Pensé que hubiera sido agradable que Belloc se hubiera sentado a nuestra mesa, y que hubiera sido una buena ocasión para conocerle. El encuentro con Ford me había estropeado la tarde, pero pensé que tal vez Belloc la hubiera arreglado un poco.
—¿Por qué diablos bebe usted coñac? —me preguntó Ford—. ¿No sabe que para un escritor joven, ponerse a beber coñac es fatal?
—No bebo muy a menudo —dije.
Me esforcé por tener muy presente lo que Ezra Pound me había dicho de Ford: que no había que maltratarle nunca, que había que recordar siempre que sólo decía mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad, y que había sufrido terribles contratiempos conyugales. Me esforcé todo lo que pude por tener presente todo aquello, aunque la pesada y resollante y abyecta vecindad del propio Ford, tan cerca que podía tocarle, lo hacía difícil. Pero me esforcé.
—Explíqueme qué razones hay para retirarle el saludo a alguien —pedí.
Hasta entoces, yo había creído que eso se hacía sólo en las novelas de marqueses que escribía Ouida. Yo nunca fui capaz de leer una novela de Ouida, ni siquiera una vez, en una estación de esquí en Suiza, cuando terminé todos mis libros al tiempo que soplaba el viento húmedo del sur, y el hotel no tenía más que novelas de Ouida abandonadas por algún cliente, en las viejas ediciones de Tauchnitz de antes de la guerra. Pero cierto sexto sentido me decía que en las novelas de aquella dama los personajes se niegan el saludo.
—Un caballero —explicó Ford— le negará siempre el saludo a un rufián.
Bebí a toda prisa un sorbo de brandy.
—¿Se lo negará a un villano? —pregunté.
—Es inconcebible que un caballero tenga relación alguna con un villano.
—¿O sea que un caballero sólo retira el saludo a sus iguales? —seguí investigando.
—Naturalmente.
—¿Y cómo entra un caballero en relación con un rufián?
—Uno puede ignorar que lo sea, y a veces ocurre que un hombre se transforma en un rufián.
—¿Que es un rufián? —pregunté—. ¿Uno de esos seres que un caballero, so pena de su honra, debe apalear hasta molerles los huesos?
—No necesariamente —dijo Ford.
—¿Es Ezra un caballero? —pregunté.
—Claro que no —dijo Ford—. Es un americano.
—¿Nunca puede un americano ser un caballero?
—Tal vez lo sea John Quinn —explicó Ford—. Algunos hay, entre los embajadores.
—¿Myron T. Herrick?
—Tal vez.
—¿Era Henry James un caballero?
—Estaba muy cerca de serlo.
—¿Es usted un caballero?
—Claro que sí. He sido oficial de Su Majestad.
—Qué complicado asunto —dije—. ¿Soy yo un caballero?
—Decididamente no —afirmó Ford.
—¿Por qué, pues, se sienta usted a mi mesa?
—Me siento a su mesa porque le considero como un escritor joven que promete mucho. Como un colega en literatura, realmente.
—Es usted muy amable —dije.
—En Italia, podría considerársele un caballero —concedió Ford con magnanimidad.
—¿Pero no soy un rufián?
—Claro que no, muchacho. ¿Quién dijo eso nunca?
—Pudiera convertirme en un rufián —dije con tristeza—. Con tanto beber coñac. Cosas así acabaron con Lord Harry Hotspur, en la novela de Trollope. Dígame, ¿era Trollope un caballero?
—Claro que no.
—¿Está usted seguro?
—Pudiera haber división de opiniones. Pero la mía es rotunda.
—¿Lo era Fielding? Tenía el rango de juez.
—Técnicamente, tal vez haya que contarle entre los caballeros.
—¿Y a Marlowe?
—Desde luego que no.
—¿Y a John Donne?
—Era un cura.
—Qué fascinante es esta cuestión —dije.
—Me complace su interés —dijo Ford—. Antes de irme, le acompañaré a beber otro coñac con agua.
Cuando Ford se marchó era ya de noche. Anduve hasta el quiosco y compré
Paris-Sport Complet
, la última edición de la tarde del diario de hípica, que traía los resultados de Auteuil, y el programa de las carreras del día siguiente en Enghien. Émile, el camarero que estaba de turno remplazando a Jean, vino a mi mesa para saber el resultado de la última carrera en Auteuil. Un gran amigo mío, al que raras veces se veía por la Closerie, se acercó entonces y se sentó a mi mesa, y precisamente cuando mi amigo le pedía a Émile su bebida, el demacrado hombre de la capa, con la mujer alta, cruzó por la acera. Su mirada resbaló por nuestra mesa y se desvió.
—Ése es Hilaire Belloc —dije a mi amigo—. Ford estuvo aquí esta tarde, y le negó el saludo.
—No digas bobadas —dijo mi amigo—. Ése es Aleister Crowley, el de las misas negras. Tiene fama de ser el hombre más malvado del universo.
—Lo siento —dije.
El instrumental necesario se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se echa a perder demasiada madera), a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Para la buena suerte, había que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. Hacía tiempo que la pata de conejo había perdido su pelo, y los huesos y tendones relucían de tanto frote. Las uñas rascaban a través del forro del bolsillo, y así uno se acordaba de que allí seguía la buena suerte.
Ciertos días la cosa marchaba tan bien que uno lograba construirse el campo y pasear por el, y andando entre leña cortada salir a un claro del bosque, y subir por una cuesta hasta otear las lomas, más allá de un brazo del lago. Tal vez ocurriera que la mina del lápiz se rompía dentro del embudo del sacapuntas, y uno recurría a la hojita del cortaplumas para expulsar el pedacito de plombagina o tal vez para afilar cuidadosamente el lápiz con su buen filo, y entonces metía uno el brazo por la correa de la mochila, en su salazón de sudor, y levantaba la mochila y pasaba el otro brazo por la otra correa, y sentía el peso repartiéndose por la espalda, y sentía las agujas de pino debajo de los mocasines al echar a andar por la bajada hacia el lago.
Y en aquel momento una voz se hacía oír:
—Hola, Hem. ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Pretendes escribir en un café?
Se acabó la buena suerte, y uno cerraba la libreta. Era lo peor que podía ocurrir. Más valía desde luego no perder los estribos, pero la conservación de estribos no era entonces mi punto fuerte, de modo que dije:
—Joder con el hijo de puta. ¿A qué vienes por aquí? ¿Te han echado de tus jodidos barrios?
—Oye, sin insultar. Me parece muy bien que te las eches de excéntrico, pero yo no voy a pagar el pato.
—Vete de aquí, tú y tu boca de mamón.
—Estamos en un establecimiento público. Tengo tanto derecho a quedarme aquí como tú.
—¿Por qué no te vuelves a hacer el marica a la Petite-Chaumière?
—Oh, por favor, no te me pongas pelma.
Siempre quedaba el recurso de marcharse, y confiar en que fuera sólo una visita accidental: que el sujeto había entrado por casualidad, y que no iba a seguirle una infestación. Claro que había otros cafés buenos para trabajar, pero estaban lejos, mientras que aquél era el café de mi casa. No quería que me echaran de la Closerie des Lilas. Ante aquella primera incursión, cabía la resistencia o la retirada. Probablemente lo más cuerdo era la retirada, pero la ira entró en crecida y dije:
—Oye. Un chulo como tú se acomoda en cualquier parte. ¿Por qué tienes que venir a emporcar un café respetable?
—Sólo entré a tomar una copa. ¿Qué tienes que objetar?
—En nuestro país, después de servirte rompían el vaso.
—Ya me olvidaba de que tenemos un país a medias. Por lo que me cuentas, parece un lugar de costumbres deliciosas.
Estaba sentado a la mesa contigua. Un joven alto y gordo con gafas. Había pedido una cerveza. Decidí no hacerle caso y probar a seguir escribiendo. De modo que no le hice caso y escribí dos frases.
—No hice más que saludarte.
Seguí adelante y escribí otra frase. No se para fácilmente, cuando realmente está en marcha y uno se encuentra bien metido.
—Te has vuelto tan grande, que ya no se puede ni saludarte.
Escribí otra frase que cerraba un párrafo, y leí el párrafo. Estaba bien todavía, y escribí la primera frase del párrafo siguiente.
—Nunca piensas en los demás, ni imaginas que también pueden tener sus problemas.
Las lamentaciones no me estorban: las he oído toda mi vida. Pude perfectamente seguir escribiendo, con aquel ruido no peor que muchos otros, y sin duda mejor que el de Ezra cuando aprendía a tocar el bajón.
—Imagina lo que representa querer ser escritor y sentir la vocación en todas las fibras del cuerpo, y, sin embargo, fracasar siempre.
Seguí escribiendo, y empecé otra vez a tener suerte además de lo otro.
—Imagínate, haberse sentido atravesar por una corriente irresistible, y luego quedar mudo y taciturno.
Mejor eso que mudo y charlatán, pensé, y seguí escribiendo. El sujeto daba ya sus notas altas, y las increíbles frases me calmaban como el chillido de un tablón violado por una sierra mecánica.
—Estuvimos en Grecia —le oí decir pasado algún tiempo.
Hacía rato que sólo le escuchaba como a un ruido. Tenía trabajo adelantado, de modo que podía dejarlo ya para proseguir al día siguiente.
—¿Qué dices de Grecia? —le pregunté—. ¿Estás de vuelta o te quedaste allí?
—No hagas indirectas vulgares —dijo—. ¿No quieres que te cuente lo demás?
—No.
Cerré la libreta y me la metí en el bolsillo.
—¿No te interesa saber cómo terminó?
—No.
—¿No te interesa la vida, ni el sufrimiento de un ser humano?
—El tuyo, no.
—Eres brutal.
—Sí.
—Pensé que tú me ayudarías, Hem.
—Lo que me gustaría es pegarte un tiro.
—¿Serías capaz de hacerlo?
—No. El código penal lo prohíbe.
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿De veras lo harías?
—Claro que lo haría.
—Entonces guárdate de volver a este café. De momento es lo único que te pido.
Me levanté, y el camarero se acercó y pagué.
—¿Puedo acompañarte hasta la serrería, Hem?
—No.
—Bueno, ya nos veremos otro día.
—No aquí.
—Desde luego —dijo—. Queda prometido.
—¿Qué escribes ahora? —cometí el error de preguntar.
—Escribo lo mejor que puedo. Exactamente como haces tú. Pero es tan difícil.
—No deberías escribir, puesto que no eres capaz. ¿Por qué andas lloriqueando por ahí? Vuélvele a casa. Busca un empleo. Ahórcate. Pero no andes por ahí con tu rollo. Nunca serás capaz de escribir.
—¿Por qué me dices estas cosas?
—¿Nunca te has oído a ti mismo hablar?
—Yo hablo de escribir.
—Pues te callas.
—Eres cruel —dijo—. Todo el mundo me decía siempre que eres cruel y no tienes corazón y estás pagado de ti mismo. Pero yo siempre te he defendido. No volveré a defenderte, de ahora en adelante.
—Así me gusta.
—¿Cómo puedes ser tan cruel con un ser humano como tú?
—No sé —dije—. Ove, ya que no eres capaz de escribir, ¿por qué no te dedicas a la crítica?
—¿Te parece?
—Sería estupendo —le dije—. Siendo crítico, podrás escribir cuanto te venga en gana. No tendrás que preocuparte porque una cosa no sale, o porque te has quedado mudo y taciturno. Todo el mundo leerá lo que escribes y lo respetará.
—¿Crees que puedo ser un buen crítico?
—No sé si muy bueno. Pero puedes ser un crítico. Siempre encontrarás gentes que te harán favores, y tú podrás hacer favores a tus gentes.
—¿Qué quieres decir, con eso de mis gentes?
—Quiero decir tus amigos.
—Oh, ésos. Ésos ya tienen a sus críticos.
—No tienes que ser por fuerza crítico de libros —dije—. Están las pinturas, el teatro, el ballet, el cine...
—Me revelas grandes posibilidades, Hem. Te lo agradezco muchísimo. Se pueden hacer grandes cosas, ya lo veo. Y también es una obra de creación.
—Al crear se le da demasiada importancia. Al fin y al cabo, a Dios le bastaron seis días para crear el mundo, y al séptimo descansó.
—Y desde luego, nada me impedirá dedicarme también a la literatura de creación.
—Nada. Salvo que a lo mejor tu propia crítica te plantea un criterio de calidad excesivamente severo e inalcanzable.
—Mis criterios serán muy altos. No te quepa duda.
—Estoy seguro.
Como era ya un crítico, le invité a una copa y aceptó.
—Hem —dijo; y me di cuenta de que era un critico de cuerpo entero, ya que empezaba sus frases poniendo en vocativo el nombre de la persona a quien se dirigía—. Con toda sinceridad, tengo que confesarte que tu estilo me parece demasiado rígido.
—Qué lástima.
—Hem: es demasiado seco, demasiado descarnado.
—Malo, malo.
—Hem: demasiado rígido, demasiado seco, demasiado descarnado, se ven demasiado los tendones. Intimidado, palpé la pata de conejo en mi bolsillo y prometí:
—Intentaré que entre un poco en carnes.
—Fíjate que no quiero decir que me guste obeso.
—Hal —dije, para entrenarme a hablar como un crítico—. Me guardaré de la obesidad mientras pueda.
—Me alegra que estemos tan de acuerdo —dijo con magnanimidad.
—¿Te acordarás de no volver por aquí cuando yo esté trabajando?
—Naturalmente, Hem. Claro. A partir de ahora, yo tendré también mi café fijo.
—Eres muy amable.
—Procuro serlo —dijo.
Sería muy interesante e instructivo que el joven se hubiera transformado en un crítico famoso, pero las cosas no tomaron este rumbo, aunque tuve grandes esperanzas por cierto tiempo.
No creí que volviera al día siguiente, pero no quise arriesgarme, y por un día dejé en paz a la Closerie. De modo que al día siguiente me levanté temprano, herví las tetinas de caucho y las botellas de los biberones, compuse la mezcla prescrita y la embotellé, di un biberón a Mr. Bumby y me puse a trabajar en la mesa del comedor, cuando no había todavía nadie despierto salvo Mr. Bumby,
F. Puss
el gato y yo. Eran dos compañeros tranquilos y agradables, y trabajé con más facilidad que nunca. En aquellos días uno no tenía necesidad de nada, ni siquiera de la pata de conejo, aunque siempre reconfortaba palparla en el bolsillo.