En mayo estuve solo en Madrid, para trabajar, y a la vuelta hice el recorrido en tren de Bayona hasta San Juan en tercera y muerto de hambre, porque bobamente eché mal mis cuentas y se me acabó el dinero, y no pude comer nada después de Hendaya, al entrar en Francia. El chalet que nos habían alquilado estaba muy bien, y Scott tenía una casa muy hermosa no muy lejos, y me alegró mucho reunirme con mi mujer que cuidaba del chalet estupendamente, y me alegró mucho reunirme con los amigos, y el único aperitivo de antes del almuerzo estaba muy bueno, y bebimos varios más. Aquella noche nos dieron una fiesta de bienvenida en el Casino, cosa de nada, una fiesta íntima con sólo los MacLeish, los Murphy, los Fitzgerald, y nosotros los del chalet. Nadie bebió ninguna bebida más fuerte que el champán, y todo el mundo estuvo muy alegre, y evidentemente era el lugar ideal para escribir. Íbamos a disponer de todo lo que un hombre necesita para escribir, excepto de soledad.
Zelda estaba hermosísima, y su bronce tenía un encantador tono dorado y el pelo era de un bello oro oscuro, y se mostró muy cordial. Sus ojos de gavilán estaban claros y serenos. Sentí que todo andaba bien y que al fin todo iba a tomar buen cariz, y entonces ella se inclinó hacia mí y, con mucha reserva, me comunicó su gran secreto:
—Dime, Ernest, ¿tú no piensas que Al Jolson es más grande que Jesús?
Entonces nadie le dio importancia a la cosa. No era más que el secreto de Zelda, y lo compartió conmigo, como un gavilán que compartiera algo con un hombre. Pero los gavilanes no comparten nada. Scott no escribió nada más que valiera nada, hasta que a ella la encerraron en un manicomio, y Scott supo que lo de su mujer era locura.
Mucho después, cuando Zelda sufría por primera vez lo que entonces se designaba con el nombre de depresión nerviosa, Scott y yo coincidimos en París, y él me invitó a almorzar en el restaurante Michaud, en la esquina de la rué Jacob y de la rué des Saints-Pères. Dijo que quería consultarme algo muy importante, algo que para él contaba más que nada en el mundo, y me pedía le contestara la pura verdad. Le prometí hacer lo que pudiera. Siempre que él me exigía la pura verdad, cosa en todo caso difícil de alcanzar, y yo procuraba decírsela, lo que yo le decía le ponía furioso, aunque muchas veces no se ponía furioso en seguida, sino más tarde, y a veces mucho más tarde, después de cavilar sobre el asunto. Mis palabras se convertían en algo que había que destruir, y a veces, a ser posible, había que destruirme a mí de paso.
Con el almuerzo bebió vino, pero no le afectó, y no llegó ya bebido, como preparación para la entrevista. Hablamos de nuestro trabajo y de los amigos y me pidió noticias de gentes a quienes no veía desde hacía tiempo. Comprendí que estaba escribiendo algo bueno y que por varias razones el trabajo no le resultaba fácil, pero que no era ése el asunto de su consulta. Esperé a que asomara la cuestión sobre la cual yo debía pronunciar la pura verdad, pero no lo descubrió hasta el fin de la comida, como si fuera un almuerzo de negocios.
Por fin, mientras comíamos la tarta de cerezas y terminábamos la última jarra de vino, me dijo:
—Ya sabes que nunca me he acostado con ninguna mujer, salvo con Zelda.
—No, no lo sabía.
—Creía habértelo dicho.
—No. Me has dicho muchas cosas, pero no esto.
—Bueno, quiero consultarte sobre esto.
—Venga.
—Zelda me dijo que con mi conformación nunca podré dejar satisfecha a ninguna mujer, y que por esto tuvo ella su primer trauma. Dijo que es una cuestión de tamaño. Me destrozó, y quiero saber la verdad.
—Vamos al despacho.
—¿Qué despacho?
—El retrete, hombre.
Volvimos a la sala del resturante y nos sentamos otra vez a la mesa.
—No hay problema —dije—. Estás perfectamente conformado. No tienes ningún defecto. Tú te miras de arriba y te ves en escorzo. Da una vuelta por el Louvre y fíjate en las estatuas, y luego vete a casa y mírate de lado en el espejo.
—Tal vez esas estatuas no sean exactas.
—No están mal. Mucha gente se contentaría con menos.
—¿Pero por qué lo dijo?
—Por declararte en quiebra. Es el más viejo procedimiento que la humanidad ha inventado para declarar en quiebra a un hombre. Mira, Scott, me pediste la verdad, y podría decirte muchas cosas más, pero lo que te digo es la pura verdad y es cuanto necesitas saber. Podías consultar a un médico.
—No quería. Quería que tú me dijeras la verdad.
—¿Y ahora no me crees?
—No sé —dijo.
—Vamos al Louvre —le dije—. Está enfrente, sólo tenemos que cruzar el puente.
Fuimos al Louvre y miró las estatuas, pero le quedaban dudas respecto a sí mismo.
—Lo que cuenta no es el tamaño en reposo —le expliqué—. La cuestión es el tamaño que adquiere. También es una cuestión de ángulo.
Le expliqué el modo de utilizar una almohada, y unas cuantas cosas más que tal vez le resultara útil saber.
—Hay una chica —dijo— que parece sentir cariño por mí. Pero después de lo que Zelda me dijo...
—Olvídate de todo lo que Zelda te dijera —repuse—. Zelda está loca. No tienes ningún defecto. Puedes tener confianza, y le darás a la chica todo lo que te pida. Lo único que Zelda quiere es destrozarte.
—Tú no conoces a Zelda.
—Bueno —dije—. Dejémoslo. Pero me invitaste a almorzar para hacerme una pregunta, y he procurado contestarte con sinceridad.
Todavía le quedaban dudas.
—¿Quieres que vayamos a mirar algún cuadro? —propuse—. ¿Entraste alguna vez aquí a ver algo que no fuera
La Gioconda
?
—No estoy de humor para cuadros —dijo—. Tengo una cita en el bar del Ritz.
Muchos años después, en el bar del Ritz, mucho después de la segunda guerra mundial, Georges, que ahora es el jefe del bar y que era un botones cuando Scott vivía en París, me preguntó:
—Papa, ¿quién era ese
Monsieur
Fitzgerald sobre quien todo el mundo me pregunta?
—¿No le conociste?
—No. Recuerdo a toda la gente de aquel tiempo. Pero ahora sólo me preguntan sobre ese señor.
—¿Y qué les dices?
—Cualquier cosa interesante, que les guste. Lo que desean oír. Pero dígame, ¿quién era?
—Fue un escritor americano, que después de la otra guerra vivió algún tiempo en París y en el extranjero.
—¿Pero cómo es que no lo recuerdo? ¿Era un buen escritor?
—Escribió dos libros muy buenos, y dejó sin terminar otro que según los entendidos hubiera sido el mejor. También escribió algunos buenos cuentos cortos.
—¿Venía mucho por el bar?
—Me parece que sí.
—Pero usted no venía por el bar, recién terminada la otra guerra. Me han dicho que entonces era usted pobre y vivía en un barrio apartado.
—Cuando tenía dinero iba al Crillon.
—También lo sé. Me acuerdo muy bien de la vez que le conocí.
—Yo también.
—Es raro que no me acuerde de aquel señor —dijo Georges.
—Toda la gente de entonces está muerta.
—Pero uno no se olvida de una persona porque esté muerta, y todo el mundo me pregunta sobre él. Dígame usted algo de él, para ponerlo en mis memorias.
—Bueno.
—Me acuerdo de una noche en que usted vino con el barón von Blixen... ¿En qué año sería? —dijo sonriendo.
—El barón está muerto también.
—Sí. Pero uno no le olvida. ¿Me comprende?
—Su primera esposa escribía muy bien —dije—. Escribió tal vez el mejor libro sobre África que he leido. Claro que sin contar el libro de Sir Ernest Baker, el que trata de
Los afluentes abisinios del Nilo
. Ponlo en tus memorias, ya que ahora te interesan los escritores.
—Gracias —dijo Georges—. El barón no era de las personas que se olvidan. ¿Y cómo se llama el libro?
—
Memorias de África
—dije—. Blickie estaba muy orgulloso de los libros de su esposa. Pero él y yo nos conocimos mucho antes de que ella escribiera ese libro.
—¿Y ese
Monsieur
Fitzgerald sobre quien me preguntan todos?
—Fue en los tiempos de Frank.
—Si. Pero yo era el
chasseur
. Ya sabe usted cómo es un
chasseur
.
—Hablaré de él en un libro que voy a escribir, de recuerdos sobre los primeros tiempos en París. Me prometí a mí mismo que escribiría este libro.
—Buena idea —dijo Georges.
—Le presentaré exactamente tal como le recuerdo.
—Buena idea —dijo Georges—. Y así, si venia por aquí, le recordaré. Después de todo, uno no se olvida de la gente.
—¿Ni de los turistas?
—De ésos, sí, claro. ¿Pero no dijo usted que venía mucho por aquí?
—Era un lugar que le gustaba mucho.
—Usted le describe tal como le recuerda, y cuando yo lo lea, si venía por aquí le recordaré.
—Veremos —dije.
Cuando fuimos tres en vez de vivir los dos juntos y solos, el frío y el mal tiempo terminaron por echarnos de París en invierno. Viviendo solos, no había problema, una vez acostumbrados. Yo no tenía más que irme a escribir a un café, y podía trabajar toda la mañana consumiendo un café con leche, mientras los camareros limpiaban y barrían el café y la sala iba caldeándose. Mi mujer no tenía reparo en irse a estudiar el piano a un lugar frío, y poniéndose muchos jerseys iba entrando en calor a medidas que tocaba el piano, hasta que llegaba la hora de volver a casa y cuidar de Bumby. Pero no era buena cosa lo de llevarse un bebé al café en invierno, aunque fuera un bebé que nunca lloraba y se fijaba en lo que ocurría a su alrededor y no se aburría nunca. Entonces no se podían alquilar niñeras a horas, y Bumby tenía que quedarse encerrado en su alta cama con barrotes, y se quedaba tan contento en compañía de su gran gato cariñoso, llamado
F. Puss
. Ciertas personas decían que era peligroso dejar a un niño con un gato. Los más ignorantes y supersticiosos decían que el gato aspiraría el aliento del bebé y le dejaría seco. Otros, que el gato se tumbaría encima del niño y que el peso le ahogaría. Pero
F. Puss
se acostaba al lado del niño, en la alta jaula de la cama, y acechaba la puerta con sus grandes ojos amarillos, y no dejaba que nadie se acercara al niño cuando estábamos fuera y Marie, la
femme de ménage
, tenía que salir. No necesitábamos niñeras.
F. Puss
era la niñera.
Con todo, cuando uno es pobre, y realmente éramos pobres cuando dejé el periodismo a nuestra vuelta del Canadá y cuando no lograba colocar mis cuentos, un invierno en París resultaba demasiado para un bebé. Cuando tenía tres meses, Mr. Bumby había cruzado el Atlántico Norte en un barquito de la Cunard que hacía el trayecto en doce días, saliendo de Nueva York vía Halifax, en pleno mes de enero. No lloró en todo el viaje, y reía divertido cuundo le cercábamos en una barricada para que no se cayera con la mala mar. Pero nuestro dichoso París era demasiado frío para él.
Nos fuimos a Schruns, en el Vorarlberg de Austria. Se atravesaba Suiza y se llegaba a la frontera austríaca en Feldkirch. El tren cruzaba por Liechtenstein y se detenía en Bludenz, de donde partía un ramal secundario que corría a lo largo de un río con guijarros y truchas, por un valle de cultivos y bosques, hasta llegar a Schruns, una soleada villa con mercado, que tenía serrerías y tiendas y posadas, y un buen hotel abierto todo el año, llamado el Taube, donde nos alojábamos.
Las habitaciones del Taube eran grandes y confortables, con grandes estufas, grandes ventanas, y grandes camas con buenas mantas y edredones de pluma. Las comidas eran sencillas y excelentes, y tanto el comedor como el bar entarimado con madera estaban bien caldeados y eran acogedores. El valle era ancho y abierto, de modo que había mucho sol. Entre los tres pagábamos de pensión alrededor de dos dólares por día, y como el schilling austríaco iba bajando con la inflación, habitación y comida nos iban costando cada vez menos. No había inflación y miseria desesperadas como en Alemania. El schilling subía y bajaba, pero a la larga iba bajando.
No había ni telesquís ni funicular desde Schruns, pero había senderos de leñadores y de pastores que, por distintos valles montañosos, subían hasta la alta montaña. Uno subía a pie con los esquís a cuestas, y a partir del momento en que la nieve se hacía demasiado profunda, se caminaba con los esquís puestos, envueltos en pieles de foca. En lo alto de cada valle montañoso se encontraban los grandes refugios del Club Alpino, destinados a los alpinistas veraniegos, y allí se podía dormir y uno dejaba dinero por el valor de la leña que consumía. A algunos refugios había que subir cargados con la leña, y cuando salíamos para una excursión larga por la alta montaña y los ventisqueros, alquilábamos mozos que nos ayudaran a cargar la leña y los víveres, y establecíamos una base. Los más famosos refugios destinados a bases de alta montaña eran la Lindauer Hütte, la Madlener Haus y la Wiesbadener Hütte.
Detrás del hotel Taube había una especie de pendiente de adiestramiento que bajaba entre huertos y prados, y había otra buena pendiente detrás del Tchagguns, al otro lado del valle, donde había una hermosa posada con una excelente colección de cuernos de gamo colgados en la sala del bar. Precisamente a espaldas de la aldea de leñadores de Tchagguns, puesta en el borde del valle, arrancaba la buena zona para esquiar e iba subiendo hasta en último término cruzar la sierra y cabalgando el Silvretta pasar a la región de los Klosters.
Schruns era un lugar sano para Bumby, que tenía una hermosa muchacha morena para cuidarle y llevarle de paseo y a tomar el sol en su trineo, mientras Hadley y yo teníamos todo un país nuevo que aprender, y todas las aldeas, y la gente de la ciudad era muy cordial. Nos apuntamos los dos en la escuela de esquí alpino que acababa de poner Herr Walther Lent, uno de los primeros campeones del esquí en alta montaña, que había sido socio de Hannes Schneider, el gran esquiador del Arlberg, en un negocio de ceras para esquí que abarcaba la escalada y todas las clases de nieve. El sistema de enseñanza de Walther Lent era de alejar a sus discípulos de las pendientes de adiestramiento en cuanto era posible, y llevarlos de excursión a la alta montaña. Esquiar no era entonces lo que es ahora, las fracturas en espiral no eran cosa corriente y conocida, y uno no podía romperse una pierna. No había patrullas que recogieran a un herido. Por otra parte, toda pendiente por la que uno bajaba, había que subirla antes a pie. Eso le dotaba a uno de piernas capaces de sostenerle en la bajada.