—Sí me gustaría —contestó la otra chica.
Apunté sus nombres en mi libreta de direcciones y prometí que las llamaría al Claridge. Eran buenas chicas, y les dije adiós a ellas y a Walsh y a Ezra. Walsh estaba todavía hablando a Ezra con gran vehemencia.
—No se olvide —dijo la más alta de las dos chicas.
—Imposible olvidarlo —dije, y les estrechó otra vez la mano a las dos.
La primera vez que volví a tener noticias de Walsh fue cuando Ezra me contó que para que pudiera dejar el Claridge tuvieron que pagarle la factura ciertas damas devotas de la poesía y de los poetas marcados para la muerte y lo siguiente, al cabo de algún tiempo, fue que había obtenido apoyo financiero de otra fuente y que iba a fundar una nueva revista trimestral de la que sería codirector.
Por entonces el
Dial
, una revista literaria americana que dirigía Scofield Thayer, daba un premio anual, me parece que de mil dólares, a un colaborador que hubiera excelido en el ejercicio de las letras. En aquellos días era una suma considerable para un escritor puro, aparte del prestigio, y el premio se había dado ya a varias personas, todas ellas muy meritorias, naturalmente. Entonces, una pareja podía vivir cómodamente y bien en Europa por cinco dólares al día, y podía viajar.
Aquella revista trimestral de la que Walsh iba a ser un director tenía en cartera, según se decía, el proyecto de premiar con una suma muy apreciable al colaborador cuya obra se considerara la mejor al cabo de cuatro números.
Si la noticia circuló a base de chismorreo y rumor, y si hubo alguna confidencia personal, no es cosa que pueda precisarse. Queremos esperar y creer siempre que se procedió en todo con la mayor honradez. Ciertamente, nunca pudo afirmarse ni imputarse nada contra la otra persona, compañera de Walsh en la dirección.
No hacía mucho que yo había oído rumores de aquel supuesto premio, cuando Walsh me invitó un día a almorzar en cierto restaurante que era el mejor y más caro de los alrededores del boulevard Saint-Michel, y después de las ostras, que fueron de las caras
marennes
planas y con un dejo a cobre, y no de las ordinarias y baratas
portugaises
redondeadas, y después de una botella de Poully-Fuissé, empezó a guiarme delicadamente hacia su terreno. Parecía como si estuviera transformándome a mí en puta y transformándose él en mi chulo, tal como se había transformado en el chulo de las putillas del barco, claro que suponiendo que fueran putillas y que él fuera su chulo, y cuando me preguntó si me gustaría comer otra docena de las ostras planas, como él las llamaba, dije que tendría muchísimo gusto. Conmigo no se esforzaba por parecer marcado para la muerte, y esto siempre era un alivio. Él sabía que yo sabía que él estaba podrido, y no quiero decir podrido como los chulos sino podrido como los tísicos que mueren de la tisis, y que yo sabía que estaba grave, y conmigo no se esforzaba por toser, y ya que estábamos en la mesa yo se lo agradecía. Me pregunté si comía las ostras planas según el mismo principio de las putas de Kansas City, que estaban marcadas para la muerte y puede decirse que para todo, y que siempre querían tragar esperma como soberano remedio contra la tisis; pero no se lo pregunté. Empecé mi segunda docena de ostras planas, levantándolas de su lecho de hielo machacado en la bandeja de plata, y observando cómo sus increíbles sutiles bordes pardos reaccionaban y se encogían cuando les caía encima el zumo de limón que yo estrujaba, y cortando el músculo que las juntaba con la concha, y llevándomelas a la boca para masticarlas con minucia.
—Ezra es un poeta grande, muy grande —dijo Walsh, mirándome con sus sombríos ojos también de poeta.
—Sí —dije—. Y muy buena persona.
—Noble —dijo Walsh—. Noble de pies a cabeza.
Comimos y bebimos en silencio, como tributo a la nobleza de Ezra. Eché de menos a Ezra, y me hubiera gustado que estuviera con nosotros. El tampoco comía
marennes
de ordinario.
—Joyce es grande —dijo Walsh—. Grande. Grande.
—Grande —dije—. Y un buen amigo.
Nos habíamos hecho amigos en aquel maravilloso intervalo después de terminado el
Ulysses
y antes de que Joyce empezara aquello que durante largos años se tituló
Work in Progress
. Pensé en Joyce, y me acordé de muchas cosas.
—Deseo que su vista mejore —dijo Walsh.
—Él lo desea también —dije yo.
—Es la tragedia de nuestra época —me comunicó Walsh.
—Todo el mundo tiene algo estropeado —dije, procurando alegrar el banquete.
—Tú no tienes nada.
Walsh me arrojo encima todo su encanto y un poco más, y luego se marcó a sí mismo para la muerte.
—¿Quieres decir que no estoy marcado para la muerte? —pregunte, sin poder contenerme.
—No. Tú estas marcado para la Vida —declaró, pronunciando la palabra con mayúscula.
—Espera un poco —dije.
Walsh quería comer un buen
steak
, un
steak
de rara calidad, y pedí dos
tournedos
con salsa bearnesa. Pensé que la mantequilla le haría un efecto saludable.
—¿Qué dirías de un vino tinto? —preguntó.
Vino el
sommelier
y pedí un Châteauneuf-du-Pape. Luego iba a darme un paseo por los muelles para eliminarlo. Walsh podía dormir su vino o hacer con él lo que le gustara. Lo que es a mí, el vino no va a pesarme demasiado, pensé.
El asunto gordo amaneció por fin, cuando acabábamos la carne y las patatas y andábamos por los dos tercios del Cháteauneuf-du-Pape, que no es un vino de mesa.
—Es inútil andarse con rodeos —dijo Walsh—. Ya sabes que vas a tener el premio, ¿verdad?
—¿Yo? —dije—. ¿Por qué?
—Vas a recibirlo —dijo.
Se puso a hablar de mi obra y yo me puse a no escucharle. Me daban angustia las gentes que me hablaban de mi obra a la cara, y le miré y vi su expresión de marcado para la muerte, y pensé, podrido que quieres pudrirme con tu podre. He visto a batallones que caminaban por el polvo de la carretera hacia el frente, y una tercera parte de aquellos hombres iban a la muerte o algo peor, y no se veía en ellos ninguna marca particular, el polvo era el mismo para todos, y ahí estás tú con tu aspecto de marcado para la muerte. Ahora quieres pudrirme a mí. No pudras a los demás lo que no quieras que te pudran a ti. Lo único no podrido era su muerte. Estaba al llegar, sin trampa.
—No creo merecerlo, Ernest —le dije, divirtiéndome en llamarle por mi propio nombre, que aborrezco—. Además, Ernest, no sería ético, Ernest.
—Es curioso que tengamos el mismo nombre, ¿no te parece?
—Sí, Ernest —dije—. Es un nombre del que debemos responsabilizarnos sin reservas. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad, Ernest?
—Sí, Ernest —dijo.
Me miró expresándome su completa, su morriñosa, su irlandesa comprensión, y desplegando todo su encanto.
Por consiguiente, fui siempre muy amable con él y con su revista, y cuando tuvo sus hemoptisis y se fue de París, y me pidió que cuidara de la impresión de la revista ya que los tipógrafos no sabían inglés, lo hice. Asistí a una de las hemoptisis, era perfectamente auténtica, y me di cuenta de que iba a morirse sin escapatoria, y en aquel momento, que era un momento difícil de mi vida, me satisfacía ser en extremo amable con él, igual que me satisfacía llamarle Ernest. Además, por su compañera en la dirección yo sentía simpatía y admiración. Ella no me había prometido ningún premio. Ella sólo quería hacer una buena revista y pagar bien a los colaboradores.
Un día, pasado mucho tiempo, encontré a Joyce que se paseaba por el boulevard Saint-Germain, tras haber pasado la tarde, solo, en el teatro. Le gustaba escuchar a los actores, aunque no les veía. Me invitó a beber una copa con él, y nos sentamos en los Deux Magots y pedimos jerez seco, aunque todos los biógrafos escriben que él nunca bebió más que vino blanco de Suiza.
—¿Qué me dice de Walsh? —preguntó Joyce.
—De tal vivo, tal muerto —contesté.
—¿Le prometió a usted aquel premio?
—Sí.
—Me lo figuraba —dijo Joyce.
—¿Se lo prometió a usted?
—Sí —contestó Joyce, y después de un silencio preguntó—: ¿Se lo prometería a Pound, qué le parece a usted?
—No sé.
—Mejor no preguntárselo —dijo Joyce.
Así lo dejamos. Le conté a Joyce mi primer encuentro con Walsh en el estudio de Ezra, con las chicas de los largos abrigos de pieles, y la anécdota le divirtió.
A partir del día en que descubrí la librería de Sylvia Beach, me leí Turgéniev entero, todo lo que había salido en inglés de Gógol, las traducciones de Tolstoi por Constance Garnett, y las traducciones inglesas de Chéjov. En Toronto, antes de haber estado nunca en París, oía yo decir que Katherine Mansfield había escrito buenos cuentos, había incluso escrito grandes cuentos, pero cuando quise leerla después de conocer a Chéjov me parecía oír los relatos cuidadosamente artificiales de una solterona joven, comparados con lo que puede contar un médico de mucha inteligencia y experiencia, que además era un escritor bueno y sencillo. La Mansfield era una especie de cuasi-cerveza. Mejor beber agua. Pero Chéjov no era agua, salvo por su claridad. Tenía algunos cuentos que parecían ser mero periodismo. Pero tenía otros maravillosos.
En Dostoievski había cosas increíbles y que no se debían creer, pero había algunas tan verdaderas que uno cambiaba a medida que las leía. La flaqueza y la locura, la malignidad y la santidad, la insania del juego, estaban allí para que uno las conociera como conocía el paisaje y los caminos en Turgéniev, y los movimientos de tropas y el terreno y los oficiales y la tropa y el combate en Tolstoi. Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, pero había leído los relatos de batallas y las crónicas y había mirado las fotos de Brady, todo lo que yo había leído y mirado de niño en casa de los abuelos. Hasta conocer
La Chartreuse de Parme
, de Stendhal, nunca leí nada que presentara la guerra tal como es excepto en Tolstoi, y el maravilloso relato de Waterloo, por Stendhal, es un trozo episódico en un libro que contiene mucho aburrimiento. Llegar a todo aquel nuevo mundo de literatura, con tiempo para leer en una ciudad como París donde había modo de vivir bien y de trabajar por pobre que uno fuera, era como si a uno le regalaran un gran tesoro. Y uno podía llevarse consigo el tesoro cuando salía de viaje, y en las montañas de Suiza y de Italia donde vivíamos antes de descubrir Schruns en el alto valle del Vorarlberg en Austria, siempre estaban los libros, de modo que vivíamos en el nuevo mundo recién descubierto, entre la nieve y los bosques y los ventisqueros y los apuros del invierno y el cobijo del hotel Taube, todo esto de día, y de noche podíamos vivir en el otro mundo maravilloso que los escritores rusos nos regalaban. Al principio estaban los rusos. Luego estuvieron todos los demás. Pero por mucho tiempo sólo estuvieron los rusos.
Me acuerdo de que un día, cuando volvíamos con Ezra después de jugar al tenis en el boulevard Arago, él me invitó a subir a su estudio para una copa, y allí le pregunté qué pensaba sinceramente de Dostoievski.
—Si tengo que serte franco, Hem —dijo Ezra—, nunca leo a los rusos.
Era una contestación sin rodeos, como me las daba siempre Ezra cuando hablábamos, pero no me gustó, porque aquél era el hombre que entonces me gustaba y me convencía más como crítico, el hombre que creía en el
mot juste
, en la única palabra que es correcto usar, el hombre que me había enseñado a desconfiar de los adjetivos tal como más adelante yo aprendería a desconfiar de ciertas personas en ciertas situaciones. Y yo quería saber su opinión sobre un hombre que casi nunca usó el
mot juste
, pero que a veces daba a sus personajes una vida como casi nadie lograba dar.
—No te alejes de los franceses —dijo Ezra—. Tienes mucho que aprender de ellos.
—Ya lo sé —dije—. Tengo mucho que aprender de todo el mundo.
Más tarde, después de dejar el estudio de Ezra, caminé de vuelta a la serrería, mirando desde la alta calle hacia el hueco en que terminaba, donde se veían los árboles desnudos y detrás la lejana fachada del Café Bullier, tras el ancho del boulevard Saint-Michel. Abrí la puerta y pasé entre la leña recién aserrada, y dejé mi raqueta, guardada en su prensa, detrás de las escaleras que subían al piso alto del
pavillon
. Llamé por la escalera, pero no había nadie en casa.
—La señora ha salido, y también la bonne con el niño —me dijo la mujer del dueño de la serrería.
Era una mujer de mal carácter, obesa, de peinado llamativo. Le di las gracias.
—Vino un joven y preguntó por usted —dijo, usando el término de
jeune homme
en vez de
monsieur
—. Dijo que estaría en la Closerie des Lilas.
—Muchas gracias —dije—. Si mi esposa vuelve, haga el favor de decirle que estoy en la Closerie.
—Salió con unos amigos —dijo la mujer.
Ajustándose la bala roja, montada en sus altos tacones, cruzó el umbral de su propio
domaine
sin molestarse en cerrar la puerta.
Bajé por la calle entre las altas y manchadas y jaspeadas fachadas de las casas blancas; torcí a la derecha al llegar al abierto y soleado cabo de la calle, y me adentré en la penumbra rayada de sol de la Closerie.
No había en la sala nadie que yo conociera, pero salí a la terraza y encontré a Evan Shipman esperando. Era un buen poeta, que tenía afición y experiencia de caballos, de literatura y de pintura. Se levantó y le vi alto y pálido y delgado, con su camisa blanca sucia y de cuello raído, con su corbata cuidadosamente anudada, con su gastado y arrugado traje gris, con sus manchados dedos más oscuros que su pelo, con sus uñas ribeteadas y con su cordial y humilde sonrisa que reprimía para no mostrar sus estropeados dientes.
—Estoy muy contento de verte, Hem —dijo.
—¿Cómo estás, Evan? —pregunté.
—Un poco bajo —dijo—. Aunque me parece que aquello del
Mazeppa
me ha salido bien. ¿Y tú qué haces últimamente?
—Hombre, me alegro —dije—. Me fui a jugar al tenis con Ezra, por eso no me encontraste en casa.
—¿Qué tal está Ezra?
—Muy bien.
—Me alegro. Sabes, Hem, me parece que a la dueña ésa de donde tú vives no le caigo en gracia. No me dejó subir a esperarte.