Walther Lent creía que toda la gracia del esquiar estaba en subir hasta la más alta zona de sierras, donde no se encontraba a nadie y la nieve era virgen, y luego pasar de una alta choza del Club Alpino a otra, por los puertos y ventisqueros de los Alpes. No había que sujetarse el esquí, para no romperse una pierna. El esquí tenía que ser lo primero en ceder, en caso de caída. Lo que a él le gustaba de verdad era el esquiar en ventisqueros y sin cuerdas, pero para eso había que esperar a la primavera, cuando las grietas estuvieran suficientemente recubiertas.
A Hadley y a mí nos gustaba mucho esquiar, desde que lo intentamos por primera vez juntos en Suiza, y luego en Cortina d’Ampezzo, en las Dolomitas, cuando Bumby estaba a punto de nacer. El medico de Milán le había permitido a Hadley seguir esquiando, a condición de que le prometiera no caerse. Esto exigió una cuidadosa selección de los terrenos y de los trayectos, y un control absoluto de las acciones, pero ella tenía unas hermosas piernas de admirable robustez y un perfecto dominio de los esquís, y nunca se cayó. Todos sabíamos entonces distinguir las clases de nieve, y todo el mundo sabía correr en un hondo polvo de nieve.
Nos gustaba el Vorarlberg y nos gustaba Schruns. íbamos a fines de noviembre y nos quedábamos hasta que se acercaba la Pascua. Esquiábamos siempre, a pesar de que Schruns no estaba bastante alto para valer como estación de esquí salvo en inviernos de mucha nieve. Pero la escalada a pie era una diversión, y a nadie le asustaba en aquellos días. Uno echaba a andar con un ritmo fijo, muy por debajo de la mayor velocidad a que uno podía subir, y se subía con facilidad y con alegría y con orgullo por el peso de la mochila. La subida a la Madlener Haus tenía un trecho empinado muy duro. Pero a la segunda vez ya se subía más fácilmente, y al fin uno subía sin esfuerzo con un peso que doblaba el del primer día.
Teníamos siempre apetito, y cada comida era un acontecimiento. Bebíamos cerveza rubia o negra, y vinos del año, y de vez en cuando vinos del año anterior. Los vinos blancos eran los mejores. En cuanto a otras bebidas, había un kirsch hecho en el valle, y un aguardiente destilado de la genciana que crecía en las montañas. A veces nos daban de cenar liebre que conservaban en jarras con una espesa salsa de vino tinto, y a veces caza mayor con compota de castañas. Con tales platos bebíamos vino tinto aunque era más caro que el blanco, y el mejor llegaba a costar veinte centavos el litro. El vino tinto ordinario era mucho más barato, y lo subíamos en garrafas hasta la Madlener Haus.
Sylvia Beach dejaba que nos lleváramos una provisión de libros para el invierno, y podíamos jugar a los bolos con gente de la villa, en el pasillo que salía al jardín de verano del hotel. Una vez o dos por semana se organizaba una partida de póquer en el comedor del hotel, con todos los postigos bien cerrados y la puerta con llave. Entonces los juegos de azar estaban prohibidos en Austria. Jugaba yo con Herr Nels, el dueño del hotel; con Herr Lent, el de la escuela de esquí; con un banquero local, y con el fiscal y el capitán de la Gendarmería. Se jugaba metódicamente y eran todos buenos jugadores, excepto Herr Lent que jugaba un poco alocado porque la escuela daba muy poco dinero. El capitán de la Gendarmería levantaba un dedo a la altura de su oreja cuando oía que la pareja de gendarmes de ronda se paraba ante la puerta, y nos quedábamos callados hasta que se marchaban.
En cuanto amanecía, en el frío de la mañana, la criada entraba en la habitación y cerraba la ventana y encendía la gran estufa de porcelana. Luego se iba caldeando el cuarto, y llegaba un desayuno de deliciosas confituras de frutas con pan tierno o tostadas y grandes tazones de cafe, y huevos frescos y buen jamón si uno lo pedía. Había un perro llamado
Schnautz
que dormía al pie de la cama y era gran aficionado al esquí, y montaba en mi espalda o mi hombro cuando yo me lanzaba pendiente abajo. También era amigo de Mr. Bumby y se iba de paseo con el y con su niñera, caminando al lado del pequeño trineo.
Schruns era buen lugar para trabajar. Lo sé porque allí hice el trabajo de corrección más difícil que he hecho nunca, en el invierno de 1925 a 1926, cuando tuve que enfrentarme con el borrador de
The Sun Also Rises
, que me había salido en un sprint de seis semanas, y convertirlo en una novela. No me acuerdo de cuáles fueron los cuentos que escribí allí, pero sé que varios me salieron bien.
Me acuerdo de cómo la nieve crujía a nuestro paso cuando volvíamos de noche por la carretera de la ciudad, en el frío, cargados con los esquís y los palos, mirando las luces y luego viendo por fin las casas, y cuando nos cruzábamos con alguien en la carretera nos saludaba con un «
Grüss Gott».
La
Weinstube
estaba siempre llena de campesinos con botas claveteadas y ropas de montañero, y el aire se colmaba de humo y el pavimento de madera estaba rayado por los clavos. Muchos jóvenes habían servido en los regimientos alpinos de Austria, y yo y uno llamado Hans, que trabajaba en la serrería y era cazador famoso, nos hicimos amigos porque en la guerra habíamos estado en la misma zona del frente de montaña italiano. Bebíamos todos en compañía y cantábamos canciones montañeras.
Me acuerdo de las sendas que subían entre los huertos y los prados de las alquerías situadas a flanco de sierra, encima de la ciudad, y me acuerdo de las cálidas alquerías con sus grandes estufas y con las inmensas pilas de leña bajo la nieve. En las cocinas, las mujeres trabajaban cardando e hilando la lana para hacer un hilo negro y gris. Los tornos se hacían girar por medio de un pedal, y al hilo no se le teñía. Era una lana natural a la que no habían quitado la grasa, y las gorras y jerseys y largas bufandas que Hadley hizo con ella no se empapaban nunca con la nieve.
Un año por Navidades representaron una obra de Hans Sachs, que el maestro de escuela dirigió. Era una buena obra, y para el periódico de la provincia escribí una crítica de la representación, y el dueño del hotel me la puso en alemán. Otro año, un antiguo oficial de la Armada alemana, de cabeza rapada y cubierta de cicatrices, vino a dar una conferencia sobre la batalla de Jutlandia. Unas diapositivas mostraban los movimientos de las dos flotas de combate, y el oficial de la Armada usó un taco de billar como puntero para apuntar a la cobardía de Jellicoe, y a veces se ponía tan colérico que la voz se le quebraba. El maestro de escuela tenía miedo de que una estocada del taco de billar atravesara la pantalla. Luego, el antiguo marino no lograba calmarse, y todo el mundo se sentía incómodo en la
Weinstube
. Sólo el fiscal y el banquero hicieron compañía al oficial, y bebieron los tres en una mesa aparte. Herr Lent, que era renano, se negó a asistir a la conferencia. Había en el hotel un matrimonio vienés que había venido a esquiar, pero no les gustaba la subida a la alta montaña, y luego pasaron a Zurs donde según oí decir murieron en una avalancha. El marido dijo que aquel conferenciante era típico de los cerdos que habían destrozado a Alemania y que volverían a destrozarla al cabo de veinte años. Su mujer le dijo en francés que se callara, que estamos en un lugar remoto y nunca sabes con qué gentes puedes encontrarte.
Eso fue el año en que tantos murieron en avalanchas. El primer desastre ocurrió en las sierras de nuestro valle, en Lech del Arlberg. Un grupo de alemanes proyectaba venir a esquiar con Herr Lent en las fiestas de Navidad. La nieve llegó tarde aquel año, y los montes y laderas estaban todavía calientes por el sol cuando cayó una enorme nevada. La nieve era profunda y en polvillo, y no se adhería al suelo. Eran las condiciones más peligrosas para esquiar, y Herr Lent telegrafió a los berlineses que no vinieran. Pero tenían entonces sus vacaciones, y eran ignorantes y no les daban miedo las avalanchas. Llegaron a Lech, y Herr Lent se negó a llevarles a esquiar. Uno de ellos le trató de cobarde, y dijo que saldrían solos. Por fin Herr Lent les guió a la ladera más segura que pudo encontrar. Cruzó él en primer lugar y los otros siguieron, y todo el monte se vino abajo de golpe, cubriéndoles como la oleada de una marea. Hubo que desenterrar a trece, y nueve de ellos estaban muertos. La escuela de esquí alpino no andaba próspera antes de aquello, y después fuimos nosotros casi los únicos alumnos. Estudiamos atentamente las avalanchas, sus distintos tipos, el modo de evitarlas y lo que había que hacer al encontrarse cogido en una. Casi todo el trabajo que hice aquel año lo hice cuando había avalanchas.
Lo peor que recuerdo de aquel invierno de las avalanchas es un hombre al que desenterraron. Se había acurrucado formando con los brazos un recinto ante su cara, según nos enseñaron a hacer, para que quedara un hueco con aire para respirar, cuando la nieve se levanta y le cubre a uno. Aquella avalancha fue grande y nos llevó mucho tiempo desenterrar a todas las víctimas, y aquel hombre fue el último que encontramos. Hacía poco tiempo que había muerto, y tenía la carne del cuello arrancada y se veían los tendones y el hueso. Había estado meneando la cabeza de un lado a otro, y la presión de la nieve le iba cortando. En aquella avalancha, bloques de nieve vieja y compacta debieron mezclarse con la ligera nieve reciente que se vino abajo. No pudimos determinar si el hombre había hecho aquello adrede o si había tenido una ofuscación. De todos modos el cura no quiso le enterraran en sagrado, ya que no había pruebas de que fuera católico.
Viviendo en Schruns, cuando queríamos subir hasta la Madlener Haus hacíamos primero el largo ascenso hasta una posada donde dormíamos antes del último trayecto. Era una vieja posada muy hermosa, y la madera de las paredes del comedor estaba sedosa por años de pulimento. También lo estaban la mesa y las sillas. Dormíamos muy juntos en la gran cama, bajo el edredón de pluma, con la ventana abierta y las estrellas muy próximas y muy brillantes. De madrugada, después de desayunar, nos cargábamos para el último ascenso y salíamos a la oscuridad, con las estrellas muy próximas y muy brillantes y con los esquís al hombro. Nos acompañaban mozos de cuerda, que llevaban unos esquís muy cortos y se cargaban con cargas pesadas. Entre nosotros competíamos por ver quién podía acarrear una carga mayor, pero no había modo de competir con los mozos de cuerda, unos campesinos achaparrados y taciturnos que sólo hablaban el dialecto de Montafon. Subían a paso seguido como caballos de carga, y al llegar a la cumbre, donde se encontraba la choza del Club Alpino en un rellano junto al ventisquero nevado, dejaban los paquetes arrimados a la pared de piedra del refugio, pedían más dinero del precio convenido, y una vez obtenido un acuerdo por regateo se ponían sus cortos esquís y se precipitaban pendiente abajo como gnomos.
Éramos amigos de una muchacha alemana que se venía a esquiar con nosotros. Era una estupenda esquiadora de alta montaña, menuda y bien formada, que era capaz de llevar una mochila tan pesada como la mía, y llevarla más tiempo.
—Estos mozos —dijo una vez— nos miran siempre como si previeran que nos van a bajar en forma de cadáver. Y siempre convienen el precio para la escalada, pero nunca dejan de pedir más.
En los inviernos en Schruns yo me dejaba crecer la barba como protección contra el sol que reverberaba en la nieve y me quemaba la piel de mala manera, y no me molestaba en hacerme cortar el pelo. Una tarde en que corríamos en esquís por las pistas de leñadores, Herr Lent me contó que los campesinos que me habían visto por las cercanías de Schruns me llamaban «el Cristo Negro». Dijo que algunos que frecuentaban la
Weinstube
me llamaban «el Cristo Negro que bebe kirsch». Pero para los campesinos de la parte alta del Montafon, entre los que alquilábamos los mozos de cuerda para subir a la Madlener Haus, eramos todos unos demonios forasteros, que subíamos a la alta montaña cuando la buena gente se encerraba en su casa. Que tuviéramos la cordura de subir antes del amanecer, para evitar pasar por los puntos de avalanchas cuando el sol los hacía peligrosos, no se nos tenía en cuenta. Demostraba sólo que éramos astutos como lo son todos los demonios forasteros.
Recuerdo el aroma de los pinos, y el dormir en montones de hojas de haya en las chozas de los leñadores, y el esquiar por los bosques siguiendo algún rastro de liebre o de zorro. En la alta montaña, más arriba de la zona arbolada, recuerdo que una vez seguí el rastro de un zorro hasta que llegué a verle, y observé cómo estaba quieto, con la pata delantera y luego se acurrucaba con cautela y saltaba de pronto, y la alborotada albura de una perdiz blanca se alzaba de la nieve y se alejaba y coronaba el puerto.
Recuerdo todas las especies de nieve que el viento sabía elaborar, y sus formas de ser traidoras cuando uno esquiaba. Y las ventiscas cuando estábamos encerrados en la alta choza alpina, y el extraño mundo que de ellas resultaba, por el que teníamos que encontrar una ruta con tanta cautela como si estuviéramos en país nunca visto. Y era nunca visto, porque todo era nuevo y recién hecho. Y, finalmente, hacia la primavera, llegaba la gran bajada por un ventisquero, el descenso liso y recto, siempre recto si las piernas eran firmes, y los tobillos doblados, y nosotros corriendo tan agachados, y venciéndonos hacia la velocidad, zambulléndonos más y más en el callado silbido del polvillo vibrante. Era una cosa mejor que volar y que todo lo del mundo, y nos hacíamos capaces de cumplirla y gozarla gracias a las largas escaladas cargados con las mochilas pesadas. No podíamos pagar para que nos subieran ni tomar un billete hasta la cumbre. Y como para aquel fin trabajábamos todo el invierno, todo el invierno contribuía a hacerlo posible.
Lo malo es que durante el último invierno pasado en las montañas vino gente nueva a meterse muy adentro en nuestras vidas, y desde entonces nada siguió igual. El invierno anterior, el de las terribles avalanchas, pareció un feliz e inocente invierno de la infancia, en comparación con aquel invierno, un invierno de pesadilla que se disfrazaba como la mayor diversión nunca conocida, y con el verano asesino que iba a seguirle. Fue el año en que aparecieron los ricos.
Los ricos tienen una especie de pez piloto que les precede, y que a veces es algo sordo y a veces algo cegato, pero que anda siempre husmeando, afable y vacilante, antes de que lleguen. El pez piloto habla, y dice algo así como:
—Hombre, qué quieres que te diga. No, claro, en el fondo no. Pero yo les quiero. Les quiero a los dos. Sí, Hem, con toda sinceridad, te juro que les quiero a los dos. Comprendo tu punto de vista, pero yo les quiero, y un día te darás cuenta de que «ella» tiene un no sé qué, una calidad humana como raras veces se encuentra (a «ella» la menciona por su nombre de pila, y lo pronuncia con amor). Ya basta, Hem, no te pongas pelma y no quieras destruirlo todo. Les quiero de verdad. A los dos, te lo juro. A «él» (designado por el apodo que le daba su mamá cuando tenía tres años) le vas a tomar cariño en cuanto le conozcas bien. Yo les quiero mucho, te lo digo yo.