—El sobrino del director.
—Sí. Y a Yonge le irrita. No sabe resignarse y comprender que el Servicio es un órgano del Estado y no pone en tela de juicio la política que el Estado siga, ni tiene nada que ver acerca de qué individuo o qué grupo debe gobernarlo. Por todo lo demás, es un funcionario excelente.
—Pero usted no ha contestado la pregunta de si considera a Devoure un representante satisfactorio de la clase distinguida siriana.
—¿Qué me dice de su Tierra? —replicó Zayon enojado—. ¿No ha tenido nunca gobernantes censurables? ¿O hasta malvados?
—Bastantes —concedió Lucky—, pero nosotros, en la Tierra, somos una mezcla heterogénea; diferimos. Ningún gobernante permanece mucho tiempo en el poder si no representa un compromiso entre nosotros. Los gobernantes que pactan quizá no sean dinámicos, pero tampoco son tiranos. En Sirio ha cultivado una identidad entre ustedes, y un gobernante puede llegar a medidas extremas, valiéndose de esa misma identidad. Por este motivo entre ustedes, la autocracia y la fuerza no son un entreacto excepcional, en política, como lo son en la Tierra, sino la norma general.
Zayon suspiró, pero transcurrieron varias horas sin que volviera a hablar con Lucky. No lo hizo hasta que Mimas se veía muy grande en la pantalla visora y disminuirían ya la marcha para aterrizar.
—Dígame, consejero —solicitó Zayon—. Se lo pregunto bajo su palabra de honor. ¿Nos está jugando alguna treta?
Lucky sintió un peso en el estómago pero preguntó con mucha calma:
—¿Qué entiende usted por una treta?
—¿Está realmente un consejero en Mimas?
—Sí, está. ¿Qué esperaba? ¿Que yo tuviera en Mimas un nudo de fuerza escondido con el propósito de que nos hiciera estallar y nos devolviera a la nada?
—Algo así, quizá.
—Y, ¿qué ganaría yo? ¿La destrucción de una nave siriana y de una docena de sirianos?
—Ganaría su honor.
Lucky se encogió de hombros.
—Hice un trato. Ahí abajo tenemos a un consejero. Yo iré a buscarle, y no habrá resistencia.
Zayon movió la cabeza asintiendo.
—Muy bien. Me figuro que usted no serviría para siriano, después de todo. Será mejor que continúe siendo terrestre.
Lucky sonrió con amargura. He ahí, pues, de dónde nacía el malhumor de Zayon. Su rígido sentido del honor propio de un funcionario, se revolvía contra la conducta de Lucky, aun creyendo que beneficiaba a Sirio.
Allá en Port Center, Ciudad Internacional, en la Tierra, el consejero jefe Héctor Conway esperaba el momento de partir para Vesta. No había tenido noticias directas de Lucky desde que la Shooting Starr se escondiera a la sombra de Hidalgo.
La cápsula traída por el capitán Bernold fue bastante concreta en su breve estilo y ostentaba el sello del estricto sentido común habitual en Lucky. La única salida habría consistido en convocar una conferencia. El presidente lo había comprendido así al momento, y aunque algunos miembros del gabinete se mostraban belicosos ante la situación, habían quedado en minoría.
Hasta Sirio, tal como Lucky había predicho, aceptó la idea con entusiasmo. Era, innegablemente, lo que el Gobierno siriano necesitaba, ni más ni menos; una conferencia que había de fracasar a la fuerza, seguida de una guerra bajo las condiciones que ellos impondrían. Según las apariencias exteriores, tenían todos los triunfos en la mano.
Por este mismo hecho había sido muy necesario mantener al público en general tan ignorante del problema como se pudiera. Si se hubiera confiado al suéter todos los detalles, sin una cuidadosa preparación, el Gobierno de la Tierra quizá se hubiera visto empujado irresistiblemente a una guerra contra todo el resto de la Galaxia por los gritos indignados del público. Pero la convocatoria sólo empeoraría la cuestión, porque se interpretaría como una cobarde venta a los sirianos.
Y sin embargo, era imposible mantener un secreto absoluto; además de que la Prensa se mostraba colérica y rebelde a causa de lo diluido de los comunicados que el Gobierno le entregaba. La situación empeoraba día tras día.
El presidente habría de mantenerse firme, contra viento y marea, hasta la celebración de la conferencia. Y sin embargo, si ésta fracasaba, la situación actual podría considerarse como si fuera miel comparada con la que sobrevendría.
En la indignación general que seguiría entonces, no sólo habría guerra, sino que, además, el Consejo de Ciencias quedaría completamente desacreditado y destrozado, y la Federación Terrestre perdería su arma más poderosa precisamente en el momento en que más la necesitaba.
Hacía semanas enteras que Héctor Conway no dormía sin tomar píldoras, y por primera vez en su carrera pensaba en serio que debía retirarse.
Conway se levantó pesadamente y se encaminó hacia la nave, a la que estaba preparando para el despegue. Dentro de una semana estaría en Vesta, para las conversaciones preliminares con Doremo. Ese viejo estadista de ojos color rosa tendría en sus manos la balanza del poder. No cabía duda. La misma debilidad de su pequeño mundo era lo que le hacía poderoso. Era lo más aproximado a una persona desinteresada y neutral en la Galaxia, y hasta los sirianos le escucharían con atención.
Si, para empezar, él, Conway, conseguía que le prestara atención...
El consejero jefe apenas se dio cuenta del hombre que se le acercaba, hasta que faltaba poco para que chocase con él.
—¿Eh? ¿Quién es usted? —preguntó Conway, molesto.
El hombre se llevó la mano al ala del sombrero.
—Jan Dieppe, de la Transubetérea. Jefe de la organización. Quisiera saber si está dispuesto a contestar unas cuantas preguntas.
—No, no. Estoy a punto de subir a la nave.
—Me doy cuenta, señor. Por este mismo motivo, precisamente, le interrumpo. No tendré otra oportunidad. Usted se dirige a Vesta, por supuesto.
—Sí, por supuesto.
—Para enterarse del ultraje cometido en Saturno.
—¿Eh?
—¿Qué cree que hará la conferencia, jefe? ¿Se figura que Sirio hará caso de resoluciones y votaciones?
—Sí, creo que Sirio las obedecerá.
.—¿Cree que las votaciones le serán adversas a Sirio?
—Sí, estoy seguro que las perderá. Y ahora, ¿me deja pasar?
—Lo siento, señor, pero hay otra cosa muy importante que debe saberse en la Tierra...
—Por favor, no me diga qué es lo que usted cree que deben saber. Le aseguro que lo bueno de la gente de la Tierra lo tengo muy junto a mi corazón.
—Y... es, ¿por qué el Consejo de Ciencias está dispuesto a permitir que los Gobiernos extranjeros voten sobre si la Federación Terrestre ha sido invadida o no? Se trata de una cuestión que habríamos de decidir nosotros mismos, y nadie más.
Conway no podía dejar de percibir la corriente subterránea de amenaza en el interrogatorio, cortés, pero insistente, a que le sometía aquel hombre. Mirando por encima del hombro del reportero, pudo ver al secretario de Estado hablando con un grupo de periodistas en un lugar más próximo a la nave.
—¿A qué se refiere? —inquirió.
—Me temo que el público pone en duda la buena fe del Consejo, jefe. Y en relación a esto, la Transubetérea ha recogido una emisión de noticias de una estación siriana que todavía no ha dado al público. Necesitamos que usted las comente.
—No hay comentario. Una emisión siriana de noticias destinadas al consumo nacional no merece comentario.
—Dicho noticiario daba muchos detalles. Por ejemplo, ¿dónde está el consejero David Starr, el legendario Lucky, en persona? ¿Dónde está?
—¿Qué?
—Vamos, jefe. Ya sé que a los miembros del Consejo no les gusta la publicidad, pero, ¿han enviado ustedes al consejero Starr a Saturno en una misión secreta?
—Y si así fuera, joven, ¿esperaría usted que yo hablase de tal misión?
—Dándose el caso de que Sirio estuviera hablando ya de ella, sí. Dicen que Lucky Starr invadió el sistema saturniano y fue capturado. ¿Es cierto?
Conway replicó, muy tieso:
—Desconozco el paradero actual del consejero David Starr.
—¿Significa eso que podría hallarse en el sistema saturniano?
—Significa que desconozco su paradero. El reportero arrugó la nariz.
—Muy bien. Si le parece que suena mejor que el jefe del Consejo de Ciencias desconozca el paradero de uno de sus agentes más importantes, allá usted. Pero el espíritu general del pueblo se inclina cada día más contra el Consejo. Se habla mucho de la ineptitud del Consejo al dejar que Sirio llegara primero a Saturno, y de su interés por echar una mano de cal encima del asunto, en beneficio de sus pellejos políticos.
—Sus palabras son un insulto. Buenos días, señor.
—Los sirianos dicen claramente que han capturado a Lucky Starr en el sistema saturniano.
¿Algún comentario sobre la cuestión?
—No. Déjeme pasar.
—Los sirianos dicen que Lucky Starr asistirá a la conferencia.
—¿Eh? —Por un momento Conway no pudo disimular una sacudida de interés.
—Parece que esto le impresiona, jefe. Lo chocante del caso es que los sirianos dicen que declarará en favor de ellos.
—Eso habremos de verlo —replicó Conway, pronunciando las palabras con dificultad.
—¿Admite usted que estará presente en la conferencia?
—No sé nada de esa cuestión. El reportero se hizo a un lado.
—Muy bien, jefe. Se trata únicamente de que los sirianos afirman que Starr les ha dado ya una información valiosa y que, fundándose en ella, podrán acusarnos de agresión. Quiero decir, ¿qué hace el Consejo? ¿Lucha con nosotros, o contra nosotros?
Conway, sintiéndose acosado de un modo insoportable, murmuró:
—Sin comentarios. —Y se apresuró a seguir su camino.
El reportero le gritó todavía:
—Starr es hijo adoptivo de usted, ¿verdad que sí, jefe?
Conway se volvió un instante. Luego, sin pronunciar palabra, se apresuró hacia la nave.
¿Qué había que decir? ¿Qué podía decir él excepto que le esperaba una conferencia interestelar más importante para la Tierra que cualquier otra reunión de esta clase habida en toda la historia del planeta? ¿Que aquella conferencia se inclinaba notablemente en favor de Sirio? ¿Que había muchísimas probabilidades de que todo —la paz, el Consejo de Ciencias, la Federación Terrestre—, todo quedara destruido? ¿Y que sólo el delgado escudo de los esfuerzos de Lucky los protegía a todos?
Por alguna razón, lo que deprimía a Conway más que ninguna otra cosa —más, incluso, que una guerra perdida— era el pensar que si la noticia de la emisión de Sirio era cierta y si la conferencia fracasaba a pesar de todo, y a despecho de las primeras intenciones de Lucky, ¡éste pasaría a la historia como un redomado traidor a la Tierra! Y sólo unas pocas personas sabrían la auténtica verdad.
El secretario de Estado, Lamont Finney, era un político de carrera que había servido unos quince años en la legislatura y cuyas relaciones con el Consejo de Ciencias nunca habían sido arrolladoramente amistosas. Estaba entrado en años y no gozaba de una salud excelente, con lo cual tendía a ser pendenciero. Oficialmente, era el jefe de la delegación terrestre para Vesta. En realidad, sin embargo, Conway comprendía perfectamente bien que, como jefe del Consejo, había de ser él quien estuviera dispuesto a aceptar toda la responsabilidad del fracaso... si se fracasaba.
Finney lo dejó bien sentado aun antes de que la nave, uno de los mayores cruceros del espacio de la Tierra, despegara.
—La Prensa está casi incontrolable —anunció—. Se halla usted en una mala situación, Conway.
—Toda la Tierra se halla en las mismas condiciones.
—No; sólo usted, Conway. Este respondió con voz lúgubre:
—En fin, no me hago ilusiones. No creo que, si las cosas van mal, el Consejo pueda esperar ningún apoyo del Gobierno.
—Me temo que no. —El secretario de Estado se abrochaba los cinturones con la mayor atención para ahorrarse las incomodidades del despegue y se aseguraba de tener a mano las píldoras contra el mareo espacial—. El apoyo del Gobierno en favor de ustedes sólo significaría la caída de éste, y bastantes problemas habrá si se declara la guerra. No podemos permitirnos el lujo de la inestabilidad política.
Conway se convenció de que el anciano político no tenía ninguna confianza en el resultado de la conferencia, y que no esperaba otra cosa que una guerra.
—Oiga, Finney, si lo malo acaba en lo peor —opinó—, necesitaré voces amigas que me ayuden a impedir que la reputación del consejero Starr caiga en...
Finney levantó un momento la canosa cabeza del cojín hidráulico y miró a su compañero con unos ojos apagados y atormentados.
—Imposible. El consejero fue a Saturno por su propia voluntad, no pidió permiso a nadie, no recibió ninguna orden. Estaba dispuesto a correr el riesgo. Si las cosas salen mal, está acabado. ¿Qué podemos hacer si no?
—Usted sabe que él...
—Yo no sé nada —replicó con violencia el político—. No sé nada, oficialmente. Usted ha compartido bastante tiempo la vida del hombre público para saber que en determinadas circunstancias el pueblo necesita una cabeza de turco e insiste en que se la proporcionen. El Consejero Starr será esa cabeza de turco.
Finney volvió a recostarse en el asiento, cerró los ojos, y Conway se arrellanó a su lado. En distintos lugares de la nave otros personajes ocupaban sus puestos, y el trueno lejano de los motores empezó a retumbar, subiendo de tono a medida que la nave se elevaba lentamente de la pista de aterrizaje y se remontaba hacia el firmamento.
La Shooting Starr planeaba a unos mil seiscientos kilómetros de Vesta, cogida en su débil gravedad y rodeando lentamente al asteroide, con los motores parados. Amarrado a ella se hallaba un pequeño bote salvavidas, procedente de la nave madre siriana.
El funcionario Zayon había salido de la Shooting Starr para unirse a la delegación siriana en Vesta, y en su lugar había quedado un robot. En el bote salvavidas estaba Bigman, acompañado del funcionario Yonge.
Lucky tuvo una sorpresa cuando la cara de Yonge le miró por el receptor.
—¿Qué hace usted en el espacio? —le preguntó al funcionario—. ¿Está Bigman con usted?
—Sí, está. Yo soy su vigilante. Supongo que usted esperaba encontrar un robot.
—En efecto. ¿O acaso no se atreven a confiar a Bigman a un robot, después de lo ocurrido?
—No es eso; se trata únicamente de una artimaña de Devoure para asegurarse de que yo no asista a la conferencia. Es una bofetada que le da al Servicio.