—Cierto que la división es grande. Ya te dije que tenía cuatro mil kilómetros de anchura.
Hay espacio sobrado para la nave, si es esto lo que te asusta.
—Tú mismo pareces bastante nervioso, tratándose de un sujeto que mide metro ochenta y pico, por fuera —replicó el aludido—. ¿Acaso Lucky corre demasiado para tu gusto?
—Vamos, Bigman —contestó Wess—, si me pasara por la mollera el sentarme sobre ti...
—Entonces habría más cerebro en el asiento que en tu cabeza. —Y Bigman estalló en un gozoso chorro de carcajadas.
—Antes de cinco minutos —anunció Lucky— estaremos en la división.
A Bigman se le cortó el aliento, y se volvió hacia la pantalla visora, diciendo:
—De vez en cuando se distingue una especie de centelleo dentro de la brecha. Lucky respondió:
—Eso es gravilla, Bigman. La división de Cassini está limpia de tales objetos, comparada con los anillos propiamente dichos; pero no limpia en un ciento por ciento. Si al cruzar chocamos con uno de esos pedazos...
—Una posibilidad entre mil —interpuso Wess, desdeñando la probabilidad con un movimiento de hombros.
—Una posibilidad entre un millón —rectificó fríamente Lucky—, pero fue una probabilidad entre un millón la que permitió que el Agente X subiera a bordo de la Net of Space...
Estamos en el límite de la abertura propiamente dicha. —Su mano cogía los mandos con gesto firme.
Bigman inspiró profundamente, poniéndose en tensión en espera del posible pinchazo que abriría el casco y acaso convirtiera la micropila protónica en una extensa llamarada de energía roja. Al menos todo habría terminado antes de...
—Lo conseguimos —anunció Lucky con alegría.
Wess expulsó el aliento ruidosamente.
—¿Hemos cruzado? —preguntó Bigman.
—Por supuesto, hemos cruzado, marciano tonto —replicó Wess—. Los anillos sólo tienen dieciséis kilómetros de grosor, y ¿cuántos segundos crees que necesitamos para correr dieciséis kilómetros?
—¿Y estamos en la otra parte?
—Tenlo por seguro. Mira si puedes localizar los anillos en la pantalla visora.
Bigman dirigió el enfoque en un sentido, luego en el contrario, y luego repitió varias veces la maniobra, siempre aumentando el radio de acción.
—¡Arenas de Marte!, ahí aparece una especie de silueta oscura.
—Y eso es lo único que verás, compañerito. Ahora estás en el costado sombreado de los anillos. El Sol ilumina la otra cara, y la luz no penetra a través de dieciséis kilómetros de espesa gravilla. Oye, Bigman, ¿qué os enseñan en Marte bajo la etiqueta de astronomía?
¿No será la canción infantil aquélla de Centellea, centellea, estrellita?
Bigman adelantó pausadamente el labio inferior.
—¿Sabes, cabeza de sebo?, me gustaría tenerte una temporada entera en las granjas marcianas. Te libraría de la grasa que te cubre hasta llegar a la carne que tengas (no pasará de los cinco kilogramos) que la tienes toda en esos pies tan enormes.
Lucky intervino:
—Agradecería mucho, Wess, que tú y Bigman pusierais una señal entre las hojas de esa discusión que estáis sosteniendo, a fin de continuarla más tarde. ¿Quieres hacer el favor de consultar los detectores de masas?
—Sin duda, Lucky. Eh, eso no marcha demasiado bien. ¿Con que rapidez cambias de dirección?
—Con toda la que la nave me permite. Vamos a permanecer bajo los anillos todo el trecho que podamos.
—Muy bien, Lucky —asintió Wess, con un movimiento de cabeza—. De ese modo los detectores de masas de los otros no les sirven para nada.
Bigman sonrió. La maniobra salía a la perfección. Gracias a la interferencia de los anillos de Saturno, ningún detector de masas podría localizar la Shooting Starr, y hasta la detección visual era casi imposible, a través de los anillos.
Las largas piernas de Lucky se estiraron y los músculos de su espalda se movieron sin dificultad al mismo tiempo que el hombre flexionaba y estiraba los músculos de las extremidades superiores para librarse de parte de la fatiga acumulada en los brazos y los hombros.
—Dudo —mencionó Lucky—, que ninguna nave siriana tenga el valor de seguirnos a través de la brecha. Ellos no tienen el Agrav.
—Muy bien —confirmó Bigman—, hasta aquí, estupendo. Pero ¿adónde iremos ahora? ¿Me lo contará alguien?
—No es ningún secreto —respondió Lucky—. Nos dirigimos a Mimas. Continuaremos pegados a los anillos hasta que nos acerquemos todo lo posible a Mimas; luego cruzaremos como el rayo el espacio libre. Mimas sólo está a unos cuarenta y ocho mil kilómetros más allá de los anillos.
—¿Mimas? Es uno de los satélites de Saturno, ¿verdad?
—Cierto —le respondió Wess, interviniendo—. El más cercano al planeta.
Ahora la trayectoria que seguían se había aplanado; pero la Shooting Starr continuaba girando alrededor de Saturno; aunque de oeste a este, en un plano paralelo a los anillos.
Wess estaba sentado sobre la manta, cruzadas las piernas bajo el cuerpo, como un marinero, y preguntó:
—¿No te gustaría aprender un poco más de astronomía? Si hallas un poco de espacio en la nuez que tienes dentro del vacío cráneo, te explicaré por qué hay una brecha en los anillos.
La curiosidad y el despecho libraban batalla dentro del marcianito, que dijo:
—Veamos si haces algo dándote un poco de prisa, so ignorante. Adelante, acepto la fanfarronada.
—Nada de fanfarronada —replicó Wess, altanero—. Escucha y aprende. Las partes interiores de los anillos dan una vuelta alrededor de Saturno en cinco horas. Las partes exteriores dan la vuelta en quince horas. En el punto exacto de la división de Cassini, el anillo material (si lo hubiera) daría la vuelta a una velocidad intermedia; tardaría unas doce horas.
—¿Y qué?
—Que el satélite Mimas, hacia el cual nos dirigimos, da la vuelta alrededor de Saturno en veinticuatro horas.
—Otra vez, ¿y qué?
—Todas las partículas del anillo sufren las atracciones hacia ésta y la otra parte debidas a los satélites, mientras éstos y aquéllas se mueven alrededor de Saturno. La atracción principal es la de Mimas, por ser el que está más cerca. La mayoría de atracciones cambian diametralmente de dirección en el intervalo de una hora, de forma que se compensan. Sin embargo, si en la división de Cassini hubiera gravilla, a cada dos rotaciones encontraría a Mimas en el mismo puesto del firmamento, tirando en la misma dirección de antes. Parte de la gravilla sufre un tirón continuo hacia adelante, de forma que avanza en espiral hacia el anillo exterior; y parte lo sufre hacia atrás, de manera que avanza en espiral hacia el anillo interior. Un trozo del anillo se vacía de partículas y ¡plam!... ahí tienes la división de Cassini y dos anillos.
—¿Así sucede? —exclamó Bigman con voz débil. Estaba razonablemente seguro de que Wess se lo contaba bien—. Entonces ¿cómo se explica que haya algo de gravilla en la división? ¿Cómo no se ha ido ya en un sentido o en otro?
—Porque —respondió Wess con encopetado aire de superioridad— cierta cantidad de gravilla es atraída o empujada hacia la división por el azar de los efectos gravitacionales de los satélites; aunque no permanece allí mucho tiempo... Y confío que estás tomando nota de lo que te digo, Bigman, porque es posible que luego te lo pregunte.
—Ve a freírte el cráneo en una llamarada mesónica —murmuró el marciano.
Wess retornó a sus detectores de masas, sonriendo y se entretuvo con ellos unos momentos; luego, sin rastro de la anterior jactancia en la correosa faz, se inclinó hasta ellos.
—¡Lucky!
—¿Qué, Wess?
—Los anillos ya no nos esconden.
—¿Qué?
—Pues, mira tú mismo. Los sirianos se están aproximando. Los anillos no les estorban en absoluto.
Lucky exclamó pensativamente:
—¡Espacio!, ¿cómo es posible?
—No puede ser debido a un puro azar que ocho naves converjan sobre nuestra órbita.
Hemos descrito una curva en ángulo recto, y ellos han reajustado sus órbitas convenientemente. Deben estar detectándonos.
Lucky se acariciaba el mentón con los nudillos de los dedos.
—Si nos están detectando, ¡Gran Galaxia!, nos están detectando. De nada sirve argumentar demostrando que es imposible. Acaso signifique que poseen algo que nosotros no tenemos.
—Nadie dijo nunca que los sirianos fuesen tontos —comentó Wess.
—No, pero a veces existe entre nosotros la tendencia a portarnos como si lo fuesen, y como si todos los adelantos científicos salieran de las mentes del Consejo de Ciencias, y como si los sirianos no tuvieran nada, excepto cuando nos roban nuestros secretos. Yo mismo caigo en esa especie de cepo algunas veces... Bien, allá vamos.
—¿Adónde vamos? —preguntó vivamente Bigman.
—Os lo dije ya —respondió Lucky—. A Mimas.
—Pero ellos siguen en pos de nosotros.
—Lo sé. Lo cual significa simplemente que hemos de llegar más aprisa que nunca... Wess, ¿pueden cortarnos el paso antes de que lleguemos a Mimas?
Wess actuó rápidamente.
—No; si no pueden acelerar tres veces más que nosotros, no, Lucky.
—Muy bien. Concediendo a los sirianos todos los méritos del mundo, no creo que puedan aventajar tanto a nuestra Shooting en cantidad de energía. De modo que llegaremos.
Bigman protestó:
—Pero, Lucky, estás loco. Luchemos o abandonemos el sistema saturniano de una vez. No podemos aterrizar en Mimas.
—Lo siento, Bigman —contradijo Lucky—, no hay alternativa. Hemos de aterrizar allí.
—Pero ellos nos han localizado. Nos seguirán hasta la superficie de Mimas, y entonces tendremos que luchar. Y siendo así, ¿por qué no luchar ahora mientras podemos maniobrar con nuestro Agrav y ellos no pueden?
—Es posible que no se molesten en seguirnos hasta el suelo de Mimas.
—¿Por qué no?
—Oye, Bigman, ¿nos molestamos nosotros en meternos dentro de los anillos a rescatar lo que quedara de la Net of Space.
—Es que aquella nave estalló.
—Dices bien.
En el cuarto de mandos imperó el silencio. La Shooting Starr rasgaba el espacio, describiendo lentamente una curva que la alejaba de Saturno, acelerando luego y saliendo fuera del abrigo del anillo exterior para lanzarse al espacio abierto. Delante de ella aparecía Mimas, un mundo centelleante visto como un delgado cuarto creciente. Sólo tenía 512 kilómetros de diámetro.
Las naves de la flota siriana que convergían sobre ellos se encontraban lejos todavía.
Mimas crecía de tamaño; finalmente la Shooting Starr empezó a desacelerar.
A Bigman le parecía imposible que Lucky, aquel mago del espacio, hubiera incurrido en semejante error de cálculo.
—Demasiado tarde, Lucky —aseguró con vehemencia—. No podremos acortar la marcha lo suficiente para un aterrizaje. Habremos de entrar en una órbita en espiral hasta que perdamos bastante velocidad.
—No hay tiempo para volar en torno de Mimas, Bigman. Nos lanzamos de cabeza al satélite.
—¡No podemos hacer eso, arenas de Marte! ¡A esta velocidad, imposible!
—Confío que los sirianos pensarán también lo mismo.
—Pero, Lucky, tendrían razón. Wess intervino con acento calmoso:
—Siento decirlo, Lucky, pero estoy de acuerdo con Bigman.
—No hay tiempo para discusiones ni explicaciones —replicó Lucky, inclinándose sobre los mandos.
Mimas se dilataba con rapidez loca en la pantalla visora. Bigman se humedecía los labios.
—Si piensas que es mejor perder la vida de ese modo, Lucky, que dejando que nos cojan los sirianos, perfectamente. Por mi parte, estoy dispuesto. Pero, si hemos de perderla, Lucky, ¿por qué no perderla luchando? ¿Acaso no podríamos hacer añicos primero a uno de esos amiguitos?
—Vuelvo a estar de su parte, Lucky —corroboró Wess.
Lucky meneó la cabeza y no dijo nada. Ahora movía los brazos rápidamente, de forma que Bigman no distinguía con claridad qué estuviera haciendo. La desaceleración seguía produciéndose con excesiva lentitud.
Wess extendió un momento las manos como si quisiera apartar a Lucky de los mandos por la fuerza; pero Bigman se apresuró a rodearle las muñecas. Por más que estuviera convencido de que corrían hacia la muerte, la obstinada fe que había tenido siempre en Lucky perduraba a pesar de todo.
La velocidad de la nave disminuía, y disminuía más y más, con una desaceleración que habría destrozado el organismo en cualquier otra nave que no hubiese sido la Shooting Starr, pero con Mimas llenando toda la pantalla visora y bramando hacia ellos, la desaceleración era insuficiente.
Lanzada a una velocidad mortal, la Shooting Starr hirió la superficie de Mimas.
Y sin embargo, no se estrellaron.
En vez de estrellarse, se produjo un silbido agudo con el que Bigman estaba bien familiarizado. El silbido de una nave al rozar una atmósfera. ¿Atmósfera?
¡Imposible! Ningún mundo del tamaño de Mimas podía tener atmósfera. Bigman miró a Wess, que se había sentado de pronto en la manta, con rostro pálido y cansado, si bien bastante satisfecho.
Bigman se encaminó hacia su amigo. —Lucky...
—No, ahora no, Bigman.
Repentinamente, Bigman reconoció qué estaba haciendo Lucky en los mandos. Manejaba el rayo de fusión. Bigman corrió hacia la pantalla visión y la enfocó al frente, en línea recta.
Ya no cabía la menor duda, ahora que, por fin, comprendía la idea. El rayo de fusión era el más poderoso «rayo calorífico» inventado jamás. Lo habían ideado principalmente para utilizarlo como arma a corta distancia, y sin duda nadie lo había empleado para el fin que Lucky lo utilizara ahora.
El chorro de deuterio, al salir por la proa de la nave, era comprimido por un poderoso campo magnético y, en un punto situado varios kilómetros más allá, un chorro de energía de las micropilas lo caldeaba hasta la temperatura de ignición nuclear. Prolongado durante cierto tiempo, el chorro de energía necesario habría destruido la nave; pero bastaba con una fracción de segundo. Después de ese tiempo la reacción de fusión del deuterio se mantenía por sí misma y la increíble llama resultante elevaba la temperatura hasta ciento sesenta millones de grados.
La mancha de calor encendida delante de la superficie de Mimas se hundía en la materia y perforaba el cuerpo del satélite como si éste no estuviera allí, abriendo un túnel por sus entrañas. Por aquel túnel se introducía rauda la Shooting Starr. La sustancia vaporizada de Mimas era la atmósfera que los rodeaba, ayudándoles a desacelerar, aunque elevando la temperatura de la coraza exterior de la nave hasta un rojo peligroso.