Lucky miró el indicador de la temperatura de la corteza exterior y pidió:
—Wess, activa más los serpentines de vaporización.
—Gastaremos toda el agua que tenemos —advirtió Wess.
—No importa. En este mundo no necesitamos agua de suministro propio.
Con lo cual hicieron circular agua a la máxima velocidad por las espirales exteriores de cerámica por osa, a través de las cuales se iba vaporizando y arrastrando parte del calor de roce desarrollado. Pero el agua desaparecía con la misma celeridad que la inyectaban en los serpentines. Y la temperatura exterior seguía aumentando.
Aunque más despacio. La desaceleración de la nave había seguido un curso satisfactorio, y Lucky cerró el chorro de deuterio y ajustó el campo magnético. La mancha de deuterio derretido iba menguando cada vez más. El silbido de atmósfera descendía de tono.
Finalmente el chorro cesó por completo y la nave continuó adelante hasta entrar en contacto con el muro sólido, en el que abrió un paso en virtud de su propio calor, hasta quedar detenida con una sacudida.
Lucky se arrellanó en el asiento, por fin.
—Caballeros —anunció—. Lamento no haber tenido tiempo para daros una explicación; pero hube de decidir en el último instante y el cuadro de mandos absorbía toda mi energía.
Sea como fuere, bienvenidos al interior de Mimas.
Bigman introdujo una prolongada bocanada de aire en los pulmones y dijo:
—Jamás pensé que se pudiera emplear un chorro de fusión para abrirse paso por la materia sólida de un mundo situado delante de una nave volando a toda velocidad.
—Generalmente no se podría, Bigman —puntualizó Lucky—. Pero ocurre, precisamente, que Mimas es un caso especial. Y también lo es Enceladus, el satélite exterior siguiente.
—¿Porqué?
—Son simples bolas de nieve. Los astrónomos lo saben desde antes de los vuelos espaciales.
Estos dos satélites poseen una densidad inferior a la del agua y reflejan alrededor del ochenta por ciento de la luz que incide en ellos, de modo que resulta evidente que sólo podrían estar formados por nieve, amén de algo de amoníaco helado, y no muy comprimido, además.
—Claro —confirmó Wess, interviniendo con voz cantarina—. Los anillos son hielo y estos dos satélites primeros son simples aglomeraciones de hielo que estaban demasiado lejos para formar parte de los anillos. He ahí por qué Mimas se derretía tan fácilmente.
—Pero tenemos muchísimo trabajo que hacer —anunció Lucky—. Empecemos.
Estaban en una caverna natural formada por el calor del chorro de fusión y cerrada por todos los lados. El túnel formado al entrar se había cerrado a medida que pasaban, al condensarse y helarse el vapor. El detector de masas daba cifras según las cuales se encontraban a unos ciento sesenta kilómetros bajo la superficie del satélite. Aun bajo la débil gravedad de Mimas, la masa de hielo que tenían encima iba contrayendo la caverna lentamente.
La Shooting Starr fue abriéndose paso nuevamente hacia el exterior, como un alambre candente hurgando mantequilla. Cuando hubieron llegado a un punto situado a ocho kilómetros de la superficie, pararon y montaron una burbuja de oxígeno.
Mientras establecían un suministro de energía, junto con tanques de algas y un depósito de comida, Wess levantó los ojos resignadamente y anunció:
—Bueno, esto va a ser mi hogar por un tiempo; hagámoslo cómodo.
Bigman acababa de despertar de su turno de dormir, y contorsionó el rostro hasta convertirlo en la imagen de la repulsa más amarga.
—¿Qué te pasa ahora, Bigman? —preguntó Wess—. ¿Estás lloroso porque me echarás de menos?
Bigman enseñó los dientes en una mueca de desdén y replicó:
—Me las compondré. Dentro de dos o tres años tendré como un deber el pasar zumbando junto a Mimas y te echaré una carta. —Luego estalló—: Escuchadme, os he oído conversar mientras me creíais profundamente dormido. ¿Qué pasa? ¿Son secretos del Consejo?
Lucky sacudió la cabeza desazonado.
—Todo a su debido tiempo, Bigman. Más tarde, cuando estaba a solas con Bigman en la nave, le comentó:
—En realidad, Bigman, no hay motivo para que no te quedes aquí con Wess.
El marciano contestó con voz gruñona:
—Oh, claro que no. Dos horas encerrado con él y lo corto en cubos y lo pongo en hielo para regalárselo a sus familiares. —Pero en seguida añadió—: ¿Lo dices en serio, Lucky?
—Bastante en serió. Lo que se aproxima podría resultar más peligroso para ti que para mí.
—¿De veras? Pero ¿qué me importa?
—Si te quedas con Wess, sea lo que fuere que me ocurra a mí, dentro de un par de meses os recogerán a los dos.
Bigman retrocedió unos pasos. Sus menudos labios hicieron un mohín.
—Lucky, si quieres mandarme que me quede aquí porque tenga algo que hacer en este lugar, muy bien. Lo haré, y cuando lo haya hecho me reuniré contigo. Pero si sólo quieres que me quede para estar a salvo mientras tú vas al encuentro del peligro, nuestra amistad ha terminado. No tendré ya nada más que ver contigo; y sin mí, so grandullón, no servirás para nada. Hasta tú lo sabes. —Los ojos del marciano parpadeaban rápidamente.
—Pero, Bigman... —insistía Lucky.
—De acuerdo, estaré en peligro. ¿Quieres que firme un documento diciendo que tengo yo la culpa, y no tú? Muy bien, lo firmaré. ¿Satisfecho así, señor consejero?
Lucky cogió el cabello de Bigman, con gesto cariñoso, y le hizo bambolear la cabeza adelante y atrás.
—¡Gran Galaxia! Querer hacerte un favor a ti es como poner agua en un cesto. Wess entró en la nave, diciendo:
—La retorta está montada y en marcha.
El agua de la sustancia helada de Mimas entraba en los depósitos de la Shooting Starr, llenándolos y sustituyendo la que se perdió al enfriar la coraza de la nave mientras penetraba en el seno de Mimas. Parte del amoníaco separado fue cuidadosamente neutralizado y guardado en un compartimiento del casco donde lo tendrían disponible como abono nitrogenado para los depósitos de algas.
La burbuja quedó terminada y los tres viajeros pasearon la mirada por la superficie, en curva impecable, del hielo, y por los cuarteles casi cómodos que se habían procurado allí dentro.
—Muy bien, Wess —anunció Lucky por fin, estrechándole la mano con fuerza—. Ya estás preparado, creo.
—Por todo lo que sabría colegir, Lucky, sí lo estoy.
—Dentro de dos meses vendrán a rescatarte, pase lo que pase. Pero si las cosas marchan bien, vendrán a buscarte mucho antes.
—Tú me asignas esta tarea —le respondió fríamente Wess— y la haré. Por tu parte, con céntrate en la tuya, y, de paso, cuida bien a Bigman. No dejes que se caiga de la litera y se lastime.
Bigman se puso a gritar:
—No creáis que no sigo esa misteriosa conversación de tíos importantes. Vosotros dos habéis pactado algo y no me lo explicáis...
—Métete en la nave, Bigman —ordenó Lucky, levantando al marciano en vilo y echando a andar. Bigman se revolvía y trataba de conseguir una respuesta.
—¡Arenas de Marte, Lucky! —exclamó cuando estuvieron a bordo—. Mira qué has hecho.
Ya está bastante mal que tengáis vuestros malditos secretos del Consejo, para que encima todavía dejes que él diga la última palabra.
Salieron de Mimas por un punto desde el que no se veían ni el Sol ni Saturno. El negro firmamento no albergaba otro objeto mayor que Titán, muy próximo a la línea del horizonte y cuyo diámetro medía sólo la cuarta parte del diámetro aparente de la Luna.
El Sol iluminaba la mitad del globo del satélite, cuya imagen contemplaba sombríamente Bigman en la pantalla visora. El marciano no había recobrado el humor bullicioso habitual.
—Y ahí es donde están los sirianos, supongo —aventuró.
—Eso creo.
—¿Y adónde vamos nosotros? ¿Regresando a los anillos?
—En efecto.
—¿Y si vuelven a descubrirnos?
Sus palabras habrían podido ser la señal. El disco de recepción se animó en seguida. Lucky parecía preocupado.
—Nos localizan con muy poco esfuerzo.
—Y puso el contacto.
Esta vez no se trataba de una voz de robot contando los minutos, sino de una voz vibrante, llena de vida, e inconfundiblemente siriana.
—...rr, responda, por favor. Estoy tratando de establecer contacto con el consejero David Starr, de la Tierra. ¿Tiene la bondad de responder, David Starr? Estoy tratando...
—El consejero Starr al habla —contestó Lucky—. ¿Quién es usted?
—Soy Sten Devoure, de Sirio. Usted ha ignorado el requerimiento de nuestras naves automatizadas y ha regresado a nuestro sistema planetario. Por consiguiente, le hacemos prisionero.
—¿Naves automatizadas? —le preguntó Lucky.
—Naves tripuladas por robots. ¿Lo entiende? Nuestros robots saben gobernar naves a entera satisfacción.
—Eso he visto —respondió Lucky.
—Creo que sí lo ha visto. Le siguieron a usted cuando salió de nuestro sistema, y luego cuando regresó al amparo del asteroide Hidalgo. Le siguieron en su movimiento fuera de la eclíptica hasta el polo sur de Saturno, después a través de la división de Cassini bajo los anillos, y luego adentro de Mimas. No se ha librado usted ni un solo instante de nuestra vigilancia.
—¿Y a qué se debe que me vigilen tan eficientemente? —inquirió Lucky, consiguiendo dar a su voz un tono llano y despreocupado.
—¡Ah, siempre se puede dar por seguro que un terrícola no comprenderá que los sirianos podemos tener nuestros métodos propios! Pero no importa. Hemos esperado días y días que saliera usted del agujero practicado en Mimas, después de haber penetrado en él tan inteligentemente mediante la fusión de hidrógeno. Nos divertimos permitiéndoles esconderse. Algunos hasta hacíamos apuestas sobre cuánto tiempo tardaría en asomar la nariz fuera de nuevo. Entretanto, rodeamos cuidadosamente Mimas con nuestras naves y sus eficaces tripulaciones de robots. Si nos apetece, usted no podrá recorrer ni mil kilómetros sin que le mandemos fuera del espacio.
—Seguramente no será por medio de sus robots, que no pueden hacer daño a ningún ser humano.
—Mi querido consejero Starr —replicó la voz siriana con un deje de burla inconfundible—, claro que los robots no pueden dañar a los seres humanos... siempre que sepan que allí hay seres humanos a los que podrían dañar. Pero, vea usted, hemos tenido buen cuidado de informar a los robots encargados de manejar las armas de que la nave de usted sólo lleva robots. Y a ellos no les remuerde la conciencia por destruir otros robots. ¿No se rendirá usted?
De pronto Bigman se inclinó sobre el transmisor y gritó:
—Oiga, amiguito, ¿qué le parece si primero ponemos fuera de combate a unos cuantos de esos robots en conserva que tienen ustedes? ¿Le gustaría?
Era bien conocido en toda la Galaxia que los sirianos consideraban la destrucción de un robot un delito casi tan grave como el asesinato. Pero Sten Devoure no se impresionó.
—¿Ese es el sujeto con quien se cree le une una gran amistad, consejero? ¿Un tal Bigman?
Si lo es, no siento el menor deseo de trabar conversación con él. Puede usted decirle, y téngalo bien entendido usted también, que dudo que puedan dañar ni una sola de nuestras naves antes de ser destruidos ustedes. Creo que le concederé cinco minutos para decidir si prefiere rendirse o ser eliminado. Por mi parte, consejero, hace mucho tiempo que deseo conocerle; le ruego acepte, pues, mis palabras como la sincera esperanza de que se rendirá.
¿Qué me contesta?
Lucky permaneció callado un momento. Los músculos de la mandíbula se le habían puesto turgentes.
Bigman le miraba con calma, cruzados los brazos sobre el reducido pecho, esperando.
Pasaron tres minutos y Lucky anunció:
—Entrego mi nave y todo lo que contiene en manos de usted, señor.
Bigman no dijo nada.
Lucky anuló el contacto y se volvió hacia el marciano, mordiéndose el labio inferior, incómodo y turbado.
—Bigman, tienes que comprenderlo. Yo... Bigman se encogió de hombros.
—De veras que no lo entiendo, Lucky; pero después de haber aterrizado en Mimas descubrí que tú... que tú planeabas esta rendición, intencionadamente, ya desde que pusimos rumbo a Saturno por segunda vez.
Lucky enarcó las cejas.
—¿Y cómo lo has descubierto, Bigman?
—No soy tan tonto, Lucky. —El hombrecito hablaba en tono grave y mortalmente serio—. ¿Recuerdas cuando descendíamos hacia el polo sur de Saturno y tú saliste fuera de la nave?
Fue momentos antes de que los sirianos nos localizasen y tuviésemos que poner los reactores al rojo, rumbo a la división de Cassini.
—Sí.
—Tenías algún motivo para obrar de aquel modo. No explicaste cuál porque infinidad de veces te absorbes por entero en lo que haces y no hablas de ello hasta que ha pasado el apremio; pero entonces la tensión continuó, porque huíamos de los sirianos. De modo que cuando preparábamos el alojamiento para Wess, en Mimas, eché un vistazo sobre el exterior de la Shooting Starr y vi claramente que habías manipulado la unidad Agrav. La tienes preparada de modo que puedas hacerla cisco con sólo tocar el botón de desplazamiento total del cuadro de mandos.
Lucky comentó con suavidad:
—La unidad Agrav es la única cosa de la Shooting Starr real y absolutamente ultrasecreta.
—Lo sé. Y me figuré que si hubieras admitido la posibilidad de luchar habrías sabido que la Shooting Starr no se retiraría hasta que nos hubieran mandado, a ella y a nosotros, fuera del espacio. Unidad Agrav incluida. Si hacías los preparativos necesarios para reventar solamente la unidad Agrav y dejar el resto de la nave in tacto, es que no pensabas luchar. Ibas a rendirte.
—¿Y por esto estás meditabundo desde que aterrizamos en Mimas?
—Mira, yo estoy contigo, hagas lo que hagas, Lucky, pero... —Bigman suspiró y desvió la vista—, eso de rendirse no es nada divertido.
—Lo sé —repuso Lucky—, pero ¿se te ocurre una manera mejor de penetrar en su base?
Nuestro trabajo no siempre es divertido, Bigman. —Y Lucky tocó el contacto de desplazamiento total, en el cuadro de mandos. La nave se estremeció levemente cuando las partes exteriores de la unidad Agrav se fundieron en una masa al rojo blanco y se desprendieron de la nave.
—¿Quieres decir que piensas barrenar desde dentro? ¿Es éste el motivo de que te rindas?