París era una fiesta (14 page)

Read París era una fiesta Online

Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

BOOK: París era una fiesta
2.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yo tenía mucha curiosidad por conocerle y me había pasado el día trabajando de firme, y parecía maravilloso que allí estuvieran conmigo Scott Fitzgerald y el gran Dunc Chaplin, de quien nunca había oído hablar pero que de pronto era mi amigo. Scott no paraba de hablar, y como me ponía nervioso lo que decía, ya que se trataba de mis cuentos y de lo estupendos que eran, me puse a mirarle atentamente y a observar en vez de escuchar. Entonces todavía estaba en rigurosa vigencia el código según el cual las alabanzas eran la deshonra. Scott pidió champán y lo bebimos él y Dunc Chaplin y yo, me parece que en compañía de algunas de las malas compañías. No creo que ni Dunc ni yo siguiéramos muy de cerca la marcha del discurso de Scott, porque se trataba de un discurso, y yo no dejaba de observar a Scott. Era un hombre ligero pero no parecía en muy buena forma, y se le notaba como una hinchazón en la cara. Su traje de señorito le sentaba bien y estaba claro que salía de Brooks Brothers, y llevaba una camisa blanca de cuello muy formalito, y una corbata de esas que los ingleses se ponen con los colores de la banderita de su regimiento, y aquélla era nada menos que del regimiento de los Guardias Reales. Creí conveniente decirle que, hombre, que la corbata, porque en París los ingleses no escasean que digamos, y a lo mejor uno se metía en el Dingo, y además allí al lado estaban dos, pero luego pensé que a la puñeta y seguí observándole. Mas adelante se descubrió que la corbata salía de una tienda de Roma.

Llegó un momento en que observarle ya no me proporcionaba mucha información, excepto la de que tenía manos bien formadas y que parecían hábiles, y no eran pequeñitas, y cuando se encaramó a uno de los taburetes del bar, descubrí que tenía las piernas muy cortas. Con piernas normales tal vez hubiera alcanzado cinco centímetros más. Terminada ya la primera botella de champán y empezada la segunda, el discurso daba muestras de secarse.

Dunc y yo empezábamos a sentirnos incluso más ensamblados que antes del champán, y además era una suerte que el discurso se acabara. Hasta entonces, la idea que yo tenía de mi grandeza como escritor es que era un secreto muy bien guardado entre mi mujer y yo y esas pocas personas con las que se puede hablar. Qué suerte que Scott hubiera llegado a la misma satisfactoria conclusión acerca de mi grandeza, pero también era una suerte que su discurso empezara a ratear. Pero después de la conferencia llegó el coloquio de preguntas y respuestas. Fácil observarle sin escuchar la conferencia, pero en el coloquio no había escape. Scott, según más adelante comprendí, creía que para poner en claro sus dudas técnicas a un novelista le bastaba con preguntar llanamente a sus amigos y conocidos. Sí que fue llano el interrogatorio.

—Óyeme, Ernest —dijo—. ¿No te molesta que te tutee, verdad?

—Si a Dunc no le importa.

—No digas tonterías. Hablo en serio. Dime, ¿tú y tu mujer os fuisteis a la cama antes de casaros?

—No sé.

—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes?

—No me acuerdo.

—No me digas que no te acuerdas de algo tan importante.

—De veras no lo sé —dije—. Qué raro, ¿verdad?

—Es más que raro —dijo Scott—. No puede ser que no te acuerdes.

—Lo siento. Es una lástima, ¿verdad?

—No te hagas el memo como un inglés —dijo él—. Ponte serio y acuérdate.

—Al cuerno —dije—. No me acuerdo.

—Podías de verdad procurar acordarte.

Parece que la conversación se caldea, pensé. Especulé si le servía a todo el mundo aquel rollo, pero me pareció que no, porque le observé cómo sudaba al elaborarlo. El sudor apareció en minúsculas gotitas encima de su largo y perfecto e irlandés labio superior, y ésa fue la razón por la que dejé de mirarle a la cara y registré el escaso largo de sus piernas, extendidas por el taburete alto. Volví a mirarle la cara, y entonces ocurrió el extraño fenómeno.

Mientras estaba allí sentado a la barra con la copa de champán en la mano, de pronto pareció que la piel de la cara se le ponía tirante y que desaparecía su hinchazón, y luego se puso todavía más tirante hasta que la cara pareció una calavera. Los ojos se hundieron y se apagaron como muertos, los labios se adelgazaron tirantes, y el color de la cara se fue, dejando un matiz de cera de vela quemada. No fueron visiones mías. La cara se le convirtió realmente en una calavera, o en una mascarilla mortuoria, ante mis ojos.

—Scott —dije—, ¿te encuentras bien?

No contestó, y la cara se le puso todavía más tirante.

—Tenemos que llevarle a un puesto de socorro —dije a Dunc Chaplin.

—No. No le pasa nada.

—Parece que está muriéndose.

—No. Siempre que se entrompa le pilla así.

Lo metimos en un taxi, y yo estaba muy inquieto pero Dunc dijo que no ocurría nada y que no me preocupara.

—Seguro que se encuentra ya bien al llegar a casa —dijo.

Así debió ocurrir, puesto que al encontrarme con Scott unos días más tarde en la Closerie des Lilas le dije que era una lástima que la bebida le hubiera sentado mal, que probablemente hablando y sin darnos cuenta bebimos demasiado de prisa, y me contestó :

—¿Una lástima? ¿Qué lástima? ¿Que me sentó mal? No sé de qué me hablas, Ernest.

—Me refiero a la otra noche, en el Dingo.

—En el Dingo nada me sentó mal. Pero rne daban la lata aquellos pelmazos de ingleses que estaban contigo, y por eso me fui a casa.

—No había ningún inglés en el bar. Salvo el barman.

—No armes enigmas, hombre. Ya sabes de qué sujetos se trata.

Debió volver luego al bar. O tal vez volvió otro día. O no, claro, entonces me acordé de que había dos ingleses allí. Era verdad. Me acordé de quiénes eran. Estuvieron aquella noche, en efecto.

—Sí —dije—. Desde luego.

—Esa chica de título falsificado que estaba tan impertinente, y ese memo borracho que la acompañaba. Dijeron que eran amigos tuyos.

—Lo son. Y es verdad que ella se pone a veces muy impertinente.

—Ya ves. No lleva a ninguna parte armar misterios, sólo porque uno ha bebido unas copas de vino. ¿Por qué diablos se te ocurrió armar tanto misterio? Nunca hubiera creído que te diera por ese tipo de bromas.

—No sé —dije; quise cambiar de tema, pero de pronto se me ocurrió una idea y pregunté—: ¿Se pusieron impertinentes por tu corbata?

—¿Impertinentes por mi corbata? No te entiendo. Llevaba una corbata de lazo negra, con una camisa blanca de cuello blando. Nada que pudiera llamar la atención.

Entonces sí que lo dejé. Scolt me preguntó por qué me gustaba el café aquel, y yo le describí el lugar antes de que hicieran reformas, y él procuró que le gustara también, y allí nos estuvimos sentados, yo a mi gusto y él procurando estar a gusto, y él me hizo preguntas y me habló de escritores y editores y agentes y críticos y George Horace Lorimer, y de la parte anecdótica y la económica en la vida de un escritor de éxito, y estuvo cínico y divertido y muy alegre y encantador y se hacía muy simpático, incluso si uno estaba en guardia frente a los que se hacen simpáticos. Hablaba con desdén pero sin amargura de todas sus cosas publicadas, y comprendí que su nuevo libro tenía que ser muy bueno para que pudiera reconocer sin amargura los defectos de los libros anteriores. Dijo que me daría a leer el libro nuevo,
The Great Gatsby
, en cuanto recuperara el único ejemplar que tenía, y que había prestado a no sé quién. Oyéndole hablar del libro no imaginaba uno lo bueno que éste era, salvo precisamente porque él hablaba con la timidez que muestran todos los escritores no fatuos cuando han hecho algo que está muy bien, y al fijarme deseé que recuperara pronto el libro para poder leerlo yo.

Me dijo Scott que según Maxwell Perkins, su agente, el libro no se vendía bien pero tenía muy buena crítica. No recuerdo si fue aquel día o más tarde cuando Scott me enseñó una reseña del libro por Gilbert Seldes, y no podía ser mejor. Sólo podría ser mejor si Gilbert Seldes fuera mejor. Scott estaba sorprendido y ofendido por la poca venta del libro, pero repito que no tenía entonces ninguna amargura, y sobre la calidad del libro se le veía a la vez tímido y contento.

Aquella tarde, mientras estábamos en la terraza de la Closerie des Lilas y veíamos caer la tarde y pasar la gente por la acera y cambiar la luz gris del crepúsculo, los dos whiskies con soda que bebimos no provocaron en él ninguna transformación química. Yo la esperaba fijándome mucho, pero no soltó discursos, y obró como una persona normal e inteligente y muy simpática.

Me contó que él y Zelda, su mujer, habían tenido que abandonar en Lyon el cochecito Renault que tenían, porque se les había echado encima tanta lluvia que era incómodo guiarlo. Me pidió que le acompañara a Lyon: iríamos en tren y recogeríamos el coche y volveríamos por carretera a París. Los Fitzgerald tenían alquilado un piso amueblado en el 14 de la rué de Tilsitt, no lejos de la Étoile. Estábamos a fines de primavera, y pensé que el campo estaría entonces en su mejor forma, y que podía ser una excursión muy agradable. Scott parecía tan simpático y tan razonable, y le vi beber dos whiskies fuertes sin que ocurriera nada, y con su seducción y su apariencia de cordura parecía que la otra noche en el Dingo había sido un sueño penoso. De modo que dije que le acompañaría a Lyon cuando quisiera ir.

Quedamos en encontrarnos al día siguiente, y nos encontramos y decidimos que nos marcharíamos a Lyon en el expreso de la mañana. El tren salía a una hora cómoda y era muy rápido. Si no recuerdo mal, sólo tenía una parada en Dijon. Proyectábamos llegar a Lyon, hacer revisar el coche por un mecánico, cenar bien, y a la mañana siguiente temprano salir de vuelta a París.

La excursión me ilusionaba. Viajaría en compañía de un escritor de más edad y más éxito, y el coche nos daría ocasión para largas conversaciones muy instructivas para mí. Se me hace curioso recordar que entonces yo miraba a Scott como un escritor de más edad, pero el hecho es que, no habiendo todavía leído
The Great Gatsby
, me parecía un escritor mucho más viejo que yo. Le veía como autor de unos cuentos que tres años antes resultaban divertidos cuando salían en el
Saturday Evening Post
, pero no se me ocurrió que pudiera ser un escritor serio. En nuestra conversación en la Closerie des Lilas, me contó que a veces escribía un cuento que a él le parecía bueno, aunque en realidad no era más que un cuento bueno para el Post, y que una vez escrito lo alteraba antes de mandarlo a la dirección de la revista, porque sabía exactamente las vueltas y revueltas que convertían un cuento en artículo de éxito. Me sobresalté, y le dije que aquello era putear. Reconoció que era putear, pero dijo que tenía que hacerlo porque las revistas le daban el dinero necesario para escribir libros decentes. Dije que no me parecía que nadie pudiera escribir sin esforzarse por hacerlo lo mejor posible, y a pesar de todo conservar su talento. Él dijo que, puesto que primero escribía el cuento en su forma honrada, alterarlo y estropearlo luego no le hacía ningún daño. El argumento no me convencía y hubiera querido discutírselo, pero necesitaba una novela en que apoyar mi convicción, para aducírsela y persuadirlo, y entonces yo no había escrito todavía ninguna novela. A partir del momento en que empecé a despedazar mi estilo y a desprenderme de toda facilidad y a probar de construir en vez de describir, mi trabajo se había hecho apasionante. Pero me resultaba muy difícil, y no veía modo de escribir una novela larga. A menudo necesitaba toda una mañana de trabajo intenso para escribir un párrafo.

Mi mujer, Hadley, se alegró mucho de que yo saliera de excursión con Scott, aunque no se tomaba en serio las cosas de Scott que había leído. La noción que ella tenía de un buen escritor se basaba en Henry James. Pero pensó que a mí me convenía tomarme un descanso y dar una vuelta, aunque naturalmente lo que nos hubiera gustado era tener dinero para comprarnos nosotros un coche y salir de viaje juntos. Entonces no me parecía concebible que eso se realizara nunca. Boni and Liveright me habían dado un anticipo de doscientos dólares por un libro de relatos que iban a publicar en el otoño de aquel año, y mis cuentos eran aceptados por la
Frankfurter Zeitung
y por
Der Querschnitt
de Berlín, y por
This Quarter
y la
Transatlantic Review
de París, y vivíamos con gran economía, gastando sólo lo imprescindible, y ahorrando para poder ir a la Feria de Pamplona en julio y luego a Madrid y a la Feria de Valencia.

En la mañana convenida con Scott, llegué a la Gare de Lyon con tiempo de sobras, y le esperé ante la entrada a los andenes. Él tenía que traer los billetes. Se acercó la hora de la salida y él no llegaba, y al fin compré un billete de andén y caminé a lo largo del tren buscándole. No le vi, y cuando el largo tren se puso en marcha subí de un salto y recorrí los pasillos, confiando que estaría allí. Era un largo tren, y Scott no estaba. Expliqué el caso al revisor, compré un billete de segunda ya que el tren no tenía tercera, y pregunté al revisor cuál era el mejor hotel de Lyon. La única solución parecía telegrafiar a Scott desde Dijon, y decirle que le esperaba en Lyon en tal hotel. Si ya no estaba en casa, su mujer debía saber dónde transmitirle el telegrama. Entonces yo no sabía que un hombre adulto pudiera perder un tren, pero aquella excursión iba a enseñarme muchas cosas nuevas.

Por aquellos días era yo muy irritable, pero pasado Montereau ya se me había calmado la ira y era capaz de gozar del paisaje, y a mediodía almorcé bien en el coche restaurante y bebí una botella de Saint Émilion, y pensé que aunque había sido una solemne majadería embarcarme para un viaje confiando en una invitación, y aunque la broma me estaba costando un dinero que necesitábamos para ir a España, al fin y al cabo era una buena lección. Nunca antes me habían invitado a un viaje con los gastos pagados, y al invitarme Scott me empeñé en que dividiríamos los gastos de hotel y de las comidas. Pero entonces resultaba que a lo mejor Fitzgerald ni siquiera aparecía (en mi ira, le degradé de Scott y le pasé a Fitzgerald). Unos días después me alegré de que la cólera me hubiera estallado al principio y luego se me calmara. No fue una excursión muy indicada que digamos para una persona colérica.

En Lyon supe que Scott había salido de París para Lyon, pero sin decir dónde pensaba alojarse. Confirmé mi dirección, y la sirvienta que contestó al teléfono dijo que se la comunicaría a Scott si él llamaba. Madame no se encontraba bien y todavía descansaba. Llamé a todos los buenos hoteles de Lyon pero no pude localizar a Scott, y luego fui a un café a tomar un aperitivo y leer los periódicos. En el café encontré a un hombre que se ganaba la vida comiendo fuego, y además torcía con pulgar e índice monedas que apretaba entre sus mandíbulas desdentadas. Enseñaba las encías, magulladas pero en apariencia firmes, y dijo que no era mal oficio el suyo. Le invité a una copa y tuvo mucho gusto. Tenía una hermosa cara morena que rebrillaba cuando comía el fuego. Dijo que Lyon era mal punto, tanto para comer fuego como para proezas de fuerza con dedos y mandíbulas. Los falsos tragafuegos habían estropeado el oficio, y lo seguirían estropeando mientras no les prohibieran ejercer. Dijo que él se había pasado la tarde comiendo fuego y que no tenía dinero bastante para comer otra cosa aquella noche. Le invité a beber otra copa para quitarse el sabor a petróleo del fuego que tragaba, y le dije que podíamos cenar juntos si sabía algún sitio bueno y barato. Dijo que conocía un sitio excelente.

Other books

It Takes a Rebel by Stephanie Bond
Daughter of York by Anne Easter Smith
Forgiven by Janet Fox
One Foot Onto the Ice by Kiki Archer
Wolf Hunt by Jeff Strand
A Cowboy's Claim by Marin Thomas
Splintered by Dean Murray