigue chillando —le dijo Scott.
Fue difícil aguantarle durante todo aquel otoño, pero en los ratos en que no estaba borracho logró empezar una novela. Pocas veces le vi sin que estuviera borracho, pero en aquellas pocas veces estuvo siempre simpático, y bromeaba, y a veces incluso bromeaba sobre sí mismo. Pero cuando se emborrachaba iba casi siempre en mi busca y, dentro de su borrachera, estorbar mi trabajo le daba casi tanto placer como a Zelda le daba estorbar el suyo. La cosa se prolongó durante años pero, durante años también, no tuve ningún amigo tan leal como Scott cuando no estaba borracho.
En aquel otoño de 1925, le dolió que yo no le dejara leer el primer manuscrito de mi novela,
The Sun Also Rises*
.
↵
Le expliqué que la intención de la obra no se veía todavía, que tenía que revisarla y volver a escribirla, y que en tanto no lo hubiera hecho no quería comentarla con nadie, ni que nadie la viera. Me fui con mi mujer a Schruns, en el Vorarlberg de Austria, en cuanto cayó allí la primera nevada.
Allí volví a redactar la primera mitad de mi manuscrito, y si no recuerdo mal la terminé en enero. Me la llevé a Nueva York y se la entregué a Max Perkins, de la editorial Scribner’s, y volví a Schruns y acabé de revisar el libro. Cuando Scott lo leyó, el manuscrito definitivo, una vez hechas todas las correcciones y supresiones, había sido ya remitido a Scribner’s: esto ocurrió a fines de abril. Recuerdo que bromeamos sobre la cosa, y que él estaba preocupado y deseoso de ayudarme, como lo estaba siempre cada vez que yo terminaba algo. Pero yo no quería que me ayudara mientras todavía tenía el libro a medio hacer.
En tanto que nosotros estábamos en el Vorarlberg y mi novela se terminaba, Scott, con su mujer y su hija, dejó París y marchó a una estación balnearia del bajo Pirineo. Zelda había estado enferma, con la conocida dolencia intestinal que da el beber demasiado champán, y a la que entonces se aplicaba el diagnóstico de colitis. Scott no se emborrachaba, y empezaba a trabajar, y quería que en junio fuéramos a reunimos con ellos en Juan-les-Pins*.
↵
Nos encontrarían un chalet de alquiler barato, y esa vez sí que no se pondría a beber, y volvería a ser todo como en mejores tiempos, y nadaríamos y nos pondríamos fuertes y bronceados, y tomaríamos un solo aperitivo antes del almuerzo y otro antes de la cena. Zelda estaba ya buena, y los dos eran felices, y la novela marchaba bien. Scott recibía dinero de una adaptación teatral del
Great Gatsby
que tenía mucho éxito y un productor iba a comprar los derechos para el cine y no tenía ningún apuro. Zelda era una chica estupenda, y todo iba a funcionar como un modelo de disciplina.