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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

París era una fiesta (13 page)

BOOK: París era una fiesta
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—Ya le hablaré.

—No, no hace falta. Siempre puedo esperarte aquí. Es muy agradable estar al sol ahora, ¿no te parece?

—Estamos en pleno otoño. Me da la impresión de que no vas bastante abrigado para este tiempo.

—Sólo hace fresco por la noche —dijo Evan—. Un día de éstos empezaré a ponerme el abrigo.

—¿Sabes dónde lo tienes?

—No. Pero lo tengo guardado en alguna parte. No lo perderé.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque guardé el poema en el bolsillo—. Rió sinceramente, pero apretando los labios para no enseñar los dientes—. Acompáñame a beber un whisky, por favor.

—Muy bien.

—Jean —se levantó Evan y llamó al camarero—. Dos whiskies, por favor.

Jean vino con la botella y los vasos y dos platillos de diez francos y el sifón. No midió con una copita y vertió whisky hasta llenar los vasos en más de tres cuartos. Jean quería mucho a Evan, que a menudo le acompañaba y le ayudaba a trabajar en su huerto de Montrouge, pasada la Porte d’0rléans, en los días libres de Jean.

—No tiene que exagerar —dijo Evan al alto y viejo camarero.

—¿Son dos whiskies o no? —preguntó el camarero.

Añadimos agua, y Evan dijo:

—Bebe el primer sorbo con mucho cuidado, Hem. Bien administrados, estos vasos nos pueden durar mucho.

—¿Y qué, te cuidas un poco? —le pregunte.

—Si, te lo juro. Pero hablemos de otra cosa, ¿no te parece?

No había nadie más sentado en la terraza, y el whisky empezó a caldearnos a los dos, aunque yo iba más preparado para el otoño que Evan, y llevaba mi
chandail
de boxeo y encima una camisa y encima de la camisa un jersey azul de marinero francés.

—He estado pensando en Dostoievski —dije—. No acabo de entenderlo. ¿Cómo puede escribir tan mal, tan increíblemente mal, y hacernos sentir tan hondamente?

—No creo que sea la traducción —dijo Evan—. Pasado por esa mujer, Tolstoi es muy buen escritor.

—De acuerdo. No sé cuántas veces comencé
La guerra y la paz
y lo dejé, hasta encontrar la traducción de Constance Garnett.

—Dicen que se la puede mejorar. No lo dudo aunque no sé ruso. Pero ya sabemos lo que son las traducciones. De todos modos, lo cierto es que la novela queda fantástica, quizá la mejor que existe, y uno puede leerla y releerla.

—De acuerdo —dije—. En cambio no puedes leer y releer a Dostoievski. Tenía
Crimen y Castigo
en Schruns, en una temporada en que se nos acabaron los libros, y no pude releerlo aunque no tenía nada que leer. Me dediqué a los periódicos austríacos y a estudiar alemán hasta que encontramos algo de Trollope en la edición Tauchnitz.

—Que Dios bendiga a Tauchnitz —dijo Evan.

El whisky había perdido su ardor, y después de añadirle agua parecía simplemente una bebida demasiado fuerte.

—Mira, Hem, Dostoievski era una mierda —prosiguió Evan—. De lo que escribe bien es de mierda y de los santos. Sus santos son maravillosos. Lástima que no haya modo de releerle.

—Voy a probar otra vez con
Los hermanos
. Probablemente fue culpa mía.

—Se pueden releer trozos. Se puede releer casi todo. Pero de pronto empieza a ponerte furioso, por grande que sea.

—Bueno, en todo caso tuvimos suerte de poder leerlo por primera vez, y tal vez saldrá una traducción mejor.

—Pero no te dejes tentar por ese hombre, Hem.

—Claro que no. Yo quiero escribir de modo que haga efecto sin que el que lee se dé cuenta, y así, cuanto más lea más efecto le hará.

—Estupendo. Bebo a tu salud el wisky de Jean —dijo Evan.

—Se meterá en un lío serio si sigue haciendo eso —dije.

—Ya está metido en un lío —dijo Evan.

—¿Qué pasa?

—El café cambia de dueño —dijo Evan—. Los nuevos propietarios quieren una clientela diferente, que gaste dinero, y van a poner un bar americano. Los camareros llevarán chaquetas blancas, figúrate tú, y les han dicho que se preparen a afeitarse los bigotes.

—No pueden hacerles eso a André y a Jean.

—No deberían poder, pero lo harán.

—Jean ha llevado bigote toda su vida. Es un bigote de dragón. Sirvió en un regimiento de Caballería.

—Tendrá que afeitárselo.

Bebí el resto del whisky.

—¿Otro whisky,
monsieur
? —vino Jean a preguntarme—. ¿Un whisky,
monsieur
Shipman?

Su gran bigote de puntas caídas formaba parte de su cara descarnada y amable, y la bola calva de su cabeza brillaba debajo de los hilos de pelo rígido que la atravesaban.

—No haga eso, Jean —le dije—. No se arriesgue.

—No hay riesgo —nos dijo en voz baja—. Lo que hay es mucha confusión. Muchos se despiden. Entendido, messieurs —dijo en voz alta.

Entró en el café y volvió a salir equipado con la botella de whisky, dos grandes vasos, dos platillos de diez francos fileteados en oro, y un sifón.

—No, Jean —dije.

Puso los vasos en los platillos y los llenó de whisky casi hasta el borde, y volvió al café con lo que quedaba de la botella. Evan y yo hicimos chorrear un poquitín de sifón en los vasos.

—Es una suerte que Dostoievski no conociera a Jean —dijo Evan—. Hubiera podido matarse bebiendo.

—¿Qué haremos con estos vasos?

—Beberlos —dijo Evan—. Son una protesta. Son acción directa.

Al lunes siguiente, cuando por la mañana fui a trabajar a la Closerie, André me sirvió un Bovril, que es una taza de extracto de buey disuelto en agua. André era bajo y rubio, y donde antes estaba su mostacho cerdoso se veía un desnudo labio de cura. Llevaba una chaqueta blanca de barman americano.

—¿Y Jean?

—No vendrá hoy.

—¿Cómo se encuentra?

—Á él le ha costado más resignarse. Sirvió toda la guerra en un regimiento de Caballería pesada. Tuvo la Croix de Guerre y la Médaille Militaire.

—Nunca me ha dicho que le hubieran herido tan gravemente.

—No. no fue pur eso. Le hirieron, claro, pero la Médaille Militaire que le dieron fue por lo otro. Por su valor.

—Dígale que pregunté por el.

—Desde luego —dijo Andre—. Espero que no tardará demasiado en resignarse.

—Dele también recuerdos de Mr. Shipman.

—Mr. Shipman está con el —dijo André—. Se fueron a trabajar al huerto.

Un agente del mal

Lo último que me dijo Ezra cuando dejó la rué Notre-Dame-des-Champs para marcharse a Rapallo fue:

—Oye, Hem, deseo que guardes este tarro de opio, y que se lo des a Dunning sólo en un caso de verdadera necesidad.

Era un gran tarro de
cold-cream
, y desenroscando el tapón vi que el contenido era oscuro y viscoso y olía a opio muy crudo. Ezra me dijo que lo había comprado a un príncipe indio, en la avenue de 1’Opéra cerca del boulevard des Italiens, y que le había costado muy caro. Yo supuse que procedía del viejo bar del Trou- dans-le-Mur, que durante la guerra y poco después fue un antro de desertores y de traficantes en drogas. Era un bar muy estrecho pintado de rojo por fuera, apenas más que un segmento de pasillo, en la rué des Italiens. En cierta época comunicaba por una puerta trasera con las cloacas de París, y se decía que saliendo por allí uno podía llegar hasta las catacumbas. Dunning era Ralph Cheever Dunning, un poeta que fumaba opio y que se olvidaba de comer. En las temporadas en que fumaba mucho sólo era capaz de beber leche, y entonces escribía en
terza rima
o tercetos encadenados, lo cual le hacía simpático para Ezra, que además encontraba otras cualidades en su poesía. Se entraba en su casa por el mismo patio a que daba el estudio de Ezra, y Ezra me llamó pidiéndome auxilio, un día en que Dunning se moría, pocas semanas antes de que Ezra dejara París. La nota de Ezra decía: «Dunning se muere. Por favor, ven en seguida.»

Dunning. tendido en la estera, parecía un esqueleto, y desde luego hubiera acabado muriéndose por falta de alimentos, pero al fin convencí a Ezra de que son pocos los que se mueren hablando en períodos bien redondeados, y de que nunca se había visto a un hombre morir mientras hablaba en tercetos encadenados, y por mi parte yo dudaba de que el propio Dante llegara a tanto. Ezra dijo que Dunning no estaba hablando en tercetos encadenados, y reconocí que posiblemente me sonaba a tercetos encadenados sólo porque yo estaba durmiendo cuando recibí la nota de Ezra. Finalmente, después de una noche pasada con Dunning que esperaba la llegaba de la muerte, dejamos el caso a cargo de un médico, y se llevaron a Dunning a una cura de desintoxicación. Ezra se hizo responsable del pago a la clínica, y movilizó en ayuda de Dunning a no sé cuántos amantes de la poesía. A mí se me confió únicamente la entrega del opio si se producía un momento de verdadera necesidad. Viniendo de Ezra, era una misión sagrada, y mi mayor ambición era la de estar a la altura de las circunstancias y reconocer el estado de verdadera urgencia. Se produjo al fin, cuando un domingo por la mañana la portera de Ezra entró en el patio de la serrería y gritó hacia la abierta ventana donde se me veía estudiando los programas de los hipódromos:


Monsieur
Dunning est monté sur le toit et refuse catégoriquement de descendre.

Que Dunning se hubiera subido al tejado del estudio y se negara categóricamente a bajar, parecía representar un estado de notable urgencia, de modo que me proveí con el tarro de opio y subí por la calle en compañía de la portera, que era una mujer menuda y vehemente, muy agitada por la situación.

—¿Tiene
monsieur
lo que se necesita? —preguntó.

—Desde luego —aseguré—. No habrá ninguna dificultad.


Monsieur
Pound piensa en todo —dijo ella—. Es la amabilidad en carne y hueso.

—Sí que lo es —dije—. Y continuamente le echo de menos.

—Esperemos que
monsieur
Dunning será razonable.

—Tengo lo que hace falta —le aseguré.

Cuando llegamos al patio a que daban los estudios, la portera dijo:

—Ya ha bajado.

—Debe de haber intuido que yo venía —dije.

Subí por la escalera al aire libre que llevaba a la vivienda de Dunning y llamé a la puerta. Me abrió. Estaba demacrado y parecía más alto que de ordinario.

—Ezra me encargó que te diera esto —dije ofreciéndole el tarro—. Dijo que ya comprenderás lo que es.

Tomó el tarro y lo miró. Luego me lo tiró. El tarro me dio en el pecho o en el hombro y rodó escaleras abajo.

—Hijo de puta —dijo él—. Mal parido.

—Ezra dijo que tal vez lo necesitaras —dije.

Replicó disparándome una botella de leche.

—¿Estás seguro de que no te hace falta? —pregunté.

Arrojó otra botella de leche. Me batí en retirada, y me alcanzó en la espalda con otra botella de leche. Luego cerró la puerta.

Recogí el tarro, que sólo tenía una ligera raja, y me lo guardé en el bolsillo.

—No pareció que le gustara el regalo de
monsieur
Pound —expliqué a la portera.

—Tal vez ahora estará tranquilo.

—Tal vez ya tenga él una provisión.

—Pobre
monsieur
Dunning —dijo ella.

Los amantes de la poesía que Ezra había organizado acudieron al fin en auxilio de Dunning. Mi propia intervención y la de la portera no habían sido más que fracasos. El tarro de supuesto opio que se había rajado lo guardé, envuelto en papel de parafina y cuidadosamente atado, en una vieja bota de montar. Cuando, unos años después, Evan Shipman me ayudó a recoger mis cosas de aquel piso que dejaba definitivamente, encontramos el viejo par de botas de montar, pero el tarro no estaba. No sé por qué me bombardearía Dunning con botellas de leche, a no ser que se acordara de mi incredulidad en la noche en que murió por primera vez, o que fuera una innata repugnancia por mi persona. Pero me acuerdo de la intensa felicidad que la frase «
Monsieur Dunning est monté sur le toit et refuse categóriquement de descendre
» comunicó a Evan Shipman. Vio en ella una virtud simbólica. Yo no sé. Tai vez Dunning me tomó por un agente del mal o de policía. Yo sólo sé que Ezra procuró favorecer a Dunning como favorecía a tanta gente, y siempre deseé que Dunning fuera un poeta tan bueno como Ezra creía. Para ser poeta, disparó una botella de leche con puntería muy buena. Pero Ezra, que era un poeta muy grande, también jugaba muy bien al tenis. Evan Shipman, que era un poeta muy bueno y realmente no sentía ninguna necesidad de que sus poemas se publicaran, decidió que el caso de Dunning debía seguir envuelto en misterio.

—En nuestras vidas no hay bastante verdadero misterio, Hem —me dijo una vez—. En estos tiempos, lo que más falta nos hace son el escritor realmente desprovisto de ambición, y el poema inédito realmente bueno. Claro que está el problema de comer.

Scott Fitzgerald

Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que é1 no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo.

La primera vez en mi vida en que encontré a Scott Fitzgerald, ocurrió algo muy extraño. Muchas extrañas cosas ocurrieron con Scott, pero aquello no he podido olvidarlo nunca. Él entró en el bar Dingo de la rué Delambre, donde yo estaba sentado en compañía de algunos sujetos que eran compañías perfectamente malas, y vino y se presentó y presentó a un hombre alto y simpático que estaba con él, diciendo que era Dunc Chaplin, el famoso lanzador de béisbol. No se puede decir que los campeonatos de béisbol en la Universidad de Princeton me hubieran apasionado nunca, y nunca había oído hablar de Dunc Chaplin, pero era exactamente lo que se llama un chico decente, y además no eslaba ni preocupado ni nervioso ni agresivo, y me fue mucho más simpático que Scott.

Scott era ya entonces un hombre pero parecía un muchacho, y su cara de muchacho no se sabía si iba para guapa o se quedaba en graciosa. Tenía un pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos exaltados y cordiales, y una delicada boca irlandesa de larga línea de labios, que en una muchacha hubiese representado la boca de una gran belleza. Tenía una firme barbilla y perfectas orejas, y una nariz que nunca fue torcida. Desde luego que se puede tener todo eso y no ser hermoso, pero él lo era gracias al color del cutis, al pelo muy rubio y a la boca. Una boca como para preocupar hasta que uno conocía bien a Scott, y entonces como para preocupar todavía más.

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