Además, los anillos en sí eran innegablemente más luminosos, a igualdad de superficie, que Saturno propiamente dicho; de manera que en conjunto el noventa por ciento, cuando menos, de la luz que el planeta les enviaba procedía de los anillos. La luz total que recibían era, aproximadamente, como cien veces la que recibe la Tierra de la Luna, en la fase de luna llena.
Ni el mismo Júpiter, visto desde la pasmosa proximidad de lo, podía compararse a esto.
Cuando Bigman tomó la palabra por fin, lo hizo en un susurro:
—Lucky, ¿cómo se explica que los anillos sean tan brillantes? Su luz hace que el planeta propiamente dicho se vea apagado. ¿Se trata de una ilusión óptica?
—No —respondió Lucky—, es real. Saturno y los anillos reciben la misma cantidad de luz del Sol; pero no la reflejan por igual. Lo que nosotros vemos de Saturno es la luz reflejada por una atmósfera compuesta de hidrógeno y helio, principalmente, además de algo de metano. Eso refleja un sesenta y tres por ciento, aproximadamente, de la luz que recibe. En cambio, los anillos están formados, en su mayor parte, de pedazos sólidos de hielo, que devuelven un mínimo del ochenta por ciento, gracias a lo cual son mucho más brillantes.
Mirar los anillos es, casi, como mirar un campo de nieve.
Wess se lamentó:
—Y nosotros hemos de buscar un copo en un campo de nieve.
—Pero un copo oscuro —puntualizó Bigman, excitado—. Oye, Lucky, si todas las partículas del anillo son de hielo, y nosotros buscamos una cápsula de metal...
—El aluminio pulimentado reflejará más luz todavía que si fuese hielo —afirmó Lucky— . Será tan brillante como el hielo.
—Bueno, entonces... —Bigman miró desesperado hacia los anillos, situados a ochocientos mil kilómetros de distancia, y sin embargo tan enormes, aun a pesar de la lejanía—, perseguimos una empresa desesperada.
—Veremos —contestó Lucky, sin tomar partido.
Bigman se sentó a los mandos, corrigiendo la órbita con cortos, silenciosos chorros de impulso iónico. Los controles Agrav habían sido conectados de forma que la Shooting Starr fuese mucho más maniobrable en ese volumen de espacio, tan próximo a la mesa de Saturno, de lo que pudiera serlo ninguna nave siriana.
Lucky estaba en el detector de masas, la delicada sonda de la cual escudriñaba el espacio en busca de cualquier clase de materia, cuya posición fijaba midiendo su respuesta ante la fuerza gravitacional de la nave, si era muy pequeña, o el efecto de la misma sobre la nave, si era grande.
Wess acababa de despertarse y entró en la cámara del piloto. Todo era silencio y tensión mientras la nave descendía hacia Saturno. Bigman observaba la faz de Lucky por el rabillo del ojo. A medida que el planeta se acercaba, Lucky se volvía más y más abstraído y poco comunicativo. Bigman había presenciado el fenómeno otras veces. Lucky estaba indeciso; apostaba sobre unos naipes muy pobres y no quería hablar de su juego. Wess habló:
—No creo que tengas que afanarte de ese modo sobre los detectores de masas, Lucky. Aquí arriba no habrá naves. Será cuando bajemos a los anillos que las encontraremos. Y en abundancia, probablemente. También los sirianos buscarán la cápsula.
—Estoy de acuerdo, por el momento —opinó Lucky.
Bigman barbotó, con expresión sombría:
—Quizás esos amiguitos hayan encontrado ya la cápsula.
—Hasta eso es posible —admitió Lucky.
Ahora se volvían, empezando a resbalar por el borde del círculo del globo de Saturno, conservando una distancia de unos cien mil kilómetros de la superficie. La mitad alejada de los anillos, o al menos la porción de los mismos que iluminaba el Sol, se confundía con Saturno dado que su borde interno quedaba escondido por la gigante masa planetaria.
En el caso de los medios anillos de la cara próxima del planeta, el anillo de crespón interior se notaba más.
—¿Sabéis?, yo no diviso el límite de aquel anillo interior —afirmó Bigman.
Wess respondió:
—Es que no lo tiene, probablemente. La parte interna de los anillos grandes está a nueve mil seiscientos kilómetros solamente de la superficie aparente de Saturno, y es posible que la atmósfera del planeta llegue hasta allí.
—¡Nueve mil seiscientos kilómetros!
—Sólo en mechones, aunque lo suficiente para que los trozos más cercanos de gravilla rocen con ella y giren un poco más cerca de Saturno. Y los que se mueven más cerca de todos forman el anillo de crespón. Lo que sucede, de todos modos, es que cuanto más cerca giran más fracción se produce, de forma que todavía tienen que acercarse más. Es probable que se encuentren partículas por todo el trecho hasta el propio Saturno, y que algunas se inflamen al chocar con las capas más densas de la atmósfera.
—Entonces los anillos no durarán eternamente —aventuró Bigman.
—Probablemente no. Pero durarán millones de años. Tiempo sobrado para nosotros. Más que sobrado —añadió con rostro sombrío.
Lucky les interrumpió:
—Caballeros, voy a salir de la nave.
—¡Arenas de Marte, Lucky! ¿Para qué? —exclamó Bigman.
—Quiero echar una mirada desde el exterior —respondió lacónicamente Lucky mientras se iba poniendo el traje espacial.
Bigman dirigió una rápida mirada al registrador automático del detector de masas. No había ninguna nave en el espacio. Se notaban unos tironcitos ocasionales; pero nada importante.
Se trataba únicamente de esos meteoritos errantes que se encuentran por cualquier parte del Sistema Solar.
—Encárgate del detector de masas, Wess —pidió Lucky—. Deja que vaya dando una vuelta completa. —Diciendo esto se puso el casco y lo cerró. Comprobó los aparatos de medida que llevaba en el pecho, la presión de oxígeno y se encaminó hacia el cierre de aire. Ahora su voz emergía del pequeño receptor de radio del cuadro de mandos—. Utilizaré un cable magnético; por consiguiente, evitad los empujones energéticos repentinos.
—¿Estando tú ahí fuera? ¿Me crees loco?
—exclamó Bigman.
Lucky apareció a la vista por una de las escotillas. El cable magnético se extendía tras él en espiras que, faltando la gravedad, no formaban una curva suave.
En su enguantado puño se veía un pequeño reactor de mano despidiendo su delgado chorro de vapor, que a la débil luz solar resultaba apenas visible y formaba como una nubecilla de partículas de hielo que se dispersaban y desaparecían. Por la ley de la acción y la reacción, Lucky se movía en dirección opuesta.
—¿Crees que en la nave hay algo que funciona mal? —preguntó Bigman.
—Suponiendo que lo hubiera —contestó Wess—, en el cuadro de mandos no se nota en absoluto.
—Entonces, ¿qué hace aquel pedazo de leño?
—No lo sé.
Bigman dirigió una mirada inflamada y recelosa al consejero, y volvió a observar a Lucky.
—Si creéis —musitó—, que porque no soy consejero...
—Quizá sólo quiera salir del alcance de tu voz por unos momentos, Bigman —replicó Wess.
El detector de masas, puesto en control automático de gran radio de acción, se iba moviendo metódicamente por todo el volumen de su entorno, grado cuadrado por grado cuadrado, y la pantalla se cubría por entero de blanco puro siempre que el rayo detector se internaba demasiado en dirección al propio Saturno.
Bigman frunció el ceño y le faltó ánimo para responder a la pulla de Wess.
—Ojalá ocurriera algo —murmuró.
Y ocurrió.
Wess, volviendo a fijar la mirada en el detector de masas, captó un silbido sospechoso en el registrador. Apresuróse a fijar el instrumento en él, puso en marcha los dos detectores auxiliares de energía, y lo siguió un par de minutos.
—Es una nave, Wess —aseguró Bigman, excitado.
—Eso parece —admitió Wess con renuencia. La masa sola habría podido significar un meteorito grande; pero se captaba un chorro de energía viniendo de aquella dirección, y sólo podía proceder de los motores a micropilas de una nave. La energía pertenecía al tipo adecuado y venía en la cantidad adecuada. Se podía identificar con la misma seguridad que se identifican las huellas dactilares. Hasta se podía detectar las leves diferencias que la distinguían de la clase de energía producida por las naves terrestres y declarar sin error posible que se trataba de una nave siriana.
Bigman afirmó:
—Viene hacia nosotros.
—No directamente. Es probable que no quiera exponerse a los riesgos del campo gravitacional de Saturno. Sin embargo, se acerca, y dentro de una hora, poco más o menos, estará en situación de plantar una barrera contra nosotros... ¿Qué diablos espaciales te pone tan contento, so labrador marciano?
—¿No se ve con toda evidencia, so montón de grasa? Esto explica por qué está Lucky fuera de aquí. Sabía que la nave se acercaba, y le está preparando una trampa.
—¿Y cómo, ¡por los Espacios!, pudo adivinar que venía una nave? —preguntó Wess, atónito—. En el detector de masas no ha aparecido ninguna indicación hasta hace unos diez minutos. Ni siquiera estaba enfocado en la dirección precisa.
—No te preocupes por Lucky. Tiene una manera de saberlo. —Bigman sonreía.
Wess se encogió de hombros, fue hacia el cuadro de mandos y avisó por el transmisor:
—¡Lucky! ¿Me oyes?
—Claro que te oigo, Wess. ¿Qué pasa?
—Hay una nave siriana al alcance del detector de masas.
—¿Está muy cerca?
—Por los trescientos mil, y se aproxima todavía.
Bigman, que miraba por la escotilla, advirtió el destello del reactor de mano de Lucky, y los cristales de hielo que se alejaban en remolino de la nave. Lucky regresaba. —Voy a entrar —anunció.
Apenas Lucky se hubo quitado el casco, dejando al descubierto la mata de cabello castaño y los ojos, castaño claro, Bigman tomó la palabra, y habló:
—Tú sabías que esa nave venía hacia aquí, ¿verdad que sí, Lucky?
—No, Bigman. No tenía idea. Lo cierto es que no comprendo cómo nos han descubierto tan pronto. Sería exigirle demasiado a la coincidencia suponer que, simplemente, ahora estaban mirando en esta dirección.
Bigman probó de disimular su enojo.
—Bueno, pues ¿probamos de hacerle volar fuera del espacio, Lucky?
—No volvamos a exponernos a los peligros políticos de un ataque, Bigman. Además, tenemos una misión más importante que jugar a intercambiar tiros con otras naves.
—Ya lo sé —afirmó Bigman, irritado—. Está la cápsula aquella que hemos de encontrar; pero...
Bigman meneaba la cabeza. Una cápsula era una cápsula, y él comprendía su importancia.
Pero, por otra parte, una buena pelea era una buena pelea, y los razonamientos políticos de Lucky sobre los peligros de una agresión no le decían nada si implicaban huir de un combate.
—¿Qué hago, pues? —musitó—. ¿Continuar con el mismo rumbo?
—Y acelerar. Dirígete hacia los anillos.
—Si vamos para allá —objetó Bigman—, ellos arrancarán en pos de nosotros.
—De acuerdo. Jugaremos a las carreras.
Bigman hizo retroceder lentamente el timón de control, y las desintegraciones protónicas en la micropila aumentaron hasta la máxima furia. La nave corría rauda por la turgente curva de Saturno.
El disco de recepción se animó con los choques de las ondas de radio.
—¿Pasamos a la recepción activa, Lucky? —preguntó Wess.
—No, ya sabemos qué dirán. «Rendíos si no queréis que os apresemos magnéticamente."
—Entonces...
—Nuestra única salvación está en la velocidad.
—¿Huiremos de una sola y miserable nave, Lucky? —gimió Bigman.
—Luego tendremos tiempo de sobra para luchar, Bigman. Lo primero es lo primero.
—Pero esto significa, ni más ni menos, que tenemos que abandonar Saturno otra vez. Lucky sonrió sin alegría.
—Esta vez no, Bigman. Esta vez estableceremos una base en éste sistema del planeta... y todo lo rápidamente que podamos.
La nave se lanzaba hacia los anillos a una velocidad cegadora. Lucky dio un codazo a Bigman para separarle de los mandos, que tomó él por su cuenta.
—Aparecen más naves —anunció Wess.
—¿Dónde están? ¿De qué satélite están más cerca?
Wess trabajó rápidamente.
—Todas están en la región del anillo.
—Bien —murmuró Lucky—, entonces todavía están buscando la cápsula. ¿Cuántas naves son?
—Cinco hasta el momento, Lucky.
—¿Hay alguna entre nosotros y los anillos?
—Acaba de aparecer otra más. No se nos aprecia, Lucky. Están demasiado lejos para disparar con buena puntería; pero más pronto o más tarde nos alcanzarán, a menos que nos larguemos definitivamente del sistema saturniano.
—O a menos que nuestra nave quede destruida de algún otro modo, ¿no? —comentó Lucky con aire sombrío.
Los anillos habían aumentado de tamaño hasta llenar toda la pantalla visora de un blanco de nieve, y la nave seguía zumbando adelante todavía. Además, Lucky no hizo el menor movimiento para disminuir la aceleración.
Por un horrorizado segundo, Bigman pensó que Lucky iba a estrellar, deliberadamente, la nave contra los anillos. Y se le escapó, de manera involuntaria, un grito:
—¡Lucky!
Pero, de pronto, los anillos desaparecieron. Bigman estaba aturdido. Sus manos volaron hacia los mandos de la pantalla visora.
—¿Dónde están? ¿Qué ha pasado?
Wess, sudando a mares sobre los detectores de masas y desordenándose el rubio cabello con ocasionales manotazos inquietos, volvió la cabeza un instante y gritó:
—¡La división de Cassini!
—La división entre los anillos.
—¡Oh! —Parte de la sorpresa se iba disipando. Bigman hizo girar el ocular de la pantalla visora sobre el casco de la nave, y la nívea blancura apareció nuevamente a la vista. Bigman lo movió ahora con más cuidado.
Primero había un anillo. Luego espacio, espacio negro. Luego otro anillo, un tanto más apagado. El anillo exterior aparecía un poquitín menos sembrado de gravilla de hielo. Atrás, otra vez en el espacio entre los anillos, la división de Cassini. Ahí no había gravilla. Sólo una gran brecha negra.
—Es grande —afirmó Bigman. Wess se secó el sudor de la frente y miró a Lucky.
—¿Vamos a cruzar, Lucky?
Este mantenía los ojos fijos en los mandos.
—Sí, vamos a cruzar, Wess, en cuestión de minutos. Contened la respiración y conservad la esperanza.
Wess se volvió hacia Bigman y le avisó secamente: