En ese preciso instante un robot abrió la puerta resueltamente y advirtiendo:
—Mis amos, deben excusarme por entrar sin que ustedes me lo ordenasen; pero me han mandado que les comunicara lo siguiente respecto al amo pequeño que ha sido puesto bajo custodia...
—¡Bigman! —gritó Lucky, levantándose de un salto—. ¿Qué le ha ocurrido?
Luego que los dos robots le hubieron sacado de la habitación, Bigman se puso a meditar furiosamente. En realidad no pensaba en las maneras de escapar que pudiera tener. No era tan poco realista como para pensar que podría abrirse paso entre una horda de robots y, sin ayuda de nadie, huir de una base tan bien organizada como aquélla, aun en el caso de tener a la Shooting Starr a su disposición... cosa que no tenía.
Sus meditaciones calaban más hondo.
A Lucky le tentaban para que incurriera en un deshonor y una traición, y empleaban su vida (la de Bigman) como cebo.
Se mirase por donde se mirara, Lucky no había de verse en semejante brete. No había de salvar la vida de un amigo al precio de una traición. Y tampoco había de sacrificar al amigo y llevar el remordimiento consigo el resto de su vida.
Existía un solo medio de eliminar ambas alternativas. Bigman se enfrentó fríamente con la realidad. Si él moría de una manera con la que Lucky no hubiera tenido nada que ver, el consejero no habría de sufrir reproche alguno, ni siquiera de su propia conciencia. Y, por otra parte, nadie dispondría de la vida de Bigman como base de negociación.
Sus carceleros metieron a Bigman en un cochecito diagravítico y se lo llevaron para otro paseo de un par de minutos.
Un par de minutos que sirvieron para cristalizar firmemente en el pensamiento todos los detalles de la operación. Había compartido con Lucky unos años felices, interesantísimos.
Unos años que habían valido por toda una vida y durante los cuales se había enfrentado varias veces con la muerte sin ningún miedo. También ahora podía enfrentarse sin miedo con ella.
Y una muerte rápida no lo sería tanto que le impidiera nivelar un poco la cuenta con Devoure. En toda la vida, nadie le había insultado de aquel modo sin recibir su merecido.
No podía morir dejando la cuenta sin saldar. El recuerdo del arrogante siriano llenaba a Bigman de una cólera tal que por un momento no habría podido decir si le movía la amistad con Lucky o el odio a Devoure.
Los robots le levantaron y sacaron del coche diagravítico, y uno de ellos deslizó suavemente sus garras metálicas por los costados del cuerpo del marciano en un experto cacheo por si llevaba armas.
Bigman sufrió un momento de pánico y luchó inútilmente por apartar el brazo del robot.
—Ya me cachearon en la nave, antes de emprender el vuelo —bramó. Pero el robot completó su rutinaria tarea sin hacerle el menor caso.
Una vez terminada la búsqueda, le levantaron de nuevo y se dispusieron a transportarle a un edificio. Había llegado, pues, el momento. Una vez recluido en una verdadera celda, con planos de fuerza cerrándole el paso, la tarea resultaría mucho más difícil.
Bigman lanzó los pies adelante con exagerado esfuerzo y dio un salto mortal entre los dos robots. Sólo la firmeza con que éstos le sujetaban los brazos pudo impedir que diera una vuelta completa. Uno de ellos le dijo:
—Me aflige, mi amo, que se haya situado en una posición que puede resultarle penosa. Si quiere permanecer inmóvil, de forma que no nos estorbe en la tarea que nos han asignado, le sujetaremos lo más levemente que podamos.
Pero Bigman pegó otra sacudida y a continuación lanzó un grito desgarrador.
—¡Mi brazo!
Los robots se arrodillaron con rapidez y lo depositaron en el suelo, tendido de espaldas.
—¿Sufre, amo?
—¡Sí, estúpidos! ¡Me habéis roto el brazo! Traed algún ser humano que sepa curar brazos rotos, o algún robot entendido en este arte.
Los robots retrocedieron lentamente, sin apartar la vista del marciano. Ellos no tenían sentimientos; no podían tenerlos. Pero en su interior había pistas cerebrales positrónicas con orientaciones controladas por los potenciales y contrapotenciales establecidos por las Tres Leyes de la Robótica. Mientras estaban cumpliendo una de tales leyes (la Segunda), la que les obligaba a obedecer los mandatos, en este caso el de llevar a un ser humano a un lugar especificado, habían faltado a otra ley superior, la Primera, la de que jamás habrían de dañar a ningún ser humano. El resultado en sus cerebros tenía que ser una especie de caos positrónico.
Bigman gritó secamente:
—Buscad ayuda... ¡Arenas de Marte!... Buscad...
Era una orden respaldada por el poder de la Primera Ley. Un ser humano había recibido daño. Los robots se volvieron, se alejaron... y el brazo derecho de Bigman descendió raudo hacia la bota y se metió entre la bota y la pierna. El marciano se puso en pie ágilmente con un revólver magnético calentándole la palma de la mano.
Con el ruido que hizo, uno de los robots dio media vuelta, con la voz confusa y gangosa, signo de la debilitación de los controles del confundido cerebro positrónico.
—¿Eronce, a cuesión no era amo dolor? El segundo robot se volvió también.
—Llevadme ante vuestros amos sirianos —mandó Bigman con acento imperativo.
Se trataba de otra orden, pero ya no venía reforzada por la Primera Ley. Al fin y al cabo, el ser humano no había sufrido ningún daño.
Esta revelación no provocó indignación ni sorpresa. Sencillamente, el robot más próximo habló, con una voz que había recobrado de pronto fuerza y seguridad:
—Puesto que su brazo no ha sufrido, en verdad, ningún daño, nos vemos obligados a cumplir la primera orden que recibimos. Haga el favor de acompañarnos.
Bigman no perdió tiempo. Su revólver magnético lanzó un destello silencioso, y la cabeza del robot se convirtió en una masa informe de metal fundido. Lo que quedaba de él se derrumbó. El segundo robot avisó:
—No le servirá de nada el destruir nuestro funcionamiento. —Y se dirigió hacia él.
La protección de uno mismo constituía la Tercera Ley, solamente. Un robot no podía negarse a cumplir una orden (Segunda Ley) sobre la base de la Tercera exclusivamente. Por lo tanto, tenía la obligación de caminar derechamente, si convenía, hacia un arma que le apuntase. Otros robots venían, además, de distintas direcciones, llamados, sin duda alguna, por un aviso enviado por radio en el mismo momento en que Bigman fingió haberse roto el brazo.
Todos se lanzarían cara a su arma; y serían bastantes los que sobrevivirían a los disparos.
Los que sobrevivirían le apresarían y le llevarían a la cárcel. Entonces no podría morir prestamente como quería, y Lucky seguiría enfrentado con la insoportable alternativa. Había una única salida. Bigman se apuntó el arma a la sien.
Bigman gritó con voz penetrante:
—Ni un paso más. Si alguno se acerca, tendré que disparar. Vosotros me habréis matado.
El marciano preparó su ánimo para apretar el gatillo. Si no podía hacer ninguna otra cosa, tendría que hacer ésta.
Pero los robots se detuvieron. Ni uno dio un solo paso. Los ojos de Bigman se movían lentamente de izquierda a derecha. Un robot estaba tendido en el suelo, decapitado, convertido en un montón inútil de metal. Otro había quedado de pie, con los brazos estirados hacia él. Todavía otro estaba a unos treinta metros, cazado con la pierna levantada.
Bigman se volvió lentamente. Un robot estaba saliendo de un edificio, y había quedado parado en el umbral. Más lejos aún, había otros.
Era como si un viento paralizador hubiera soplado sobre todos ellos al mismo tiempo, dejándolos convertidos en estatuas.
Bigman no se sorprendía de verdad. Era la Primera Ley. Todo lo demás había de quedar en segundo término: órdenes recibidas, su propia existencia... todo. No podían moverse, si el movimiento significaba acarrear algún daño a un ser humano.
—Todos los robots, menos ése —gritó Bigman, señalando el que tenía delante, y más cerca, el compañero del que había destruido—, deben marcharse. Volved a vuestras tareas anteriores y olvidaos de mí y de lo que acaba de suceder. Si alguno deja de obedecer inmediatamente, acarreará mi muerte.
Con lo cual, todos, menos uno, tuvieron que marcharse. Esto significaba tratarles con gran rudeza, y Bigman, con rostro sombrío, se preguntaba si el potencial instalado para impulsar los positrones no sería, quizá, bastante intenso para dañar la esponja de platino iridiado que componía los delicados cerebros robóticos. Tenía la desconfianza típica de los terrícolas en los robots, y hasta deseaba que fracasasen.
Ahora se habían marchado, todos menos uno. La boca del arma seguía apuntada a la sien de Bigman, quien le indicó al robot restante:
—Llévame donde esté tu amo. —Hubiera querido emplear otra palabra; pero ¿qué entendería un robot del insulto implicado en ella? Con dificultad logró pronunciar la de «amo»—. Vamos —añadió—, ¡rápido! No permitas que ningún amo ni otro robot se crucen en nuestro camino. Tengo este revólver y lo utilizaré contra todo amo que se nos acerque, o contra mí mismo si es preciso.
El robot contestó con voz áspera, lo cual era el primer signo de mal funcionamiento positrónico, según le explicó Lucky en cierta ocasión:
—Obedeceré las órdenes. Mi amo puede estar seguro de que no haré nada que pueda dañarle, como tampoco a otro amo.
Dicho lo cual, el robot dio media vuelta y emprendió la marcha hacia el coche diagravítico.
Bigman le siguió. Estaba semipreparado para una traición durante el camino; pero no la hubo. Un robot era una máquina que seguía unas normas de comportamiento inalterables.
Había de recordarlo. Sólo los seres humanos eran capaces de mentir y engañar. Cuando se detuvieron en la oficina de Devoure, Bigman ordenó:
—Yo esperaré en el coche. No me iré. Tú ve y dile al amo Devoure que el amo Bigman está libre y le espera. —Otra vez luchó con tentación, y esta vez sucumbió. Estaba demasiado cerca de Devoure para resistir con éxito. Agregó—: Dile que traiga aquí su corpachón cargado de grasa. Dile que puede enfrentarse conmigo con revólver magnético, o con los puños; tanto me da lo uno como lo otro. Dile que si tiene el corazón demasiado flojo para combatir de una de estas dos maneras, iré yo allí y me liaré a puntapiés con él desde aquí hasta Marte.
Sten Devoure miraba incrédulo al robot, el moreno rostro contraído en una expresión adusta y los enfurecidos ojos atisbando desde debajo de unas cejas unidas.
—¿Quieres decir que está ahí fuera, en libertad? ¿Y armado? —Devoure miró a los dos funcionarios, que le devolvieron la mirada con pasmado asombro. En voz baja, Lucky murmuró: «¡Gran Galaxia! El indomable Bigman lo echará todo a perder... incluso su propia vida."
El funcionario Zayon se puso en pie trabajosamente.
—Bien, Devoure, no creerás que el robot mienta, ¿verdad que no? —Dicho lo cual fue hasta el teléfono de la pared y marcó la combinación de emergencia—. Si tenemos en la base un terrícola armado y decidido, será mejor que entremos en acción.
—Pero ¿cómo es posible que esté armado? —Devoure no había desterrado todavía las huellas de la confusión; pero ahora se dirigía hacia la puerta. Lucky le seguía; el siriano dio media vuelta inmediatamente—. Atrás, Starr.
Ahora Devoure se dirigía al robot:
—Quédate con este terrestre. No ha de dejar este edificio bajo ninguna circunstancia.
Y en ese momento pareció haber llegado a una decisión. Salió precipitadamente de la estancia, empuñando un pesado desintegrador. Zayon y Yonge titubeaban; echaron una rápida mirada a Lucky; luego al robot, tomaron su propia decisión y siguieron a Devoure.
Delante de las oficinas de Devoure se abría un terreno amplio, en la luz artificial que reproducía el tono azulado de Sirio. Bigman estaba solo en el centro, y a una distancia de unos cien metros había cinco robots. Otros se acercaban desde otra dirección.
—Venid y coged eso —rugió Devoure, haciendo un ademán a los robot s más cercanos y señalando a Bigman.
—No se acercarán ni un paso más —bramó el marciano—. Si dan un solo paso hacia mí te sacaré el corazón, en llamas, fuera del pecho, y ellos saben que lo haré. Al menos no pueden exponerse a que lo haga. —Y continuó en su puesto con aire desenvuelto y burlón.
Devoure se sonrojó y levantó el desintegrador.
Bigman barbotó:
—No te lastimes con ese aparatito. Lo tienes demasiado arrimado a tu cuerpo.
Su codo derecho descansaba en la palma de su mano izquierda. Mientras hablaba cerraba levemente la mano derecha, y de la boca del revólver, sobresaliendo apenas entre el dedo del corazón y el anular, un chorro de deuterio salió pulsando bajo la dirección de un campo magnético establecido instantáneamente. Se precisaba una habilidad extraordinaria para situar correctamente el pulgar y apretar con la fuerza precisa; pero Bigman la poseía.
Ningún otro hombre, en todo el Sistema, le aventajaba.
La punta del cañón del desintegrador de Devoure se convirtió en una centella brillante.
Devoure dio un alarido de sorpresa y soltó el arma.
Bigman levantó la voz:
—No sé quiénes son ustedes, esos dos amiguitos nuevos; pero si alguno hace el menor movimiento que me incline a pensar que esconde un desintegrador, habrá llegado al final, y jamás acabará de completar dicho movimiento. Todos se quedaron quietos. Por fin, Yonge preguntó muy cuidadosamente:
—¿Cómo es que va armado?
—Un robot —contestó Bigman—, no es más listo que el tipo que lo gobierna. Los robots que me cachearon en la nave y fuera de ella, aquí, habían recibido instrucciones de alguien que no sabe que un marciano utiliza las botas para algo más que para meter las piernas dentro.
—¿Y cómo ha escapado de los robots?
—He tenido que destruir uno —respondió fríamente Bigman.
—¿Usted ha destruido un robot? —Una sacudida eléctrica de horror estremeció a los tres sirianos.
Bigman notó que la tensión iba en aumento. No le inquietaban los robots parados por todo su alrededor, sino el hecho de que en cualquier instante podía aparecer otro ser huma no siriano y dispararle por la espalda desde una distancia prudencial.
El punto medio entre los omoplatos le cosquilleaba, mientras esperaba el disparo. No, sería como una llamarada. No la sentiría siquiera.
Y con ello habrían perdido el poder que tenían sobre Lucky y, muerto o no, él, Bigman, habría vencido.