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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los Anillos de Saturno (13 page)

BOOK: Los Anillos de Saturno
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Sólo que, primero, quería poder entendérselas con Devoure, con aquel cobarde granuja siriano que había estado sentado frente a él, al otro lado de la mesa, y le había dicho cosas que ningún hombre del universo podía decirle y quedar en pie.

Bigman anunció:

—Podría matarles a todos. ¿Hacemos un arreglo?

—Usted no disparará contra nosotros —aseguró tranquilamente el funcionario Yonge— . El disparar significaría, simplemente, que un terrícola abrió hostilidades en un planeta siriano.

Podría significar la guerra.

—Además —rugió Devoure— si nos ataca, su misma acción dejará en libertad a los robots; los cuales se inclinarán por defender a tres seres humanos, mejor que a uno solo. Arroje esa arma innecesaria y vuelva a ponerse bajo custodia.

—Muy bien, alejen a los robots, y me rendiré.

—Los robots se encargarán de usted —afirmó Devoure. E hizo ademán de volverse despreocupadamente hacia los otros dos sirianos—.

La piel me cosquillea de tener que hablar a ese humanoide deforme.

El revólver magnético de Bigman volvió a despedir su rayo, de tal modo que la esferita de fuego estalló a treinta centímetros de los ojos de Devoure.

—Vuelva a pronunciar una frase parecida, y le dejo ciego para siempre. Si los robots se mueven lo más mínimo ustedes tres se largan de esta vida, antes que ellos hayan llegado aquí. Es posible que el episodio desate la guerra; pero ustedes tres no estarán aquí para enterarse. Ordenen a los robots que se vayan, y yo me entregaré a Devoure, si es capaz de cogerme. Echaré mi arma a uno de ustedes dos, y me rendiré.

Zayon aceptó en tono severo:

—Parece una solución razonable, Devoure. Devoure todavía se estaba frotando los ojos.

—Cogedle el arma, pues. Acercaos a él y cogedla.

—Esperen —agregó Bigman—. No se muevan aún. Deben darme palabra de honor de que no me matarán de un disparo ni me entregarán a los robots. Tiene que cogerme Devoure.

—¿Mi palabra de honor a ti? —estalló Devoure.

—Sí, a mí. Pero no la de usted. La palabra de honor de uno de los otros dos. Llevan el uniforme del Servicio Espacial Siriano, y aceptaré su palabra. Si les entrego mi revólver magnético, ¿se mantendrán al margen y dejarán que usted, Devoure, venga a cogerme sin otra arma que sus manos?

—Le doy mi palabra de honor —convino Zayon.

—Yo también —añadió Yonge.

—¿Qué es eso? —protestó Devoure—. No tengo intención de tocar a esa criatura.

—¿Tiene miedo? —preguntó afablemente Bigman—. ¿Soy demasiado corpulento para usted, Devoure? Usted me ha insultado. ¿Quiere poner los músculos donde ha puesto la cobarde boca? Ahí va mi arma, funcionarios.

El marciano tiró el arma a Zayon; el cual la cogió al vuelo limpiamente. Bigman aguardaba.

¿La muerte, ahora?

Pero Zayon se puso el revólver en el bolsillo.

—¡Robots! —llamó Devoure.

Pero Zayon ordenó, con el mismo vigor:

—¡Dejadnos, robots!—Y dirigiéndose a Devoure, añadió—: Tiene nuestra palabra de honor. Habrás de cogerle y ponerle bajo custodia por tus propios medios.

—¿O soy yo quien va a por usted? —gritó Bigman con voz de escarnio.

Devoure hizo una mueca horrible, pero silenciosa, y arrancó a grandes zancadas hacia Bigman. El marcianito aguardaba, ligeramente agachado, luego dio un corto paso lateral para esquivar el brazo que se disparaba hacia él y saltó como un muelle muy comprimido.

El puño del marciano dio en el rostro del otro con el choque sordo de un martillo pegando contra una col, y Devoure retrocedió unos pasos, tambaleándose y cayendo sentado en el suelo. Sus ojos contemplaban a Bigman atónitos de sorpresa. Tenía la mejilla derecha encendida y un hilillo de sangre manaba de la comisura de los labios. Devoure se llevó un dedo a la herida, lo retiró y contempló la sangre con una incredulidad casi cómica.

—Ese terrícola tiene más talla de la que aparenta —aseguró Yonge.

—Yo no soy terrícola, sino marciano —protestó Bigman—. Levántese, Devoure. ¿O acaso es demasiado blando? ¿No es capaz de nada, sin robots que le ayuden? ¿Acaso le limpian la boquita, cuando ha terminado de comer?

Devoure emitió un alarido ronco y se levantó prestamente; pero no se precipitó hacia Bigman, sino que se puso a dar vueltas a su alrededor, respirando con fuerza y contemplándole con ojos inflamados.

Bigman giraba también, observando aquel cuerpo jadeante, ablandado por la molicie y la ayuda de los robots y se fijaba especialmente en los brazos, huérfanos de pericia, y en las torpes piernas. Bigman daba por seguro que el siriano no había combatido nunca a puñetazo limpio.

El marciano volvió al ataque, cogió al otro por el brazo con movimiento seguro y repentino y se lo retorció. Devoure soltó un aullido y cayó de bruces.

Bigman se apartó unos pasos.

—¿Qué ocurre? ¡Si yo no soy un hombre; solamente un objeto! ¿Qué le inquieta?

Devoure levantó la vista hacia los dos funcionarios con un brillo mortífero en los ojos. En seguida se incorporó de rodillas y soltó unos gemidos, al mismo tiempo que se llevaba una mano al costado, en el punto que había chocado contra el suelo.

Los dos sirianos no movieron pie ni mano para ayudarle. Ambos miraban estólidamente, mientras Bigman lo derribaba una y otra vez. Finalmente, Zayon dio un paso, y habló:

—Marciano, si continúa así, le lesionará gravemente. Hemos convenido en que Devoure tenía que cogerle a usted sin más ayuda que la de sus manos; y en realidad yo creo que usted ha conseguido ya lo que quería al cerrar el trato. Se terminó, pues. Ahora entréguese a mí pacíficamente, o tendré que utilizar el arma.

Pero Devoure, que jadeaba ruidosamente, exclamó:

—Apártate, apártate, Zayon. Es demasiado tarde para eso. Apártate, te digo. —Y a continuación gritó con agudo alarido—: ¡Robots! ¡Venid aquí!

Zayon interpuso:

—Se entregará a mí.

—No hay rendición —cortó Devoure, con el hinchado rostro contorsionado por el dolor físico y el furor más inflamado—. No hay rendición. Demasiado tarde para eso... Tú, robot, el de más cerca... No me importa qué número de serie tengas... tú. Coge eso... coge esa cosa.

—La voz se le elevó hasta un chillido al señalar a Bigman—. ¡Destrúyela! ¡Rómpela!

¡Destroza sus piezas una por una!

—¡Devoure! —gritó Yonge—. ¿Estás loco? Un robot no puede hacer nada semejante.

El robot continuaba inmóvil. No había dado ni un paso. Devoure vociferó:

—Tú no puedes dañar a un ser humano, robot. Ni yo te pido que lo dañes. Pero eso no es un ser humano.

El robot se volvió para mirar a Bigman. Este se puso a gritar:

—No lo creerá. Usted puede considerar que no soy humano; pero un robot tiene mejor criterio.

—Míralo, robot —insistió Devoure—. Habla y tiene forma humana; pero lo mismo sucede contigo, y no eres humano. Puedo demostrarte que él tampoco lo es. ¿Has visto jamás a un ser humano adulto tan pequeño? Esto te demuestra que no es humano. Es un animal y me está... me está haciendo daño. Debes destruirlo.

—Corre a ver a mamá robot —chilló Bigman en son de burla.

Pero el robot dio el primer paso hacia él.

Yonge dio un paso al frente y se situó entre el robot y Bigman.

—No puedo tolerarlo, Devoure. Un robot no debe cometer semejante acción; aunque no sea por otro motivo que el de que la tensión del potencial necesario lo arruinaría.

Pero Devoure replicó en un susurro áspero:

—Tengo mando sobre ti. Si mueves un dedo siquiera para detenerme, haré que mañana mismo te expulsen del Servicio.

La costumbre de obedecer tenía una fuerza enorme. Yonge retrocedió; pero en su rostro apareció una expresión de pena y horror indecibles.

El robot se movía con más rapidez. Bigman retrocedió un paso, cautelosamente, y dijo:

—Soy un ser humano.

—No es humano —gritó Devoure como un loco—. No es humano. Rómpelo pieza por pieza. Lentamente.

Un escalofrío recorrió el ser de Bigman y le dejó la boca seca. No había contado con esto.

Una muerte rápida, sí; pero esto...

No había espacio para retroceder y, habiendo entregado el revólver no le quedaba escapatoria. Otros robots se habían acercado por detrás, y todos habían escuchado las palabras de que él no era un ser humano.

12 - RENDICION

El rostro, hinchado y magullado, de Devoure lucía una sonrisa. Había de dolerle el sonreír, porque tenía un labio partido y se lo limpiaba distraídamente con el pañuelo; pero conservaba la mirada fija en el robot que se acercaba a Bigman, y no parecía darse cuenta de nada más.

Al marciano no le quedaban sino otro par de metros de terreno para retirarse, y Devoure no hacía nada en absoluto por acelerar los movimientos del robot que se le acercaba, ni por apresurar a los que venían por detrás.

Yonge exclamó:

—Por el honor de Sirio, Devoure, no hay necesidad de recurrir a eso.

—Nada de comentarios, Yonge —replicó Devoure con voz seca—. Ese humanoide ha destruido un robot y es probable que haya estropeado otros. Deberemos proceder a comprobaciones sobre todos los robots afectados por la visión de la violencia empleada por él. Merece la muerte.

Zayon quiso posar una mano tranquilizadora sobre Yonge; pero éste la rechazó de una sacudida, y continuó:

—¿La muerte? Muy bien. Entonces, mándalo a Sirio y hazle juzgar y ejecutar de acuerdo con los procesos de la ley. O monta un juicio aquí en la base, y haz que le desintegren decentemente. Esto no es una ejecución. Por el simple hecho de...

Devoure gritó con furia repentina:

—¡Basta ya! Te has interpuesto demasiado a menudo. Quedas detenido. Zayon, coge su desintegrador y arrójamelo. —Y se volvió brevemente, lamentando haber de apartar los ojos de Bigman siquiera por un momento—. Quítaselo, Zayon, o ¡por todos los diablos del espacio!, te destruiré a ti también.

Con un ceño amargado, y en silencio, Zayon levantó la mano hacia Yonge. Este titubeaba; sus dedos se curvaban sobre la culata del desintegrador, semiapuntándolo de cólera.

Zayon susurró en tono apremiante:

—No, Yonge, no le des esta excusa. Cuando le haya pasado la locura, te levantará el arresto. Tendrá que hacerlo.

—¡Quiero ese desintegrador! —gritó Devoure.

Yonge lo sacó de la funda con mano temblorosa y lo arrojó a Zayon, con la culata por delante. éste lo echó a los pies de Devoure, el cual lo recogió del suelo.

Bigman, que había guardado un silencio angustiado, buscando inútilmente la ocasión de escapar, de huir de allí, gritó con fuerza:

—No me toques, soy un amo. —En el momento en que la monstruosa mano del robot se cerraba alrededor de su muñeca.

Por un momento, el robot titubeó; luego cerró la mano con más fuerza todavía. La otra fue a sujetar el codo de Bigman. Devoure reía con carcajada aguda, estridente.

Yonge volvió la cabeza y murmuró con voz ahogada:

—Al menos no es preciso que contemple este crimen cobarde. —Con lo cual no vio lo que sucedía a continuación.

Haciendo un gran esfuerzo, Lucky permaneció quieto después de haberse marchado los tres sirianos. Desde un punto de vista puramente físico, no tenía la menor posibilidad de vencer al robot, sin otra arma que sus manos. Era de presumir que en algún punto del edificio hubiera, quizás, un arma que pudiese servirle para destruirlo; entonces podría salir, y hasta existía la posibilidad de que pudiera disparar contra los tres sirianos y abatirlos.

Pero carecería de medios para salir de Titán, y tampoco podría vencer a toda la base entera.

Peor todavía, si le mataban (y al final le matarían) los objetivos profundos que perseguía se habrían malogrado, y no podía correr ese albur.

—¿Qué le ha ocurrido al amo Bigman? —le preguntó al robot—. Dime lo fundamental, rápidamente.

El robot obedeció, y Lucky escuchó con tensa y penosa atención. Se fijaba en el balbuceo y el tartamudeo ocasionales en que incurría la máquina, en la aspereza de la voz al describir cómo Bigman había forzado por dos veces a los robots fingiendo que habían lesionado a un ser humano, o amenazado con que iban a lesionarlo.

Lucky gemía por dentro. Un robot muerto. La fuerza de la ley siriana caería con todo su peso sobre Bigman. Lucky sabía bastante de la cultura siriana y de la consideración que les merecían los robots para saber que no se aceptaría circunstancias atenuantes para un roboticidio.

¿Cómo salvar ahora al impulsivo Bigman?

Lucky recordaba el desganado intento que hizo por que Bigman se quedara en Mimas. No es que previese exactamente lo sucedido; pero sí que tuvo miedo del mal genio de Bigman en las delicadas circunstancias en que se encontraban. Hubiera debido insistir en que Bigman se quedase allá... Pero ¿de qué le servía ahora el recordarlo? Y hasta mientras iba pensando esto se daba cuenta de que necesitaba la compañía de Bigman.

Siendo así, tenía que salvarlo. Fuera como fuese, tenía que salvarlo.

Lucky se encaminó prestamente hacia la salida; pero el robot se cruzó estólidamente en su camino.

—Segú mi istrcciones, amo no debe abandona este edificio bajo ninguna circustacia.

—No abandono el edificio —respondió Lucky en tono seco—, me acerco a la puerta, únicamente. No te dieron instrucciones de que me lo impidieras.

El robot guardó silencio un momento. Luego repitió:

—Segú mi istrucione, el amo no debe salí bajo niguna circustacia.

Desesperadamente, Lucky probó de apartar al robot, fue cogido, inmovilizado y devuelto a su puesto.

Lucky se mordía el labio con impaciencia. Un robot entero, se decía, habría interpretado las instrucciones recibidas con espíritu abierto. Este, en cambio, estaba averiado, y había quedado reducido a la más escueta esencia del entendimiento robótico.

Pero él había de ver a Bigman. Giró rápidamente hacia la mesa de conferencias. En su centro había un reproductor de imágenes tridimensional. Devoure lo utilizaba cuando los dos funcionarios le llamaron.

—¡Tú, robot! —gritó Lucky. La máquina se acercó pesadamente a la mesa. Lucky le preguntó:

—¿Cómo funciona este reproductor de imágenes?

El robot iba despacio. El habla seguía estropeándosele.

—Los mado está en el tercé escodrijo.

—¿Qué escondrijo?

El robot se lo enseñó, haciendo resbalar torpemente un panel hacia un costado.

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