Los Anillos de Saturno (9 page)

Read Los Anillos de Saturno Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los Anillos de Saturno
6.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En parte, sí.

—¿Y si nos despedazan en cuanto nos cojan?

—No creo que lo hagan. Si nos quisieran muertos, habrían podido sacarnos del espacio apenas salimos de Mimas. Creo que querrán utilizarnos vivos... Y si nos conservan la vida, sabemos que tenemos a Wess en Mimas como una especie de jugador de reserva. Por esto habíamos de arriesgar el pellejo saliendo de Mimas.

—Quizá también estén enterados de la presencia de Wess, Lucky. Parecen enterados de todo lo demás.

—Quizá sí —admitió Lucky pensativamente—. Ese siriano sabía que tú eras mi compañero; con lo cual es posible que piense que actuamos en pareja, no en trío, y no busque a una tercera persona. Supongo que fue mejor que yo no insistiera demasiado en que te quedases con Wess. Si hubiera venido solo, los sirianos te habrían buscado y habrían sondeado Mimas. Por supuesto, si os hubieran encontrado a ti y a Wess y yo hubiera podido estar seguro de que no os fusilarían inmediatamente... No, no, estando yo en sus manos y antes de haber podido montar las cosas de forma... —Hacia el final de la explicación, sólo conversaba, en realidad, consigo mismo, en un murmullo. Luego quedó completamente callado.

Bigman no decía nada, y el primer sonido que rompió el silencio fue un golpe metálico familiar que reverberó contra el casco de acero de la Shooting Starr. Un cable magnético había establecido contacto, atando su nave a otra.

—Alguien sube a bordo —avisó Bigman sin acento alguno.

Por la pantalla visora divisaban parte del cable; luego vieron una forma, moviéndose ágilmente, mano sobre mano en el marco de visión, para desaparecer de nuevo. El visitante golpeó la nave estrepitosamente, y la señal del cierre hermético se encendió.

Bigman movió el control que abría la puerta exterior del cierre, aguardó la señal siguiente, y luego cerró la puerta exterior y abrió la interior.

El invasor penetró en la nave.

Pero no llevaba traje espacial; porque no era un ser humano. Era un robot.

En la Federación Terrestre tenían robots, entre ellos cierto número muy perfeccionados, pero en su mayor parte los dedicaban a tareas superespecializadas que no les ponían en contacto con otros seres humanos a excepción de los que los supervisaban. De modo que, si bien Bigman había visto robots no había visto muchos.

Por ello miraba fijamente a éste. Era, como todos los robots sirianos, grande y bruñido; su forma exterior ofrecía una amable simplicidad, y las articulaciones de las piernas y la espalda estaban tan bien hechas que resultaban casi invisibles.

Y cuando habló, Bigman abrió unos ojos como naranjas. Se necesita mucho tiempo para habituarse a escuchar una voz casi completamente humana saliendo de una imitación metálica del ser humano.

El robot articuló:

—Buenos días. Tengo el deber de cuidar de que ustedes y su nave sean trasladados sin novedad al lugar que se les ha asignado. Lo primero que debo saber es si la explosión limitada en el casco de la nave que nosotros hemos registrado ha dañado de algún modo sus facultades de navegación.

Tenía una voz profunda y musical, impasible y con un claro acento siriano.

Lucky respondió:

—La explosión no afecta para nada las dotes espaciales de la nave.

—Entonces, ¿qué la produjo?

—La provoqué yo.

—¿Por qué razón?

—Eso no puedo decírselo.

—Está bien. —El robot abandonó el tema inmediatamente. Un hombre quizás hubiese insistido, amenazando con la fuerza. Un robot no podía. Siguió:

—Puedo gobernar naves espaciales diseñadas y construidas en Sirio. Estaré en condiciones de gobernar ésta si usted me explica la naturaleza de los diversos controles que veo aquí.

—¡Arenas de Marte, Lucky! —interpuso Bigman—. A ese bicho no tenemos por qué explicarle nada, ¿verdad que no?

—No puede obligarnos a decírselo, Bigman; pero puesto que nos hemos rendido ¿qué otro mal puede haber en dejar que nos lleve adonde hemos de ir?

—Enterémonos de adónde tenemos que ir. —Bigman se dirigió de pronto al robot con voz tajante—: ¡Eh! ¡Robot! ¿Adónde nos llevará?

El aparato volvió hacia Bigman su mirada encendida roja y que no pestañeaba, y contestó:

—Las instrucciones recibidas me impiden responder preguntas no relacionadas con mi tarea inmediata.

—Pero, oiga. —El excitado Bigman apartó la mano moderadora de Lucky—. Nos lleve adonde nos lleve, los sirianos nos harán daño; hasta quizá nos maten. Si usted no quiere dañarnos, ayúdenos a escapar; véngase con nosotros... ¡Bah, Lucky, déjame que hable!, ¿quieres?

Pero Lucky meneó la cabeza resueltamente, y el robot afirmó:

—Me han asegurado que no se les hará a ustedes daño alguno. Y ahora, si pueden darme instrucciones acerca del método de empleo de ese cuadro de mandos, podré ocuparme de mi tarea más inmediata.

Punto por punto, Lucky le explicó el manejo de los controles. El robot demostró estar completamente familiarizado con las cuestiones técnicas implicadas, probó cada uno de los mandos con cuidadosa pericia para ver si la información que acababa de recibir era exacta, y al final de la explicación de Lucky era ya, evidentemente, capaz de pilotar la Shooting Starr.

Lucky sonrió y los ojos se le iluminaron de franca admiración.

Bigman se lo llevó al camarote de ambos.

—¿De qué te sonríes, Lucky?

—¡Gran Galaxia, Bigman! Es una hermosa máquina. Hemos de conceder nuestra admiración a los sirianos en este aspecto. Saben fabricar unos robots que son verdaderas obras de arte.

—Muy cierto, pero silencio; no quiero que oiga lo que voy a decir. Oye, tú sólo te has rendido para bajar a Titán y reunir información acerca de los sirianos. Por supuesto, es posible que no podamos huir nunca más, y entonces, ¿de qué sirve la información? En cambio, ahora tenemos este robot. Si consiguiéramos que nos ayudase a escapar sin perder instante, tendríamos lo que necesitamos. El robot ha de poseer toneladas de información sobre los sirianos. Conseguiríamos más de este modo que aterrizando en Titán.

Lucky meneó la cabeza.

—Parece buena idea, Bigman. Pero ¿cómo harías para convencer al robot de que se marche con nosotros?

—Primera Ley. Podemos explicarle que Sirio sólo tiene un par de millones de personas, mientras que la Federación Terrestre tiene más de seis mil millones. Podemos explicarle que importa mucho más evitar que una gran cantidad de gente sufra daños que no proteger a unas pocas personas. De manera que la Primera Ley está de nuestra parte. ¿Comprendes, Lucky?

—Lo malo es —objetó el consejero—, que los sirianos son grandes expertos en el manejo de los robots. Muy probablemente a éste lo han convencido en profundidad de que lo que está haciendo no perjudicará a ningún ser humano. El no sabe nada de la existencia de seis mil millones de personas en la Tierra excepto lo que tomará por habladurías tuyas, y que todavía acentuará su convicción. Tendría que ver a un ser humano de verdad en verdadero peligro para que se apartase de sus instrucciones.

—Voy a probarlo.

—Muy bien. Adelante. Será una experiencia provechosa.

Bigman se acercó al robot, bajo cuyo mando la Shooting Starr volaba como un cohete por el espacio en su nueva órbita, y le preguntó:

—¿Qué sabe usted de la Tierra y de la Federación Terrestre?

—Las instrucciones recibidas me impiden responder preguntas no relacionadas con mi tarea inmediata —contestó el robot.

—Yo le ordeno que olvide las instrucciones recibidas hasta este momento.

Hubo un momento de titubeo antes de que saliera la respuesta.

—Las instrucciones recibidas me impiden aceptar instrucciones de personal no autorizado.

—Las órdenes que le doy van dirigidas a evitar daños a seres humanos. Por consiguiente, debe obedecerlas —afirmó Bigman.

—Me han asegurado que no se producirá ningún perjuicio a los seres humanos, y, por mi parte, no me doy cuenta de la posibilidad de ningún daño. Las instrucciones recibidas me obligan a dejar de responder para evitar estímulos extraños, si estos estímulos se repiten inútilmente.

—Conviene que me escuche. Sí que se pretende hacer daño. —Y Bigman habló apasionadamente unos momentos; pero el robot no volvió a contestarle.

—Bigman, estás derrochando tus energías —dijo Lucky.

El marciano dio un puntapié al deslumbrante tobillo del robot. Lo mismo habría sido que lo diera al casco de la nave, por el efecto que produjo. Luego se acercó a Lucky con la cara ardiendo de rabia.

—Es bonito que unos seres humanos se queden indefensos sólo porque a un montón de metal se le ocurra tener ideas propias.

—Esto sucedía también con las máquinas antes de la época de los robots, ya lo sabes.

—Ni siquiera sabemos adónde nos dirigimos.

—Para esto no necesitamos al robot. He comprobado el rumbo, y no cabe duda de que nos dirigimos hacia Titán.

Ambos estuvieron pegados a la pantalla visora durante las últimas horas de acercamiento a Titán. Era éste el tercer satélite, en tamaño, de todo el Sistema Solar (solamente Ganímedes, de Júpiter, y Tritón, de Neptuno, le aventajaban en tamaño, aunque no en mucho) y de todos los satélites era el que tenía la atmósfera más densa.

El efecto de dicha atmósfera se hacía evidente hasta desde lejos. En la mayoría de satélites (incluida la Luna de la Tierra) la terminator (o sea, la divisoria entre las porciones del día y la noche) era un línea clarísima, con negro en un lado y blanco al otro. En este caso, no sucedía así.

El creciente de Titán aparecía limitado por una faja más bien que por una línea definida, y las astas de dicho creciente se prolongaban adelante, deshilachadas en una curva cada vez más confusa que casi se juntaba con la de la otra parte.

—Tiene una atmósfera casi tan densa como la de la Tierra, Bigman —aseguró Lucky.

—¿No es respirable? —preguntó el marciano.

—No, no lo es. Está compuesta, principalmente, de metano.

Ahora convergían hacia allí otras naves, que se iban haciendo visibles sin necesidad de aparatos. Había al menos una docena, y les acompañaban como perros de pastor espacio abajo, hacia Titán. Lucky sacudía la cabeza.

—Veinte naves dedicadas a este solo trabajo. ¡Gran Galaxia!, estarán aquí desde hace varios años, edificando y preparando. ¿Cómo podremos echarles, sin una guerra?

Bigman no probó de contestar.

El sonido de atmósfera penetró de nuevo con sus características inconfundibles dentro de la nave, el silbido agudo de los puñados de gas azotando el casco aerodinámico.

Bigman miró inquieto los indicadores que marcaban la temperatura de la coraza; pero no había peligro. El robot que gobernaba los mandos tenía la mano segura. La nave rodeó Titán en apretada espiral, perdiendo altura y velocidad simultáneamente de forma que la atmósfera, cada vez más densa, no elevase en exceso la temperatura en ningún momento.

El rostro de Lucky se iluminó de nuevo con admiración.

—Ese robot la guiaría sin nada de carburante. Sinceramente, le creo capaz de aterrizar sobre el patio de una casa comprada a plazos, sin otro freno que el de la atmósfera.

—¿Qué encuentras de bueno en ello, Lucky? —exclamó el marciano—. Si esas cosas son capaces de gobernar naves de este modo, ¿cómo puedes abrigar la esperanza de derrotar a los sirianos, eh?

—Simplemente, tendremos que aprender a fabricarlos nosotros también, Bigman. Esos robots son una conquista del hombre. Los seres que la llevaron a cabo eran sirianos, en efecto, pero son también seres humanos, y todos los demás miembros de la especie pueden sentirse orgullosos de esta victoria. Si nosotros tememos los frutos de dicha victoria, realicémosla también, y superémosla incluso. Pero de nada sirve negarles el mérito de lo que han conseguido.

La superficie de Titán iba perdiendo parte de la borrosa uniformidad provocada por la atmósfera. Ahora distinguían cadenas montañosas; no los picos agudos y recortados de un mundo sin aire, sino las serranías redondeadas que mostraban los efectos del viento y la meteorología en general. En los bordes no quedaba nieve; pero en las hendeduras y los valles formaban una gruesa capa.

—No es nieve, en realidad —comentó Lucky—, sino amoníaco helado.

Todo se veía desolado, naturalmente. Las ondulantes llanuras entre cordillera y cordillera estaban cubiertas de nieve, o de rocas al desnudo. No se apreciaba ningún rastro de vida. No había ríos ni lagos. Y de pronto...

—¡Gran Galaxia! —exclamó Lucky.

Había aparecido una cúpula. Era una cúpula achatada, de un tipo sobradamente familiar en los planetas interiores. Había cúpulas de esta clase en Marte y en las plataformas poco profundas de los océanos de Venus... y he ahí que también había una en el lejano y desolado Titán. Una cúpula siriana que habría constituido una respetable ciudad en Marte, colonizado desde hacía mucho tiempo.

—Nosotros dormíamos mientras ellos edificaba n —aseguró Lucky.

—Cuando los de las emisoras se enteren —confirmó Bigman—, el Consejo de Ciencias se encontrará ante una fea perspectiva, Lucky.

—A menos que nosotros destruyamos eso. Y el Consejo no merece otra cosa. ¡Por el Espacio, Bigman! No debería haber en todo el Sistema Solar ni un pedrusco de tamaño apreciable que no fuese objeto de una inspección periódica; y no hablemos ya de un mundo como Titán.

—¿Quién se habría figurado...?

—El Consejo de Ciencias tendría que habérselo figurado, Bigman. La gente del Sistema los apoya y confía en ellos para que piensen y velen. Y yo tenía que pensarlo también.

La voz del robot vino a interrumpir sus comentarios.

—Esta nave aterrizará después de otra circunnavegación del satélite. En vista del impulso iónico de a bordo, no es preciso tomar ninguna precaución especial para el aterrizaje. A pesar de todo, un descuido excesivo podría causar daños, y yo no puedo permitirlo. En consecuencia, debo ordenarles que se tiendan y se abrochen los cinturones de seguridad.

—¡Escuchad a ese montón de tubos de hojalata, explicándonos cómo debemos comportarnos en el espacio! —farfulló Bigman.

—Da lo mismo —comentó Lucky—, será mejor que te tiendas. Es muy probable que, si no lo hacemos de buena gana, nos obligue por la fuerza. Le han asignado la tarea de no permitir que suframos ningún daño.

Bigman gritó de pronto:

—Di, robot, ¿cuántos hombres hay estacionados ahí abajo, en Titán? No hubo respuesta.

Other books

The Teacher Wars by Dana Goldstein
Triple Exposure by Colleen Thompson
From the Charred Remains by Susanna Calkins
Mad About the Duke by Elizabeth Boyle
Tell Me It's Real by TJ Klune
The Labyrinth Campaign by J. Michael Sweeney